viernes, octubre 13, 2006

Demonio Meridiano I

“I said that time may change me
But I can't trace time” David Bowie

Hace 20 años llegué a la Universidad. Venía, casi literalmente, del cine. En realidad de cumplir el Servicio Militar, pero en ambiente urbano (así que el de Arcadia todas las noches era mi oficio verdadero). Entre el oscuro julio de 1986 y el luminoso (vamos a ponerlo así) febrero de 1987, no hice otra cosa que escuchar jazz en alta noche (sí, Radio Sandino programaba jazz, aunque Ud. no lo crea) y leer cuentos de Mario Benedetti (Todos los cuentos, Editorial Casa de las Américas; años después en La Habana Vieja, buscaba esa colección de Casa en los libros usados de la Librería Cervantes, frente a la Moderna Poesía—son las callecitas esas que aparecen de manera casi folklórica en Buenavista Social Club).

Recuerdo que Madonna recién había sacado True Blue, que Janet Jackson estaba en su apogeo (es mentira, como dijo la poetisa, que sólo escucháramos a Silvio) y que en horas de mediodía, con Radio Güegüense de fondo—más o menos por octubre—leí por vez primera de manera casi metódica, con notas y hermenéutica, la poesía de Mejía Sánchez. (Tendría que hacer varios diagramas de la casa que habitaba por entonces, pero sería dificultoso en este momento para el objetivo que persigo.)

Digo, pues, que llegué a la Universidad, nomás al salir del cine. Esta entrada y salida del cine amerita una nota más extensa. Sólo nombro algunas de las películas que miré en el cine (no video, y estábamos muy lejos del dvd) por esos años, películas que me impresionaron: El tambor de hojalata, versión de Schlöndorff (muy probablemente en el teatro Margot de Matagalpa) (después de conocer esa película, me ha dejado frío el escándalo de los medios en torno a ciertas declaraciones de Grass), La noche de San Lorenzo de los hermanos Taviani, Los amantes de María de Konchalovsky, con gran enamoramiento de Natassja Kinsky; del mismo, en un ciclo de cine soviético, Siberiada. De Klimov, Ve y Mira. Creo que todo culminó con un ciclo de la época mexicana de Buñuel. La revolución—que había comenzado en la maquina de escribir de mi padre—terminó en el cine.

Todos estos relatos de la modernidad acabaron formando la piel con la que ingresé a la universidad. Por entonces sí pude quizá haber sido llamado joven, sin ironía. En 1987, todavía había resonancias de grandeza en la Universidad, y me entregué de nuevo a los relatos. Mis guías fueron la novela Dr. Faustus de Thomas Mann, y Madame Bovary de Flaubert. Recuerdo la sorpresa con que descubrí que la novela de Mann que yo había leído con subrayados excesivos no era sino una biografía disfrazada de Friedrich.

Por su parte, Madame Bovary es el mejor recetario en contra del romanticismo. (Antes había sido fan de La Cartuja de Parma, por eso ese valor correctivo de Flaubert.)

A penas tres o cuatro años después de tales inicios, estábamos algunos en aguas de la “postmodernidad”: aguas estancadas, densas y oscuras, como si Michael Stipe cantara con nosotros: “trataré de no respirar” o “nadar nocturno/ se merece una noche callada…”

La postmodernidad se me parece al socialismo, o más bien, a lo que fue el andamiaje burocrático del socialismo real: es la tecnificación de una grandeza prestada a la modernidad. Lo dice quizá Lyotard en alguna parte, o como mis viejos compañeros, estoy yo también a punto de ponerme a balbucear.

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