lunes, enero 29, 2007

Grupos polifónicos

En Doctor Faustus, Thomas Mann (el viejo tío Tom) hacía la división entre tiempos de culto (asociados con la polifonía), y tiempos de cultura (vinculados con la armonía). Uno de los dilemas de Leverkünh, en su agitada vida de compositor, es, precisamente cómo, con los medios de la cultura (el “yoísmo” de los recientes siglos) podía lograr un efecto (aunque fuera fantasmagórico) de culto (reconciliación con el total).

El culto, tal como lo entiende Mann, está asociado con el Renacimiento, y, probablemente mucho más, con la Edad Clásica, que dicen los franceses, y que debe entenderse como Edad Barroca. En la polifonía no hay una subordinación a la melodía sino contrapunto: líneas que corren juntas interrelacionadas pero que parecieran cuestionar las jerarquías. Este orden es eclesial; el arte todo, la técnica y la subjetividad del artista están sometidos a la lógica del culto.

La armonía—con su subordinación a la línea melódica (es Beethoven el héroe aquí, según la novela de Mann), con el asentamiento definitivo de los modos mayores y menores—resulta un producción burguesa típica (quitándole a burguesa su sentido peyorativo, y dejándola en su más desnudo significado de época). Armonía y exacerbación del yo romántico son casi una tautología.

Esto implica una doble secularidad: del individuo (que deviene ciudadano) y del arte (que se vuelve cultura secular). Hay aquí una pérdida (sigo la lógica de Mann): el culto de la cultura y del yo se codifican y se abstraen cada vez más. Para Mann (así como para ciertos críticos del tipo de Luckács) esta pérdida es social, pues no hay manera que con medios culturales (se trata de la exacerbación vanguardista) se reconcilien sociedad e individuo. El arte en tanto cultura pasa a ser asunto de élites.

Este punto es de un pesimismo ambiguo. No hay que olvidar que lo que Mann cuenta en su novela, de manera casi subrepticia, es la biografía de Friedrich Nietzsche. “El sujeto social—explica Lyotard en un contexto similar al de la novela de Mann—parece disolverse en esta diseminación de juegos de lenguaje” (The Postmodern Condition 40). Codificación y abstracción separan para siempre, secularizan de forma radical, los lenguajes, entre ellos el lenguaje del arte. La música del siglo XX (en especial Schönberg) testimonia esta transformación en que “ya no hay metalenguaje universal” (Lyotard).

Estos cambios producen paralelamente angustia y entusiasmo. Leverkünh realiza, en la novela de Mann, un tránsito radical por el infierno de la angustia moderna, y prevé una nueva reconciliación en el futuro. En cierto sentido adivina la legitimación que van a proponer después los postmodernos: “La mayor parte de la gente ha perdido la nostalgia por la narrativa perdida. A eso no lo sigue que se reduzcan a la barbarie. Lo que los salva de ello es el conocimiento de que la legitimación puede surgir únicamente de sus propias prácticas lingüísticas y su interacción comunicacional” (Lyotard 41).

De hecho las vanguardias son domesticadas en variadas e infinitas formas, todas quizá confluentes en la publicidad. La publicidad es, en este sentido, la expresión magnánima de la lógica de la cultura durante el imperio de la armonía como sistema expresivo. ¿Pero hay posibilidades de romper tal lógica cultural? Deleuze propone como de pasada el concepto de grupos polifónicos. Una articulación que bien puede referirse también a Lyotard: “legitimación a partir de las propias prácticas lingüísticas y la (también propia) interacción comunicacional”.

En su bello libro Una vida, Deleuze recurre a una matriz spinoziana en que el concepto de una vida pierde su efecto (su blindada coraza) individual. Una vida (concepto de pluralidad) tiene sentido en el momento del devenir, de la circulación comunicacional en torno a la vida (el ejemplo es el de un hombre muy malo que está en agonía y produce un efecto de desplazamiento vital comunitario). Esto tiene importantes resonancias políticas. “Se trata—explica Deleuze—de invocar las potencias impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha. En este sentido, el Ser mismo es una cuestión política.” (Conversaciones 143-144).

La legitimación no es con el total, ese total que angustiaba tanto a Mann en su novela, y que él refería a la lógica universal del arte secular. La legitimación es mucho más coyuntural y en ella el viejo yo romántico, anquilosado en su mal entendido cartesianismo, da paso a unas etapas de culto y de polifonía fragmentadas. A eso se refiere quizá Deleuze cuando habla de “grupos polifónicos”.

jueves, enero 25, 2007

Dos narraciones naturalistas

Los secuestrados

En Nicaragua los poetas inician sus carreras literarias con concentradas colecciones que alaban la página blanca y la dureza de la escritura. Las poetisas, en cambio, publican de primero poemas eróticos. En esta división del trabajo literario los hombres parecen no saber de su cuerpo y su falo estalla sobre la nada de la poesía. En cambio las mujeres detallan en sus poemas el cuerpo y sus estremecimientos.

Esta división del trabajo, al igual que cualquier otra, no es inocente, y está llena de cortocircuitos. Los hombres vienen a ser esos fabulosos Asesinos en Serie que persiguen por recóndito mandato los cuerpos que las mujeres proclaman.

La página blanca es siempre el escenario de un crimen.

Pero a cierta edad los papeles se invierten. Todo poeta va mostrando cada vez con más ahínco su rabo verde. En cambio las poetisas parecen caer en brazos de la Diosa Blanca. El tiempo de las erecciones esporádicas es en el que los poetas joden de mejor y más variada forma a las musas de carne y hueso. Al menos es lo que dicen. El tiempo de las grasas en el vientre, y las carnes caídas es cuando las poetisas descubren la fantasmagoría de aquellos polvos escriturales. Comprenden que se parecen a los cosméticos. Y que el cosmos universal masculino no es sino una versión embustera del humilde polvo facial.

Es el tiempo en que unos y otros intentan escribir novelas.

La novela es siempre melancolía carnal.

Le pasó todo esto a esta poetisa que ahora está tratando de escribir su primera novela. Primero fueron polvos, abundantes. Ella rasguñaba la página blanca, la teñía con estos fluidos. Vomitaba amor sobre la sábana/página blanca. Todo, hasta las heces, era un universo carnal que no se diferenciaba mucho de la poesía. Pero aquel tiempo feneció con los ovarios cansados.

Hoy la poetisa recibe una visita. Un joven delicado, de unos 28 años (en todo caso, cercano a cumplir los 30). Delgado, alto, cetrino. Parece susurrar cuando habla. Y la poetisa, discreta, toma nota. Él es su próximo personaje. Ella lo hace susurrar. Sorbe el café, tomado con parsimonia en la terraza. (Aquella desde la que se divisa como una gran fondo teatral el Lago de Managua, y Managua, turbulenta, humosa, rasgada aquí y allá por predios vacíos, y parques sucios. Y, hoy que es junio, por esporádicas lloviznas color tierra.) Ella pregunta de vez en cuando.
Todos los polvos han muerto en la comisura de sus labios, marcados un poco por sus ancestros libaneses. Sus pechos, otrora radiantes, se han vuelto modestos, y el trazo con que toma notas los disciplinan sin escándalo, pero con firmeza.

“No soy sólo yo”, dice el joven. “Los secuestrados somos muchos.” La poetisa asiente, y da un sorbo a la taza.
***
Los hombres de mi edad
Los hombres de mi edad son bastante feos. Hoy en la cola del banco, he estado a punto de decirlo, como si mis palabras hubieran sido la orden o la taxonomía que aquellos semejantes míos esperaban, circulando lentamente el uno tras el otro en una sucursal anónima. Pensaba que todos y cada uno de nosotros—casi todos hombres maduros—habíamos escogido esa sucursal del mall, en el día lunes que se iniciaban las vacaciones, por una razón burocrática. Pero burocrática con respecto a nosotros mismos. El impuesto del alma, el moho del corazón, cualquier sandez de esas que remedan los poetas de mi pueblo. Pagarle al alma con transacciones menores en un sitio realmente grande: las únicas que nos sería posible hacer en este lugar.

Había un hombre en especial que era la imagen o el remedo de todos los demás. Andaba con prostatitis o cistitis. Se sostenía de vez en cuando el lugar en que debía tener la vejiga, hacía un gesto de dolor, y pedía que le cuidaran su sitio en la cola, para sentarse por ratos más o menos prolongados. La primera vez que lo vi hacer ese gesto, pensé que estaba con ganas de orinar, y que iba a decir que iba al baño. Vestía bermudas y camiseta. Ropa usada. La camiseta tenía un letrero casi obsceno: “No, no voy a lamerte…” En inglés. Porque a los hombres de mi generación les está permitido vestirse a la gringa, deportivamente.

Era extraño. No había una sola mujer bonita o atractiva en aquella sucursal de banco. O eran demasiado altas, casi gigantescas, con unos culos tan enormes que sonaban a desamparados. O eran de esas flacas que se anclan en las ventanillas para sorber el aire acondicionado mirando a la distancia. O eran viejas. O jóvenes pero rechonchas. No. No musas around. ¿Cómo sería el dolor de aquel hombre con el pelo largo, algo canoso ya, enfurruñado y displicente? De hecho, perineo, colon, próstata y vías urinarias pueden unirse en coro y contrapunto cuando quieren doler, sobre todo si ya te estás poniendo viejo. Pensar esto me daba algo de repelo y preocupación. ¿Había tenido yo esa misma experiencia de ese hombre que sólo podía llamar Anti-prójimo, vocablo pariente de Antifonario?

La cola era larga y de vez en cuando entraban clientes que requerían trato especial. Un hombre en silla de ruedas. Un ciego conducido por su madre. Transacciones de menos de 100 dólares siempre. Salarios comunes que tal vez daban alegría. Yo pensaba en ciegos famosos: Borges. Luego, para distraerme más, en ciegos famosos pero despreciables: Andrea Bocelli, José Feliciano. O músicos de verdad: Stevie, Ray. Nada de eso borraba la impresión sofocante de aquel banco. Algunas mujeres habían llevado a sus crías. Una en especial llamaba una y otra vez a un diablo que respondía al nombre de Fernandito. No, no buen trasero tampoco, sino mera defunción materno-obesa. Requiescat…

El hombre volvía a sentarse. Me tenía que fijar en su entrecejo. De frente era un hombre casi negro, con el pelo sucio y desarreglado.

miércoles, enero 24, 2007

Desesperación

En un recital de poesía más o menos reciente, una escritora nacional leyó un texto poemático en que citaba de manera histriónica a Foucault y Derrida, agitando la cabeza (pues el poema era sobre la desesperación que le provocaba tratar de entender a ambos divos del postestructuralismo). Este inesperado performance me pareció sintomático, y me hizo querer determinar los medios por los que alguien llega a desesperar.

Piénsese, por ejemplo, en las cosas que desesperan nuestro pensamiento, desde el punto de vista de la época. "Ya no hay fundamentos", "los metarrelatos no sirven", "no podemos hablar por los otros", etcétera. Desesperar es, según mi criterio, dar fundamento a la desesperación con base en una mala interpretación. (El caso de la poetisa es útil aquí: ella no había leído a los teóricos, simplemente les temía).

Por ejemplo, la famosa inoperancia de los metarrelatos, que parece derivarse de Lyotard, no es tan desesperada si se lee a Lyotard de manera un poco más cuidadosa. Es asunto de mala lectura, por ejemplo, trasladar el agotamiento de las fundamentaciones del saber a los fundamentos generales del creer. Si no, ni Lyotard mismo creería, como en realidad cree, que “una obra puede volverse moderna solamente si es en primer lugar postmoderna. El postmodernismo así entendido no es modernismo (vanguardismo) en su final sino en estado naciente, y este estado es constante”. (The Postmodern Condition 79).

He aquí una tunda de fundamentos llegados de París. En otras palabras el postmodernismo encarnaría, en las artes, aquella parte del vanguardismo que es disruptivo, dejando del lado esa parte del vanguardismo que encarna la desesperación (es decir, el escepticismo, cuando no el cinismo, y el acomodamiento a la lógica capitalista). Véase también cómo Lyotard pretende luchar contra el pesimismo provocado por la pérdida de legitimidad científica, y se propone un tipo de legitimidad no basada en la performatividad del sistema.

Otro ejemplo es eso de que ya no podemos hablar por los otros, y casi ni siquiera por nosotros mismos porque de alguna manera también (para usar un conclusión dariana) "somos otros" (intelectuales periféricos, o no-notables de la cultura nacional-estatal, o no firmados con Alfaguara u otra editorial de esas hermosas). Pero qué decir, por ejemplo, de estas frases de Deleuze interpretando a Foucault, (que ha venido a convertirse inopinadamente en el Santo Patrono de los que no quieren hablar por nada ni por nadie)? Dice Deleuze:

“Sí, es lógico que la filosofía moderna, que tan lejos ha llevado la crítica de la representación, rechace toda tentativa de hablar en lugar de otros. Cada vez que escuchamos eso de: “nadie puede negar que...”, sabemos que lo que viene después es una patraña o un eslogan. Incluso después de Mayo del 68, era normal que, por ejemplo, en un programa televisivo acerca de las cárceles, se hiciese hablar a todo el mundo –el juez, el vigilante, una visitante, un hombre de la calle–, a todo el mundo excepto a un preso o a un ex–presidiario. Hoy día eso se ha vuelto más difícil, y es una conquista del 68: que todo el mundo hable por cuenta propia. Ello vale también para el intelectual: Foucault decía que el intelectual ha dejado de ser universal para tornarse específico, es decir, que no habla ya en nombre de unos valores universales sino en función de su propia competencia y de su situación (Foucault consideraba que el cambio se había producido cuando los físicos protestaron contra la bomba atómica). Que los médicos no tengan derecho a hablar en nombre de los enfermos, pero que tengan el deber de hablar en cuanto médicos acerca de problemas políticos, jurídicos, industriales, ecológicos, tal es la necesidad de aquellos grupos que se anhelaban en el 68, grupos en los que, por ejemplo, se reunían médicos, enfermos y enfermeros. Grupos polifónicos. (…) Ahora bien, ¿qué quiere decir esto de hablar en nombre propio y no en nombre de otros? No se trata, evidentemente, de que cada cual se enfrente a su hora de la verdad, a sus Memorias o a su psicoanálisis, no se trata de la primera persona. Se trata de invocar las potencias impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha. En este sentido, el Ser mismo es una cuestión política.” (Conversaciones 143-144)

(Entre paréntesis: ¿nos conformaremos con firmar nuestros manifiestos en París, y con un dato entre elegíaco y epónimo referido al glorioso 68? ¿No es esta fijación “postestructural”, que preconiza la moda de París, un derivado modernista de esos por los que han (hemos) suspirado siempre los intelectuales periféricos? Por supuesto, no hay nada nacional ni propio, excepto el derecho al escepticismo.)

Y qué pensar de ese extremismo que desconoce las raíces "griegas" de la filosofía porque quiere colocarse más allá de Occidente? Lo dice Foucault hablando de Deleuze:

“[La actividad de Deleuze] es rigurosamente freudiana. No se dirige, con redoble de tambores, hacia el gran Rechazo de la filosofía occidental; subraya, como de pasada, las negligencias. Señala las interrupciones, las lagunas, los detalles no demasiado importantes que son los dejados a cuenta del discurso filosófico. Manifiesta con cuidado las omisiones apenas perceptibles, sabiendo que allí se desenvuelve el olvido desmesurado.” (Theatrum Philosophicum 17).

De manera parecida Derrida lee en Bataille un “hegelianismo sin reserva”. “Así pues—explica Derrida—, Bataille se ha tomado en serio a Hegel, y el saber absoluto. Y tomarse en serio un sistema así, Bataille lo sabía, implicaba la prohibición de extraer de él conceptos, o de manipular proposiciones aisladas suyas, conseguir efectos trasladando esos conceptos o proposiciones al elemento de un discurso que es extraño a estos.” (“De la economía restringida a la economía general”) Por cierto, desesperar no es tomarse en serio nada. Es puro fatalismo teórico y retórico (y poético, añadiría la poetisa mencionada al comienzo), puro efecto colateral de la globalización.

Se trata precisamente de encontrar esos puntos negligentes, esas interrupciones y lagunas, esos detalles poco importantes en los ídolos del postmodernismo y la teoría crítica: toda la serie parisina atrapada en su provincia. Me preguntas ahora que si no sería mejor dinamitarlos, o hacer lo que hace la mayor parte de nuestros delicados intelectuales que es ningunearlos?

Pero lo mejor es tomarles la palabra. Se trata de no desesperar y leerlos de manera escéptica.

Postdata: El defecto principal de esta anotación quizá sea su provincialismo, su referencia exclusiva a París. Mientras no haya habilidad de hacer una nota parecida, por ejemplo, sobre los estudios culturales en la genealogía que corona (quizá) Raymond Williams, no creo que al acto de "tomar la palabra" tenga sentido verdadero. Y digo "por ejemplo", porque quizá la lección básica de la provincia parisina sea esa de los "grupos polifónicos": una apertura que abarate el yo y resquebraje la monocultivo teórico.

jueves, enero 18, 2007

Tulipán

(Larga nota romántica sobre Cuba.)

"A los veintisiete días de mayo del año setenta
un hombre se sube sobre sus derrotas"
Silvio Rodríguez, "Oda a mi generación"

Estación de tren de Tulipán, Municipio Plaza, día de un año, comienzos de 1991 tal vez. En el puesto de periódicos hay una sola revista de venta, un número reciente de la Revista Casa de las Américas. El vendedor me explica que es una revista muy buscada (es extraño que esa solitaria revista en un puesto de periódicos vacío sea la Muy Buscada) porque aparece en ella el ensayo de Frei Betto sobre “Mística y Socialismo”.

Compro la revista, por un peso probablemente. Pero desde entonces quiero contar un cuento que se llame “Tulipán”, que tenga algo del aire de llegada a la estación mientras vas sentado en las bancas de madera, acompañado de tanta gente. O de la vuelta por estos mismos rieles a la estación de San Antonio de los Baños, como iré hoy con el número tan buscado de la revista. ¿Leo en este viaje las evocaciones y equivocaciones de Betto, quien informa, entre otras cosas que China ha socializado su renta? Probablemente no. Aunque comparto “en última instancia” su postura política, no me interesa tanto encontrar a dios en el camino, entre cañaverales dormidos, siluetas de trabajadores agrícolas, cultivos pobres, trenes rurales. Será la paradoja que dibujó Jiménez frente a mis ojos, en un libro que por casualidad había editado Arte y Literatura, en La Habana: dios deseado y deseante.

A mí me interesa el lado secular de la cuestión. En esta ciudad iba silbando una vez “Lay Lady Lay”, distraído, allá por el cementerio que se divisa en 23 y 12, y casi me atropella un carro. En esta ciudad miré “El Gran Dictador” en la Cinemateca, calle de La Rampa, que es una prolongación nocturna y marina de 23. En esta ciudad miré “Casada con la Mafia” en donde Michelle Pfeiffer sufre muchos atropellos sentimentales. En esta ciudad busqué todos y cada uno de los fantasmas de Paradiso en Prado, acercándome aquello que trovaba Silvio: "tú me recuerdas el prado de los soñadores/ el muro que nos separa del mar si es de noche".

Por ocurrencia teratológica he leído a todos los autores contrarrevolucionarios. Comenzando por las insípidas memorias de Padilla. La cartografía que el Infante dibuja en Tres Tristes Tigres me ha servido también para ir de Miramar a La Habana Vieja. Tarareo cuando puedo “Habana” de Fito Páez. Colecciono cartografías habaneras de Los Van Van y NG La Banda. Protagonizo un rechazo extremo ante la música mediocre de Gloria Estefan y Celia Cruz. El caso Padilla lo sé de memoria, vivo cada uno de los años del “quinquenio gris”. Sufro con la prohibición de Guantanamera (sé que el chiste era un poco obvio, pero hubiera preferido ver esa película en La Habana).

Sin embargo, las preguntas no pueden ser tan superficiales como hasta aquí. Al contrario de procesos contrainsurgentes, con desaparecidos que terminaron en la instauración del neoliberalismo, según la herencia de las dictaduras en Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, lo que se jugó en Cuba fue mucho más radical y mucho más hermoso. Sé que algunos se han adelantado a proclamar que se trata de un “proyecto fallido”, pero quizá lo fundamental sea, más bien, que se trató de un tremendo y límpido fracaso, que desarmó y rearmó la historia del colonialismo, que refiguró cartografías tercermundistas, y contribuyó por redefinir el concepto de lo latinoamericano. Esto es tremendamente fallido, vulnerable, se hace palabra y zozobra, entra al canibalismo de la interpretación: pero no es por eso menos verdad.

Hoy los diarios que creen en la “transparencia informativa” tienen como uno de sus platos fuertes las azarosas aventuras de las tripas de Fidel, lo que trae a la memoria aquel capítulo en que Dostoyevski (tan escatológico como siempre) se recrea en la descomposición del cadáver de un monje, provocando una batalla de sentido en la que el bien y el mal se juegan la moral de aquel hombre. ¿Pero quién es ese hombre?

Me gustaría darle la voz a Silvio, para que lo cante, como de hecho lo hace en las canciones emblemáticas de los años duros: una voz generacional, aterrorizada en parte por una herencia paterna temible (esa del asalto al cuartel Moncada) y por un tiempo utópico que de seguro no iban a poder ver: “Yo no reniego de lo que me toca/ yo no me arrepiento pues no tengo culpa/ pero hubiera querido poderme jugar/ toda la muerte allá en el pasado/ o toda la vida en el porvenir/ que no puedo alcanzar.” Esas temporalidades trágicas que anulan el presente, entre un pasado muy alto y un futuro muy opaco, no son, como podría creerse, ingenuas, o, “ideológicas”. No hay, en este caso, tapujo que oculte “lo real” en total magnitud: “con un pie allá, donde vive la muerte”.

Pero además, esta conciencia de lo real, la penetrante negación que aparece inscrita en la historia, se sabe profundamente discursiva. Sabe que todas las cosas corren a convertirse en palabras, pero sabe también que hay una retroalimentación necesaria con lo real (aunque esto sea tocado únicamente como dolor o síntoma). “Ha pasado que un hombre se convierte en palabras”, y las palabras, como se sabe, son la traducción directa de los cadáveres, su verdadera putrefacción: su disociación, o, como querían los estructuralistas, su división en significado y significante. Los relativistas encuentran aquí la partida del pastel, y la distribución equitativa: todas las interpretaciones son válidas, ya que ellos han llegado al futuro.

El compromiso generacional que ilustran las canciones de Silvio opera esta división pero no es ingenua con respecto a la batalla por el poder de los significados, lo que se llama historia. La historia la harán los otros; la historia, en este sentido, no saldará la brecha entre cadáver (ese de la generación suspendida entre ayer y utopía) y la vida material del futuro. El futuro es el vértigo de la disociación en que “puede ser que su sangre no mueva una astronave”. (En esto, esa generación llamada Silvio es profundamente vallejiana.) Pero el futuro, con su hendidura profunda en el significado, se entrega sin más. Esta convicción es significativa. “Que escriban, pues, la historia, su historia…”.

Más o menos a la izquierda

(Notas para una lectura de las vacaciones. Parcial.)

El programa de crítica postmoderna habla según los siguientes términos: “estos ensayos merecen el calificativo de bestiales porque arremeten a lo bestia contra premisas sagradas del humanismo contemporáneo, tales como el sujeto de conocimiento, el conocimiento mismo, la identidad, la moral, la misión del intelectual, la liberación, el progreso, la ciudadanía, el consenso, la realidad, la verdad, etc. (…) El término “bestial” denota, en suma, un proceder basado en un conjunto de saberes designables como las inhumanidades, a las que han contribuido las filosofías y teologías de la negatividad, el nihilismo, el postestructuralismo, el psicoanálisis, las ciencias del caos, las artes de vanguardia, los nuevos medios de la imagen, el sonido y la información, y otros acontecimientos de la cultura intelectual contemporánea” (Juan Duchesne Winter, Ciudadano insano: ensayos bestiales sobre cultura y literatura. San Juan: Ediciones Callejón, 2001, pp. 13-14).

Esta operación implica dos opciones políticas fundamentales: (1) reconocer el carácter (irreversiblemente) comercial(izable) de todo discurso crítico; (2) aceptar de manera (supuestamente) hedonista la anulación del papel del intelectual crítico. “El discurso crítico—dice Duchesne Winter—queda completamente operacionalizable hoy por el modo de producción hasta el punto en que el llamado intelectual crítico es viable sólo bajo la advocación de su fantasma”. (p. 18). Este fantasma no está hecho de nostalgia, sino que opera según el designio “de asumir la acción de la negatividad como modalidad de vida” (p. 19). Se trata, sin embargo, de un negativismo algo blando, o, por lo menos, encantado. El crítico perforará por medio de su recurrencia a la pose vanguardista un orificio de ingreso inopinado al antiguo campo de la literatura: “La literatura se asume en estos textos, no como “objeto de estudio”, sino como criadero de extrañas entidades del pensamiento y la imaginación. Es decir, la ficción literaria se asume como paisaje de experimentaciones”. (p. 14).

Pero, ¿es irreversible la circulación comercial de la crítica (su indistinción de las operaciones culturales bursátiles), y es orgiástica de verdad la desaparición del intelectual crítico? Las propuestas postmodernas de este estilo dicen muy poco del problema de la necesidad. Ven que la realidad es opaca, aseguran que las interpretaciones son heterogéneas, pero no miden la distancia entre realidad e interpretación. Prefieren “perderse” en las correspondencias (es Baudelaire uno de sus código fuente) que establecen los textos culturales y políticos. Renuncian, en realidad, a una labor que para Marx o Nietzsche era fundamental: establecer qué fuerzas mueven las interpretaciones, entender que necesidad opera tras de determinada hermenéutica.

Todo movimiento vanguardista nace por deseos de transformación social concreta. Aquel impulso es pronto reificado socialmente. Un ejemplo muy a propósito es el de la propia teoría literaria. Explica Said: “a finales de la década de 1960 la teoría literaria se presentaba a sí misma con nuevas reivindicaciones. Creo que no es inexacto decir que los orígenes intelectuales de la teoría literaria en Europa (tuvieron) carácter de insurrección. La universidad tradicional, la hegemonía del determinismo y el positivismo, la reificación del “humanismo” burgués ideológico, las rígidas fronteras entre especialidades académicas: todo ello constituía un conjunto de poderosas respuestas a todo aquello que vinculaba entre sí a los influyentes progenitores de los teóricos de la literatura de hoy día como Saussure, Lukács, Bataille, Lévi-Strauss, Freud, Nietzsche y Marx. La teoría se proponía a sí misma como una síntesis que invalidaba los mezquinos feudos en que se compartimentaba la producción intelectual, y como consecuencia de ello había de esperarse de forma manifiesta que todos los dominios de la actividad humana pudieran contemplarse, y vivirse, como una unidad.” (Edward W. Said. El mundo, el texto y el crítico. (1983). Barcelona: Debate, 2004. pp. 13-14)

Lo que provocó esta llegada de la teoría, es, paradójicamente, una ola anti-intervencionista, que se refugia en el texto: “La teoría literaria estadounidense de finales de la década de 1970 dejó de ser un atrevido movimiento intervencionista que atravesaba las fronteras de la especialización para replegarse en el laberinto de la “textualidad”, arrastrando consigo a los más recientes apóstoles de la revolucionaria textualidad europea—Derrida y Foucault—, cuya canonización y domesticación transatlántica parecían lamentablemente estar animando ellos mismos.” (p. 14).

Said trata de retomar la tesitura radical que debía, según él, mantener la crítica. Esto implica evitar la trampa de la formalización (y formulización) que funciona únicamente hacia dentro del propio sistema que defiende. Said quiere retomar la diferencia más allá de la lógica de reificación: “Si la crítica no es reductible ni a una doctrina ni a una posición política sobre una determinada cuestión, y si ha de estar en el mundo y al mismo tiempo ser consciente de sí, entonces su identidad es su diferencia de otras actividades culturales y de otros sistemas de pensamiento o de método. Con su sospecha hacia los conceptos totalizadores, su descontento ante los objetos reificados, su intolerancia hacia los gremios, los intereses particulares, los feudos imperializados y los hábitos mentales ortodoxos, la crítica es más ella misma y, si se puede permitir la paradoja, más distinta de sí misma en el momento en que empieza a convertirse en dogma organizado” (pp. 46-47).

Por supuesto, es fácil decir que ese lugar total en que la crítica se emancipa, no existe. Es menos fácil afirmar desde dentro de un discurso crítico que se está en el mundo, que se responde a cierta necesidad hermenéutica, y ser, a la vez autocrítico, reconocer unos límites políticos e ideológicos para el discurso propio. Es esta quizá la principal falla pedagógica del posmodernismo como programa crítico. En cambio, se elabora una teoría totalizante de lo fragmentario, acabando así idealmente (de manera idealista) con cualquier teoría del poder (uno de los epicentros del tan invocado trío Marx, Nietzsche, Freud); o elaborando una situacionalidad irónica y cínica de su propia participación en las redes de dominio. No menos dañina resulta la monopolaridad con que a veces actúa, lejos de reconocer que su propia teología no es el único camino de acceso a la verdad.

Particularmente en América Latina, no hay que despreciar, además, el componente geográfico que determina en mucho la posicionalidad más o menos izquierdista (visto que es el componente en última instancia socialista el que me interesa particularmente a mí) de los teóricos. Para una definición de primera mano, y esquemática en suma, hablaría de los países intervenidos y ubicados en el “traspatio” de los Estados Unidos, y cómo esta intervención constante ha modulado el interés de los discursos modernos o modernizantes. Más que los tratados de libre comercio es eso lo que une a países disímiles como Panamá, Cuba, República Dominicana, Guatemala o Nicaragua.

Duchesne es de nuevo útil aquí, por la agudeza con que plantea, limitándose a países clave del Caribe que la literatura “cubana vive el drama de tomarse demasiado en serio su historia nacional… A su vez…, la literatura dominicana se entretiene con la paradoja de una eminente insignificación histórica… Sin embargo, la literatura puertorriqueña asume la increíble frivolidad de la historia nacional como método creativo…” (20-21). Probablemente, en Nicaragua vivamos a la vez estas tres tesituras de manera esquizofrénica, todo gracias a la revolución sandinista, que activó a la vez el nacionalismo y el imperialismo. No hay postmodernismo sin revolución.

Una tesis probable sería, pues, que la posicionalidad geográfica (en donde opera la historia con hechos concretos: ingreso de los subalternos al escenario de lo nacional, intervencionismo imperial, incongruencias ideológicas de los intelectuales y el Estado, etc.) determina no la radicalidad de un programa crítico, sino su modulación política. En dependencia de que tan insignificante, frívola o dramática se considere la historia nacional, así se será más o menos “posmoderno”.

En dependencia de a dónde apunte tal selección, hacia donde se oriente el interés político (por ejemplo, evitando a toda costa un juicio crítico sobre el neoliberalismo; anulando la presencia imperial; reservando las críticas para el Estado, dejando intacta a la “ciudad letrada”; descubriendo el silencio pero no la actividad política de los grupos subalternos), se ubicará uno más o menos a la izquierda.

lunes, enero 15, 2007

Casos de Oligarquía (Plan para un libro)


“Estudia a los intelectuales periféricos
Ellos te enseñarán verás
cómo confunden filosofía y sociedad, análisis y creencia verás que
para ellos Freud es neurótico y Marx capitalista y Nietzsche nihilista.
Están preparándose para engendrar un Lenin.”
Pável Carías


Por los años sesenta del siglo XX, digamos, entra la clase media al escenario de la cultura nacional, y qué dice?: “el Museo de Cera de la Literatura Nacional” (Beltrán Morales); Ernesto Cardenal “es un disidente de su clase” (Iván Uriarte); “la cultura que alentó la clase dominante en Nicaragua hasta el 19 de julio de 1979 es un proyecto histórico fracasado” (Sergio Ramírez).

Las tres frases se entrelazan lógicamente: la cultura nacional es una ficción establecida por la oligarquía, de la que “el pueblo” ha recuperado voces magistrales (de ahí la necesidad de que Cardenal pase a la siguiente etapa, luego de su “disidencia de clase”). Este recupere se hace sobre la ruina del “proyecto histórico fracasado”.

Ahora vemos el cariz profundamente ideológico de aquella marcha triunfal de la clase media: exceptuando la turbulenta entrada al Museo de Cera, lo demás no se sostiene desde ninguna fe. Al contrario, remozar el museo, saldar cuentas con aquella “traición”, alentar el proyecto de la clase dominante, son tareas comunes y corrientes de los intelectuales en nuestros días. Fue toda una “generación traicionada” la que patrocinaba aquella entrada al Museo.

Sin embargo, no es observando “el cariz profundamente ideológico” de aquella tentativa clasemediera que se puede profundizar en los terrenos de los casos de oligarquía. Por desgracia, el esquematismo sigue dominando estos terrenos. Una reciente definición de oligarquía lo demuestra: “instrumento o voluntad de poder de la élite gobernante, dominante y dirigente” (Orlando Núñez, La oligarquía en Nicaragua, p. 33). Pero, esta “voluntad de poder” es interpretada de manera monista, y si es internalizada es solamente “desde abajo” (en los terrenos de las clases subordinadas) y como versión negativa, falsa conciencia, servidumbre.

Pero la oligarquía no funda un Museo de Cera porque sí, ni “traiciona a su clase” porque le da la gana, ni justifica “proyectos históricos fracasados” sólo por alarde. La “oligarquía” sólo puede lograr esas maniobras desde el ojo que la ve, que la ayuda a fundarse contemplándola: la clase media intelectual. (Por cierto, los “notables” no se han percatado de esta maniobra victoriosa.) Es la historia y el mundo (ese cuya analogía micro es la nación) el que se ha vuelto un Museo de Cera, y ese el gran descubrimiento de las generaciones de los 60s. Descubrimiento cuya sentimentalidad equivale a decir que es la clase media la única que puede sentir a la “oligarquía”, y sentirla sobre todo como un hecho cultural.

Lo que llamamos “oligarquía”, en su versión letrada, tiene varios impedimentos que distorsionan al mundo. Uno es su absoluta sordera para la música. Un día, en el patio del Colegio Centroamérica, están Coronel y Cardenal, ambos sordos para la música, escuchando a Carlos Martínez Rivas tocar y cantar un bolero de Agustín Lara. El secreto es que no pueden escuchar nada, ni el bolero ni la guitarra, que tienen que decir algo pero no pueden. Porque para lograr ese gusto “pop” avant la lettre se necesitan otros jugos sentimentales.

En resumen, la “oligarquía” puede hacer pintar primitivismos a la clase subordinada pero no puede adquirir un gusto “pop” por los Museos de Cera. A eso se reduce, según mi criterio, el pleito “revolucionario” por los talleres de poesía.