martes, febrero 27, 2007

Pequeña historia del valor estético

A la memoria no siempre grata de JCU

La Traviata
Antes del “cine del barrio de la humanidad” estuve conminado al Margot, en la ciudad de Matagalpa. Miré ahí casi todo el cine preciado de tal, “estético” y tremebundo. Una noche pusieron la versión filmada de la ópera de Verdi, “La Traviata”, y el cine casi se cae por los gritos del público que furioso y corrompido pudo callar por fin al cinematógrafo pervertido. Para mí, que todo esto quiere confluir en una moraleja sobre los valores estéticos.

Elliott en casa
Y la forma que tiene Elliott de estar en casa, es otra. Tengo todos sus discos, algunos ya dejaron de gustarme, o gravitan, giran, se estrechan mientras vuelven. Me han dejado como tarea memorizar "Tradition and the Individual Talent", pero es imposible. La chica dice que incluso los artefactos de uso sexual (consoladores o toyz) tienen un aura de valor estético (Cf. This is not a Test, track 9). Y que por qué mejor no discutimos el sentido que valor puede tener cuando es adjetivado con esa connotación capitalista-sexual?


El Valle
Reyes pensaba una Grecia Mexicana en el Valle. Esto es un problema postcolonial que consiste en que el sujeto europeo se cuela siempre en vuestras fábulas de identidad. Precisamente, habrá que ceñir “El Valle”, poema de E.M.S., a esa fábula. Si no, no se da cuenta plena de sus significados. Lo metapoético no es sino la rendija por donde entra el Hombre Europeo transfigurado por la estética universal a un escenario marginal. Casi La Traviata cantada en un cine popular.

Media clase
Residencia en la tierra de San Tranquilino, donde las toronjas son más dulces. Me dediqué dos años a preguntarle a la clase media latinoamericana: Y Ud. qué piensa, cuál es el disco de Los Beatles más importante? Siempre ganaba Abbey Road, sobre todo entre sudamericanos. Y yo respiraba tranquilo, pues el universo quedaba de nuevo ordenado según su jerarquía.

Historia reciente
Pasé dos años leyendo a los autobiógrafos centroamericanos. No son ellos menos complicados que los poetas, lo que me hace pensar en la volubilidad de los valores estéticos. ¿Cómo creer en la transfiguración de la mariposa sin saber que la doméstica de Eunice Odio fue despedida? ¿Cómo perorar sobre exteriorismo sin saber que Coronel perdió su padre a los cuatro años, lo que implicó la clausura de una conversación? ¿Cómo no notar que las sirvientas de Cardoza y Aragón empapelaban las paredes con fotos de actores de telenovelas?

New Age
Pero cuando volví al mundo, las librerías estaban compuestas de libros de autoayuda y de “nueva era”. No he hecho desde entonces otra cosa que leer esos libros para saber respirar, para reparar el futuro, orgasmizar el presente, seducir al crepúsculo, retornar a la serena intrascendencia de la estrella de mar. Me siento casi como un poeta puro.

jueves, febrero 22, 2007

APOLO 13 (Ron Howard, 1995)

Una crítica anacrónica

“La tierra es un satélite de la luna”. Leonel Rugama

El programa espacial de la NASA es criticable por muchas razones. ¿Por qué exportar al espacio el sentido de propiedad, el nacionalismo, el racionalismo, la basura y los límites culturales de la clase media? Por supuesto, la pregunta es retórica dos veces.

1.) Porque la carrera espacial no estaba basada en una presencia real de la clase media. Si no que la clase media y sus valores, funciona aquí como artefacto ideológico básico, de los reducidos grupos de poder que pudieron llevar a cabo semejante disparate llamado carrera espacial. (Disparate que, se dirá, ha dejado algunas importantes conquistas científicas. Bien puede ser.)

2) Porque la película de Howard pretende ser tomada bajo esos principios “nacionales” de la clase media y del show televisivo; la historización barata que no elude el historicismo dogmático; el nacionalismo estadounidense que quiere ser tomado como “lo humano universal”. Esta película posee, en efecto, un dogmático sentido de “realismo capitalista” (de ahí las lecturas denotativas, al estilo de la de Roger Ebert, sobre la gran hazaña que fue la carrera espacial,), y glorifica esas operaciones, con tonos de drama familiar nacional.

Tom Hanks era, por aquella época (los 90s) el icono de la fortuna heroica del capitalismo triunfante. Después engordó.

miércoles, febrero 14, 2007

Dime cómo me arranco

Con Rubén en los audífonos

Soy un adoctrinado latinoamericano, del tiempo cuando en San Tranquilino hacía mi autorretrato con cámaras M-3, luces 1,000 (luces 1,000 tiradas al piso para provocar efectos expresionistas), actores, fantasmas que brotaban de las ceibas y baobabs.

Hoy vengo en mi rutinario viaje al lado de los posmodernos: la chica, el chico. El tararea primero, escuchando la radio más culo de Nicaragua, Romántica 95.5 FM. Ella tararea después. Entonces yo saco mis audífonos: los compré en 1983, exactamente para escuchar un disco que se llamaba Salvo el crepúsculo por un tal señor Cortázar.

Pero lo que sale, por supuesto, es Rubén Blades en aquel año tremendo de 1978. La producción, señor, es impecable. Y Rubén (quién se ocupa en llamar Rubén a Darío? quién se ocupa siquiera de decirle RD a Darío? Eso, señores, es cursilería nacional: el único Rubén realmente vivo es Blades, el único RD vital es Roque Dalton) canta aquí mejor que nunca. Y la textura, señor, es de asombro. Quién sino Chic habría imaginado la entradita que le ponen a Plástico? Quién sino un arquitecto melancólico en el sendero cinematográfico neoyorkino para imaginar esa ciudad “donde nadie ríe, donde nadie llora”?

Esto es José Martí en back to the future. “Estudia, trabaja y sé gente primero”, “una raza unida, la que Bolívar soñó”. Esto es para carcajearse, y anular para siempre (fenómeno auditivo que le agradeceré siempre a Radio Shack) a estos jóvenes posmo que le mueven el culo a Shakira. Y el contexto da para reír todavía más: Chávez, Evo, la “Latinoamérica unida” que invoca una vez más Rubén.

Luego del son montuno Buscando guayaba, no queda de otra que ceder al intercambio de Pedro por Pedro, Navaja en vez de Páramo (por cierto, Navaja resucita en otro disco de Rubén, y entona uno de mis versos favoritos: y estos novatos que creen/ si este es mi barrio). La mixtura ideológica del barrio y NY es sugestiva: hay una banda sonora de barrio puertorricopanameño superpuesta a las sirenas espectacularmente urbanas y al ruido del carro que “todos saben que es policía”. (No olvidaré que al final de Plástico aparece ese grito de Nicaragua sin Somoza seguido casi inmediatamente por el grito a favor del Barrio. En Mundo (disco de Blades de 2002) el barrio es una cosa más tierna y melancólica: “nunca olivaremos… Domingos en los barrios, la calle, con su olor”. No tan fuera de contexto ese gran y apasionado verso de Fito Páez: “En el cine del barrio de la humanidad/ mirando lo que el viento nunca se llevó”).

Lo cual me lleva para atrás al montuno de Buscando guayaba en que la búsqueda del amor está condenada por unas imágenes festivas, apaciguadas pero no menos líricas. Qué queda al otro lado de NY sino el sendero que lleva al monte, a la guayaba mítica que no deserta ante la “casa dorada”?. Qué ocupados estarían nuestros poetas nacionales que no han notado las posibilidades retóricas y espectacularmente líricas (es que han escuchado ese piano?) del son montuno incrustado en la casa de oro del capitalismo?

Recuerdo que a los 18 años llegué a Santa Clara (en las Segovias, no en Cuba, aunque dos patrias tenga yo) y me dije: esto es Vietnam. Había 1000 o 1200 jóvenes gritando aquí, allá el yankee morirá, armados con AKM 47. No lo era, pero parecía. Mi otro gran recuerdo de esos días es haber escuchado en los altoparlantes de la escuela militar la historia del padre Antonio y su monaguillo Andrés. En Tiburón (que es Spielberg desenmascarado, más o menos), Rubén lo decía de manera más decidida: pa´que no se trague a nuestra hermana El Salvador. Me asombra, por eso, que algunos jóvenes intelectuales de hoy salgan diciendo que en los 80s “estuvimos cerrados al mundo”, lo cual no es más que otra cursilería de las que se compran en baratillo hoy por el mundo.

Pero María Leoncia (la santa alternativa que cuida a Venezuela) me hace percatarme que algo del hip-hop, mejor digamos todavía el funk como sonido urbano, se cuela en esta elegía, mientras arranca el track de los Ojos de esperanza, que es la continuación por otros medios, medios de esperanza, de Plástico. Llegando a la altura del 7 sur, voy escuchando aquello de dime cómo me arranco del alma esta pena de amor. Mis jóvenes acompañantes siguen tarareando la estupidez para nada cándida de un grupo que se hace llamar RBD (significa “Rebelde”, para ilustrar la devaluación en que puede caer el lenguaje), y yo pienso que uno debe querer sin más su propia retórica: dime cómo me arranco, no es más que un gesto de confirmación. Dado que tengo que bajarme del bus, me quito los audífonos y aprovecho para recordarles a mis acompañantes que el plástico se derrite si le da de lleno el sol. Ellos me miran con una mirada entre hipnótica y boba.

lunes, febrero 12, 2007

Exceptos diseminados

Notas de diario
(...)
12 de mayo de 2006
Viernes. Milagros únicos y aislados. Un roble amarillo, el ronroneo de los Beatles—esas bestias intercambiables que suman el punto de lo sublime y la mercancía—, los hijitos en la madrugada…

20 de mayo
Mayo alfombra de flores. Cielos poblados.
La espina bífida del día. Y el día que salta hecho pájaro.

28 de mayo
Domingo hirviente de humedad. Leo Una introducción a la teoría literaria de Terry Eagleton.
Llevo una silla al patio, me siento como el rey de las flores; los guardianes chapulines rojo-quemado sobre las hojas, agrupados, gregarios, creciendo más que el universo.
(...)

2 de junio
Todos mis diarios—los excavados, los desaparecidos, los humillados en el cuaderno, los corporales, vecinales, vendidos, los heliotropos—han sido poesía.
Con excepciones: algunos sistemas se han impuesto, han susurrado algo perverso, desvaído, abstracto o vulgar.
Todos mis diarios han sido excepciones. Excepto. Esa es la palabra titular. Excepto.
Todos mis diarios no han podido ser poesía, por todos esos exceptos diseminados.

3 de junio
Sábado. Amenazas de lluvia, efecto de caldera húmeda entre el cielo y la tierra. Remotos truenos. Temor de temblores. Sueños sin sueños.
(...)
El fascismo como vértigo interior.

4 de junio
Todas esas dudas de la edad madura. Era mi cuerpo demasiado anfibio? (...)

11 de junio
Domingo de noche. No has sentido la contradictoria sensación del que escribe: avergonzado, curioso, alejado.

12 de junio
Después del trabajo. Dolor en el omoplato y los músculos de la región del cuello, quizá efecto del uso de esta laptop, agravado por el enfriamiento del aire acondicionado. Estoy sin analgésicos. Escucho Plastic Ono Band (adquirido quizá en octubre en la tienda de Squirrell Hill), me asienta bien: tareas, infinitos, pesos, familias.

14 de junio
Noche. Llueve a tendaladas. Me cae mal la lluvia, el ruido que hace en el zinc, la confusión que trae. Además, es una lluvia demasiado agresiva para la época del año. No me deja escuchar la música. Y estoy algo confundido también entre lo que quiero hacer y lo que creo que debo.
Músicas del día: Sign O The Times by Prince.
Ahora unos estúpidos truenos.
18 de junio
Domingo de noche. Deseos de escribir algo que tuviera la textura de ese disco de Dylan (el de 2001).
Esto va para mi novela. Supongo que Norberto Palacios, criatura viscosa, debe tener una hipotética biografía similar a la mía. Un Servicio Militar observando algo impávido a la clase militar. Viajes al cine. Lecturas. Por supuesto, Palacios no es de los secuestrados.

Domingo 2 de julio
De nuevo el dolor de cabeza ligero y sobre los ojos. Elian Elias, piano. Tarde de domingo luminocalurosa. Aunque de vez en cuando nubes que corren y se derraman. Ayer era la derrota de Brasil ante Francia, en el Mundial. Recuerdo la derrota de Francia ante Alemania, en el 82, por penales, creo. But I was so much older then...

Sábado 12 de agosto
Escuchaba, digamos, esa genial canción que abre Music of My Mind. Reunía, digamos, Changesbowie, Magical and Mistery Tour, Peace Beyond Passion y Parade sobre la mesa.
Quiero hacer un seminario de crítica literaria latinoamericana, el proyecto vino de súbito como una inspiración.
(...)
Bajan nubes de humedad y nos envuelven, en la superficie de ellas van las moscas haciendo el amor.

21 de septiembre
Me caracterizo por sumirme en crisis profundas, en donde mis creencias se vuelven puras piedras. Valle Caliente del Western.
Me caracterizo por ser rutinario.
Me caracterizo por no.
Pero me caracterizo, sin embargo.

lunes, enero 29, 2007

Grupos polifónicos

En Doctor Faustus, Thomas Mann (el viejo tío Tom) hacía la división entre tiempos de culto (asociados con la polifonía), y tiempos de cultura (vinculados con la armonía). Uno de los dilemas de Leverkünh, en su agitada vida de compositor, es, precisamente cómo, con los medios de la cultura (el “yoísmo” de los recientes siglos) podía lograr un efecto (aunque fuera fantasmagórico) de culto (reconciliación con el total).

El culto, tal como lo entiende Mann, está asociado con el Renacimiento, y, probablemente mucho más, con la Edad Clásica, que dicen los franceses, y que debe entenderse como Edad Barroca. En la polifonía no hay una subordinación a la melodía sino contrapunto: líneas que corren juntas interrelacionadas pero que parecieran cuestionar las jerarquías. Este orden es eclesial; el arte todo, la técnica y la subjetividad del artista están sometidos a la lógica del culto.

La armonía—con su subordinación a la línea melódica (es Beethoven el héroe aquí, según la novela de Mann), con el asentamiento definitivo de los modos mayores y menores—resulta un producción burguesa típica (quitándole a burguesa su sentido peyorativo, y dejándola en su más desnudo significado de época). Armonía y exacerbación del yo romántico son casi una tautología.

Esto implica una doble secularidad: del individuo (que deviene ciudadano) y del arte (que se vuelve cultura secular). Hay aquí una pérdida (sigo la lógica de Mann): el culto de la cultura y del yo se codifican y se abstraen cada vez más. Para Mann (así como para ciertos críticos del tipo de Luckács) esta pérdida es social, pues no hay manera que con medios culturales (se trata de la exacerbación vanguardista) se reconcilien sociedad e individuo. El arte en tanto cultura pasa a ser asunto de élites.

Este punto es de un pesimismo ambiguo. No hay que olvidar que lo que Mann cuenta en su novela, de manera casi subrepticia, es la biografía de Friedrich Nietzsche. “El sujeto social—explica Lyotard en un contexto similar al de la novela de Mann—parece disolverse en esta diseminación de juegos de lenguaje” (The Postmodern Condition 40). Codificación y abstracción separan para siempre, secularizan de forma radical, los lenguajes, entre ellos el lenguaje del arte. La música del siglo XX (en especial Schönberg) testimonia esta transformación en que “ya no hay metalenguaje universal” (Lyotard).

Estos cambios producen paralelamente angustia y entusiasmo. Leverkünh realiza, en la novela de Mann, un tránsito radical por el infierno de la angustia moderna, y prevé una nueva reconciliación en el futuro. En cierto sentido adivina la legitimación que van a proponer después los postmodernos: “La mayor parte de la gente ha perdido la nostalgia por la narrativa perdida. A eso no lo sigue que se reduzcan a la barbarie. Lo que los salva de ello es el conocimiento de que la legitimación puede surgir únicamente de sus propias prácticas lingüísticas y su interacción comunicacional” (Lyotard 41).

De hecho las vanguardias son domesticadas en variadas e infinitas formas, todas quizá confluentes en la publicidad. La publicidad es, en este sentido, la expresión magnánima de la lógica de la cultura durante el imperio de la armonía como sistema expresivo. ¿Pero hay posibilidades de romper tal lógica cultural? Deleuze propone como de pasada el concepto de grupos polifónicos. Una articulación que bien puede referirse también a Lyotard: “legitimación a partir de las propias prácticas lingüísticas y la (también propia) interacción comunicacional”.

En su bello libro Una vida, Deleuze recurre a una matriz spinoziana en que el concepto de una vida pierde su efecto (su blindada coraza) individual. Una vida (concepto de pluralidad) tiene sentido en el momento del devenir, de la circulación comunicacional en torno a la vida (el ejemplo es el de un hombre muy malo que está en agonía y produce un efecto de desplazamiento vital comunitario). Esto tiene importantes resonancias políticas. “Se trata—explica Deleuze—de invocar las potencias impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha. En este sentido, el Ser mismo es una cuestión política.” (Conversaciones 143-144).

La legitimación no es con el total, ese total que angustiaba tanto a Mann en su novela, y que él refería a la lógica universal del arte secular. La legitimación es mucho más coyuntural y en ella el viejo yo romántico, anquilosado en su mal entendido cartesianismo, da paso a unas etapas de culto y de polifonía fragmentadas. A eso se refiere quizá Deleuze cuando habla de “grupos polifónicos”.

jueves, enero 25, 2007

Dos narraciones naturalistas

Los secuestrados

En Nicaragua los poetas inician sus carreras literarias con concentradas colecciones que alaban la página blanca y la dureza de la escritura. Las poetisas, en cambio, publican de primero poemas eróticos. En esta división del trabajo literario los hombres parecen no saber de su cuerpo y su falo estalla sobre la nada de la poesía. En cambio las mujeres detallan en sus poemas el cuerpo y sus estremecimientos.

Esta división del trabajo, al igual que cualquier otra, no es inocente, y está llena de cortocircuitos. Los hombres vienen a ser esos fabulosos Asesinos en Serie que persiguen por recóndito mandato los cuerpos que las mujeres proclaman.

La página blanca es siempre el escenario de un crimen.

Pero a cierta edad los papeles se invierten. Todo poeta va mostrando cada vez con más ahínco su rabo verde. En cambio las poetisas parecen caer en brazos de la Diosa Blanca. El tiempo de las erecciones esporádicas es en el que los poetas joden de mejor y más variada forma a las musas de carne y hueso. Al menos es lo que dicen. El tiempo de las grasas en el vientre, y las carnes caídas es cuando las poetisas descubren la fantasmagoría de aquellos polvos escriturales. Comprenden que se parecen a los cosméticos. Y que el cosmos universal masculino no es sino una versión embustera del humilde polvo facial.

Es el tiempo en que unos y otros intentan escribir novelas.

La novela es siempre melancolía carnal.

Le pasó todo esto a esta poetisa que ahora está tratando de escribir su primera novela. Primero fueron polvos, abundantes. Ella rasguñaba la página blanca, la teñía con estos fluidos. Vomitaba amor sobre la sábana/página blanca. Todo, hasta las heces, era un universo carnal que no se diferenciaba mucho de la poesía. Pero aquel tiempo feneció con los ovarios cansados.

Hoy la poetisa recibe una visita. Un joven delicado, de unos 28 años (en todo caso, cercano a cumplir los 30). Delgado, alto, cetrino. Parece susurrar cuando habla. Y la poetisa, discreta, toma nota. Él es su próximo personaje. Ella lo hace susurrar. Sorbe el café, tomado con parsimonia en la terraza. (Aquella desde la que se divisa como una gran fondo teatral el Lago de Managua, y Managua, turbulenta, humosa, rasgada aquí y allá por predios vacíos, y parques sucios. Y, hoy que es junio, por esporádicas lloviznas color tierra.) Ella pregunta de vez en cuando.
Todos los polvos han muerto en la comisura de sus labios, marcados un poco por sus ancestros libaneses. Sus pechos, otrora radiantes, se han vuelto modestos, y el trazo con que toma notas los disciplinan sin escándalo, pero con firmeza.

“No soy sólo yo”, dice el joven. “Los secuestrados somos muchos.” La poetisa asiente, y da un sorbo a la taza.
***
Los hombres de mi edad
Los hombres de mi edad son bastante feos. Hoy en la cola del banco, he estado a punto de decirlo, como si mis palabras hubieran sido la orden o la taxonomía que aquellos semejantes míos esperaban, circulando lentamente el uno tras el otro en una sucursal anónima. Pensaba que todos y cada uno de nosotros—casi todos hombres maduros—habíamos escogido esa sucursal del mall, en el día lunes que se iniciaban las vacaciones, por una razón burocrática. Pero burocrática con respecto a nosotros mismos. El impuesto del alma, el moho del corazón, cualquier sandez de esas que remedan los poetas de mi pueblo. Pagarle al alma con transacciones menores en un sitio realmente grande: las únicas que nos sería posible hacer en este lugar.

Había un hombre en especial que era la imagen o el remedo de todos los demás. Andaba con prostatitis o cistitis. Se sostenía de vez en cuando el lugar en que debía tener la vejiga, hacía un gesto de dolor, y pedía que le cuidaran su sitio en la cola, para sentarse por ratos más o menos prolongados. La primera vez que lo vi hacer ese gesto, pensé que estaba con ganas de orinar, y que iba a decir que iba al baño. Vestía bermudas y camiseta. Ropa usada. La camiseta tenía un letrero casi obsceno: “No, no voy a lamerte…” En inglés. Porque a los hombres de mi generación les está permitido vestirse a la gringa, deportivamente.

Era extraño. No había una sola mujer bonita o atractiva en aquella sucursal de banco. O eran demasiado altas, casi gigantescas, con unos culos tan enormes que sonaban a desamparados. O eran de esas flacas que se anclan en las ventanillas para sorber el aire acondicionado mirando a la distancia. O eran viejas. O jóvenes pero rechonchas. No. No musas around. ¿Cómo sería el dolor de aquel hombre con el pelo largo, algo canoso ya, enfurruñado y displicente? De hecho, perineo, colon, próstata y vías urinarias pueden unirse en coro y contrapunto cuando quieren doler, sobre todo si ya te estás poniendo viejo. Pensar esto me daba algo de repelo y preocupación. ¿Había tenido yo esa misma experiencia de ese hombre que sólo podía llamar Anti-prójimo, vocablo pariente de Antifonario?

La cola era larga y de vez en cuando entraban clientes que requerían trato especial. Un hombre en silla de ruedas. Un ciego conducido por su madre. Transacciones de menos de 100 dólares siempre. Salarios comunes que tal vez daban alegría. Yo pensaba en ciegos famosos: Borges. Luego, para distraerme más, en ciegos famosos pero despreciables: Andrea Bocelli, José Feliciano. O músicos de verdad: Stevie, Ray. Nada de eso borraba la impresión sofocante de aquel banco. Algunas mujeres habían llevado a sus crías. Una en especial llamaba una y otra vez a un diablo que respondía al nombre de Fernandito. No, no buen trasero tampoco, sino mera defunción materno-obesa. Requiescat…

El hombre volvía a sentarse. Me tenía que fijar en su entrecejo. De frente era un hombre casi negro, con el pelo sucio y desarreglado.

miércoles, enero 24, 2007

Desesperación

En un recital de poesía más o menos reciente, una escritora nacional leyó un texto poemático en que citaba de manera histriónica a Foucault y Derrida, agitando la cabeza (pues el poema era sobre la desesperación que le provocaba tratar de entender a ambos divos del postestructuralismo). Este inesperado performance me pareció sintomático, y me hizo querer determinar los medios por los que alguien llega a desesperar.

Piénsese, por ejemplo, en las cosas que desesperan nuestro pensamiento, desde el punto de vista de la época. "Ya no hay fundamentos", "los metarrelatos no sirven", "no podemos hablar por los otros", etcétera. Desesperar es, según mi criterio, dar fundamento a la desesperación con base en una mala interpretación. (El caso de la poetisa es útil aquí: ella no había leído a los teóricos, simplemente les temía).

Por ejemplo, la famosa inoperancia de los metarrelatos, que parece derivarse de Lyotard, no es tan desesperada si se lee a Lyotard de manera un poco más cuidadosa. Es asunto de mala lectura, por ejemplo, trasladar el agotamiento de las fundamentaciones del saber a los fundamentos generales del creer. Si no, ni Lyotard mismo creería, como en realidad cree, que “una obra puede volverse moderna solamente si es en primer lugar postmoderna. El postmodernismo así entendido no es modernismo (vanguardismo) en su final sino en estado naciente, y este estado es constante”. (The Postmodern Condition 79).

He aquí una tunda de fundamentos llegados de París. En otras palabras el postmodernismo encarnaría, en las artes, aquella parte del vanguardismo que es disruptivo, dejando del lado esa parte del vanguardismo que encarna la desesperación (es decir, el escepticismo, cuando no el cinismo, y el acomodamiento a la lógica capitalista). Véase también cómo Lyotard pretende luchar contra el pesimismo provocado por la pérdida de legitimidad científica, y se propone un tipo de legitimidad no basada en la performatividad del sistema.

Otro ejemplo es eso de que ya no podemos hablar por los otros, y casi ni siquiera por nosotros mismos porque de alguna manera también (para usar un conclusión dariana) "somos otros" (intelectuales periféricos, o no-notables de la cultura nacional-estatal, o no firmados con Alfaguara u otra editorial de esas hermosas). Pero qué decir, por ejemplo, de estas frases de Deleuze interpretando a Foucault, (que ha venido a convertirse inopinadamente en el Santo Patrono de los que no quieren hablar por nada ni por nadie)? Dice Deleuze:

“Sí, es lógico que la filosofía moderna, que tan lejos ha llevado la crítica de la representación, rechace toda tentativa de hablar en lugar de otros. Cada vez que escuchamos eso de: “nadie puede negar que...”, sabemos que lo que viene después es una patraña o un eslogan. Incluso después de Mayo del 68, era normal que, por ejemplo, en un programa televisivo acerca de las cárceles, se hiciese hablar a todo el mundo –el juez, el vigilante, una visitante, un hombre de la calle–, a todo el mundo excepto a un preso o a un ex–presidiario. Hoy día eso se ha vuelto más difícil, y es una conquista del 68: que todo el mundo hable por cuenta propia. Ello vale también para el intelectual: Foucault decía que el intelectual ha dejado de ser universal para tornarse específico, es decir, que no habla ya en nombre de unos valores universales sino en función de su propia competencia y de su situación (Foucault consideraba que el cambio se había producido cuando los físicos protestaron contra la bomba atómica). Que los médicos no tengan derecho a hablar en nombre de los enfermos, pero que tengan el deber de hablar en cuanto médicos acerca de problemas políticos, jurídicos, industriales, ecológicos, tal es la necesidad de aquellos grupos que se anhelaban en el 68, grupos en los que, por ejemplo, se reunían médicos, enfermos y enfermeros. Grupos polifónicos. (…) Ahora bien, ¿qué quiere decir esto de hablar en nombre propio y no en nombre de otros? No se trata, evidentemente, de que cada cual se enfrente a su hora de la verdad, a sus Memorias o a su psicoanálisis, no se trata de la primera persona. Se trata de invocar las potencias impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha. En este sentido, el Ser mismo es una cuestión política.” (Conversaciones 143-144)

(Entre paréntesis: ¿nos conformaremos con firmar nuestros manifiestos en París, y con un dato entre elegíaco y epónimo referido al glorioso 68? ¿No es esta fijación “postestructural”, que preconiza la moda de París, un derivado modernista de esos por los que han (hemos) suspirado siempre los intelectuales periféricos? Por supuesto, no hay nada nacional ni propio, excepto el derecho al escepticismo.)

Y qué pensar de ese extremismo que desconoce las raíces "griegas" de la filosofía porque quiere colocarse más allá de Occidente? Lo dice Foucault hablando de Deleuze:

“[La actividad de Deleuze] es rigurosamente freudiana. No se dirige, con redoble de tambores, hacia el gran Rechazo de la filosofía occidental; subraya, como de pasada, las negligencias. Señala las interrupciones, las lagunas, los detalles no demasiado importantes que son los dejados a cuenta del discurso filosófico. Manifiesta con cuidado las omisiones apenas perceptibles, sabiendo que allí se desenvuelve el olvido desmesurado.” (Theatrum Philosophicum 17).

De manera parecida Derrida lee en Bataille un “hegelianismo sin reserva”. “Así pues—explica Derrida—, Bataille se ha tomado en serio a Hegel, y el saber absoluto. Y tomarse en serio un sistema así, Bataille lo sabía, implicaba la prohibición de extraer de él conceptos, o de manipular proposiciones aisladas suyas, conseguir efectos trasladando esos conceptos o proposiciones al elemento de un discurso que es extraño a estos.” (“De la economía restringida a la economía general”) Por cierto, desesperar no es tomarse en serio nada. Es puro fatalismo teórico y retórico (y poético, añadiría la poetisa mencionada al comienzo), puro efecto colateral de la globalización.

Se trata precisamente de encontrar esos puntos negligentes, esas interrupciones y lagunas, esos detalles poco importantes en los ídolos del postmodernismo y la teoría crítica: toda la serie parisina atrapada en su provincia. Me preguntas ahora que si no sería mejor dinamitarlos, o hacer lo que hace la mayor parte de nuestros delicados intelectuales que es ningunearlos?

Pero lo mejor es tomarles la palabra. Se trata de no desesperar y leerlos de manera escéptica.

Postdata: El defecto principal de esta anotación quizá sea su provincialismo, su referencia exclusiva a París. Mientras no haya habilidad de hacer una nota parecida, por ejemplo, sobre los estudios culturales en la genealogía que corona (quizá) Raymond Williams, no creo que al acto de "tomar la palabra" tenga sentido verdadero. Y digo "por ejemplo", porque quizá la lección básica de la provincia parisina sea esa de los "grupos polifónicos": una apertura que abarate el yo y resquebraje la monocultivo teórico.

jueves, enero 18, 2007

Tulipán

(Larga nota romántica sobre Cuba.)

"A los veintisiete días de mayo del año setenta
un hombre se sube sobre sus derrotas"
Silvio Rodríguez, "Oda a mi generación"

Estación de tren de Tulipán, Municipio Plaza, día de un año, comienzos de 1991 tal vez. En el puesto de periódicos hay una sola revista de venta, un número reciente de la Revista Casa de las Américas. El vendedor me explica que es una revista muy buscada (es extraño que esa solitaria revista en un puesto de periódicos vacío sea la Muy Buscada) porque aparece en ella el ensayo de Frei Betto sobre “Mística y Socialismo”.

Compro la revista, por un peso probablemente. Pero desde entonces quiero contar un cuento que se llame “Tulipán”, que tenga algo del aire de llegada a la estación mientras vas sentado en las bancas de madera, acompañado de tanta gente. O de la vuelta por estos mismos rieles a la estación de San Antonio de los Baños, como iré hoy con el número tan buscado de la revista. ¿Leo en este viaje las evocaciones y equivocaciones de Betto, quien informa, entre otras cosas que China ha socializado su renta? Probablemente no. Aunque comparto “en última instancia” su postura política, no me interesa tanto encontrar a dios en el camino, entre cañaverales dormidos, siluetas de trabajadores agrícolas, cultivos pobres, trenes rurales. Será la paradoja que dibujó Jiménez frente a mis ojos, en un libro que por casualidad había editado Arte y Literatura, en La Habana: dios deseado y deseante.

A mí me interesa el lado secular de la cuestión. En esta ciudad iba silbando una vez “Lay Lady Lay”, distraído, allá por el cementerio que se divisa en 23 y 12, y casi me atropella un carro. En esta ciudad miré “El Gran Dictador” en la Cinemateca, calle de La Rampa, que es una prolongación nocturna y marina de 23. En esta ciudad miré “Casada con la Mafia” en donde Michelle Pfeiffer sufre muchos atropellos sentimentales. En esta ciudad busqué todos y cada uno de los fantasmas de Paradiso en Prado, acercándome aquello que trovaba Silvio: "tú me recuerdas el prado de los soñadores/ el muro que nos separa del mar si es de noche".

Por ocurrencia teratológica he leído a todos los autores contrarrevolucionarios. Comenzando por las insípidas memorias de Padilla. La cartografía que el Infante dibuja en Tres Tristes Tigres me ha servido también para ir de Miramar a La Habana Vieja. Tarareo cuando puedo “Habana” de Fito Páez. Colecciono cartografías habaneras de Los Van Van y NG La Banda. Protagonizo un rechazo extremo ante la música mediocre de Gloria Estefan y Celia Cruz. El caso Padilla lo sé de memoria, vivo cada uno de los años del “quinquenio gris”. Sufro con la prohibición de Guantanamera (sé que el chiste era un poco obvio, pero hubiera preferido ver esa película en La Habana).

Sin embargo, las preguntas no pueden ser tan superficiales como hasta aquí. Al contrario de procesos contrainsurgentes, con desaparecidos que terminaron en la instauración del neoliberalismo, según la herencia de las dictaduras en Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, lo que se jugó en Cuba fue mucho más radical y mucho más hermoso. Sé que algunos se han adelantado a proclamar que se trata de un “proyecto fallido”, pero quizá lo fundamental sea, más bien, que se trató de un tremendo y límpido fracaso, que desarmó y rearmó la historia del colonialismo, que refiguró cartografías tercermundistas, y contribuyó por redefinir el concepto de lo latinoamericano. Esto es tremendamente fallido, vulnerable, se hace palabra y zozobra, entra al canibalismo de la interpretación: pero no es por eso menos verdad.

Hoy los diarios que creen en la “transparencia informativa” tienen como uno de sus platos fuertes las azarosas aventuras de las tripas de Fidel, lo que trae a la memoria aquel capítulo en que Dostoyevski (tan escatológico como siempre) se recrea en la descomposición del cadáver de un monje, provocando una batalla de sentido en la que el bien y el mal se juegan la moral de aquel hombre. ¿Pero quién es ese hombre?

Me gustaría darle la voz a Silvio, para que lo cante, como de hecho lo hace en las canciones emblemáticas de los años duros: una voz generacional, aterrorizada en parte por una herencia paterna temible (esa del asalto al cuartel Moncada) y por un tiempo utópico que de seguro no iban a poder ver: “Yo no reniego de lo que me toca/ yo no me arrepiento pues no tengo culpa/ pero hubiera querido poderme jugar/ toda la muerte allá en el pasado/ o toda la vida en el porvenir/ que no puedo alcanzar.” Esas temporalidades trágicas que anulan el presente, entre un pasado muy alto y un futuro muy opaco, no son, como podría creerse, ingenuas, o, “ideológicas”. No hay, en este caso, tapujo que oculte “lo real” en total magnitud: “con un pie allá, donde vive la muerte”.

Pero además, esta conciencia de lo real, la penetrante negación que aparece inscrita en la historia, se sabe profundamente discursiva. Sabe que todas las cosas corren a convertirse en palabras, pero sabe también que hay una retroalimentación necesaria con lo real (aunque esto sea tocado únicamente como dolor o síntoma). “Ha pasado que un hombre se convierte en palabras”, y las palabras, como se sabe, son la traducción directa de los cadáveres, su verdadera putrefacción: su disociación, o, como querían los estructuralistas, su división en significado y significante. Los relativistas encuentran aquí la partida del pastel, y la distribución equitativa: todas las interpretaciones son válidas, ya que ellos han llegado al futuro.

El compromiso generacional que ilustran las canciones de Silvio opera esta división pero no es ingenua con respecto a la batalla por el poder de los significados, lo que se llama historia. La historia la harán los otros; la historia, en este sentido, no saldará la brecha entre cadáver (ese de la generación suspendida entre ayer y utopía) y la vida material del futuro. El futuro es el vértigo de la disociación en que “puede ser que su sangre no mueva una astronave”. (En esto, esa generación llamada Silvio es profundamente vallejiana.) Pero el futuro, con su hendidura profunda en el significado, se entrega sin más. Esta convicción es significativa. “Que escriban, pues, la historia, su historia…”.

Más o menos a la izquierda

(Notas para una lectura de las vacaciones. Parcial.)

El programa de crítica postmoderna habla según los siguientes términos: “estos ensayos merecen el calificativo de bestiales porque arremeten a lo bestia contra premisas sagradas del humanismo contemporáneo, tales como el sujeto de conocimiento, el conocimiento mismo, la identidad, la moral, la misión del intelectual, la liberación, el progreso, la ciudadanía, el consenso, la realidad, la verdad, etc. (…) El término “bestial” denota, en suma, un proceder basado en un conjunto de saberes designables como las inhumanidades, a las que han contribuido las filosofías y teologías de la negatividad, el nihilismo, el postestructuralismo, el psicoanálisis, las ciencias del caos, las artes de vanguardia, los nuevos medios de la imagen, el sonido y la información, y otros acontecimientos de la cultura intelectual contemporánea” (Juan Duchesne Winter, Ciudadano insano: ensayos bestiales sobre cultura y literatura. San Juan: Ediciones Callejón, 2001, pp. 13-14).

Esta operación implica dos opciones políticas fundamentales: (1) reconocer el carácter (irreversiblemente) comercial(izable) de todo discurso crítico; (2) aceptar de manera (supuestamente) hedonista la anulación del papel del intelectual crítico. “El discurso crítico—dice Duchesne Winter—queda completamente operacionalizable hoy por el modo de producción hasta el punto en que el llamado intelectual crítico es viable sólo bajo la advocación de su fantasma”. (p. 18). Este fantasma no está hecho de nostalgia, sino que opera según el designio “de asumir la acción de la negatividad como modalidad de vida” (p. 19). Se trata, sin embargo, de un negativismo algo blando, o, por lo menos, encantado. El crítico perforará por medio de su recurrencia a la pose vanguardista un orificio de ingreso inopinado al antiguo campo de la literatura: “La literatura se asume en estos textos, no como “objeto de estudio”, sino como criadero de extrañas entidades del pensamiento y la imaginación. Es decir, la ficción literaria se asume como paisaje de experimentaciones”. (p. 14).

Pero, ¿es irreversible la circulación comercial de la crítica (su indistinción de las operaciones culturales bursátiles), y es orgiástica de verdad la desaparición del intelectual crítico? Las propuestas postmodernas de este estilo dicen muy poco del problema de la necesidad. Ven que la realidad es opaca, aseguran que las interpretaciones son heterogéneas, pero no miden la distancia entre realidad e interpretación. Prefieren “perderse” en las correspondencias (es Baudelaire uno de sus código fuente) que establecen los textos culturales y políticos. Renuncian, en realidad, a una labor que para Marx o Nietzsche era fundamental: establecer qué fuerzas mueven las interpretaciones, entender que necesidad opera tras de determinada hermenéutica.

Todo movimiento vanguardista nace por deseos de transformación social concreta. Aquel impulso es pronto reificado socialmente. Un ejemplo muy a propósito es el de la propia teoría literaria. Explica Said: “a finales de la década de 1960 la teoría literaria se presentaba a sí misma con nuevas reivindicaciones. Creo que no es inexacto decir que los orígenes intelectuales de la teoría literaria en Europa (tuvieron) carácter de insurrección. La universidad tradicional, la hegemonía del determinismo y el positivismo, la reificación del “humanismo” burgués ideológico, las rígidas fronteras entre especialidades académicas: todo ello constituía un conjunto de poderosas respuestas a todo aquello que vinculaba entre sí a los influyentes progenitores de los teóricos de la literatura de hoy día como Saussure, Lukács, Bataille, Lévi-Strauss, Freud, Nietzsche y Marx. La teoría se proponía a sí misma como una síntesis que invalidaba los mezquinos feudos en que se compartimentaba la producción intelectual, y como consecuencia de ello había de esperarse de forma manifiesta que todos los dominios de la actividad humana pudieran contemplarse, y vivirse, como una unidad.” (Edward W. Said. El mundo, el texto y el crítico. (1983). Barcelona: Debate, 2004. pp. 13-14)

Lo que provocó esta llegada de la teoría, es, paradójicamente, una ola anti-intervencionista, que se refugia en el texto: “La teoría literaria estadounidense de finales de la década de 1970 dejó de ser un atrevido movimiento intervencionista que atravesaba las fronteras de la especialización para replegarse en el laberinto de la “textualidad”, arrastrando consigo a los más recientes apóstoles de la revolucionaria textualidad europea—Derrida y Foucault—, cuya canonización y domesticación transatlántica parecían lamentablemente estar animando ellos mismos.” (p. 14).

Said trata de retomar la tesitura radical que debía, según él, mantener la crítica. Esto implica evitar la trampa de la formalización (y formulización) que funciona únicamente hacia dentro del propio sistema que defiende. Said quiere retomar la diferencia más allá de la lógica de reificación: “Si la crítica no es reductible ni a una doctrina ni a una posición política sobre una determinada cuestión, y si ha de estar en el mundo y al mismo tiempo ser consciente de sí, entonces su identidad es su diferencia de otras actividades culturales y de otros sistemas de pensamiento o de método. Con su sospecha hacia los conceptos totalizadores, su descontento ante los objetos reificados, su intolerancia hacia los gremios, los intereses particulares, los feudos imperializados y los hábitos mentales ortodoxos, la crítica es más ella misma y, si se puede permitir la paradoja, más distinta de sí misma en el momento en que empieza a convertirse en dogma organizado” (pp. 46-47).

Por supuesto, es fácil decir que ese lugar total en que la crítica se emancipa, no existe. Es menos fácil afirmar desde dentro de un discurso crítico que se está en el mundo, que se responde a cierta necesidad hermenéutica, y ser, a la vez autocrítico, reconocer unos límites políticos e ideológicos para el discurso propio. Es esta quizá la principal falla pedagógica del posmodernismo como programa crítico. En cambio, se elabora una teoría totalizante de lo fragmentario, acabando así idealmente (de manera idealista) con cualquier teoría del poder (uno de los epicentros del tan invocado trío Marx, Nietzsche, Freud); o elaborando una situacionalidad irónica y cínica de su propia participación en las redes de dominio. No menos dañina resulta la monopolaridad con que a veces actúa, lejos de reconocer que su propia teología no es el único camino de acceso a la verdad.

Particularmente en América Latina, no hay que despreciar, además, el componente geográfico que determina en mucho la posicionalidad más o menos izquierdista (visto que es el componente en última instancia socialista el que me interesa particularmente a mí) de los teóricos. Para una definición de primera mano, y esquemática en suma, hablaría de los países intervenidos y ubicados en el “traspatio” de los Estados Unidos, y cómo esta intervención constante ha modulado el interés de los discursos modernos o modernizantes. Más que los tratados de libre comercio es eso lo que une a países disímiles como Panamá, Cuba, República Dominicana, Guatemala o Nicaragua.

Duchesne es de nuevo útil aquí, por la agudeza con que plantea, limitándose a países clave del Caribe que la literatura “cubana vive el drama de tomarse demasiado en serio su historia nacional… A su vez…, la literatura dominicana se entretiene con la paradoja de una eminente insignificación histórica… Sin embargo, la literatura puertorriqueña asume la increíble frivolidad de la historia nacional como método creativo…” (20-21). Probablemente, en Nicaragua vivamos a la vez estas tres tesituras de manera esquizofrénica, todo gracias a la revolución sandinista, que activó a la vez el nacionalismo y el imperialismo. No hay postmodernismo sin revolución.

Una tesis probable sería, pues, que la posicionalidad geográfica (en donde opera la historia con hechos concretos: ingreso de los subalternos al escenario de lo nacional, intervencionismo imperial, incongruencias ideológicas de los intelectuales y el Estado, etc.) determina no la radicalidad de un programa crítico, sino su modulación política. En dependencia de que tan insignificante, frívola o dramática se considere la historia nacional, así se será más o menos “posmoderno”.

En dependencia de a dónde apunte tal selección, hacia donde se oriente el interés político (por ejemplo, evitando a toda costa un juicio crítico sobre el neoliberalismo; anulando la presencia imperial; reservando las críticas para el Estado, dejando intacta a la “ciudad letrada”; descubriendo el silencio pero no la actividad política de los grupos subalternos), se ubicará uno más o menos a la izquierda.

lunes, enero 15, 2007

Casos de Oligarquía (Plan para un libro)


“Estudia a los intelectuales periféricos
Ellos te enseñarán verás
cómo confunden filosofía y sociedad, análisis y creencia verás que
para ellos Freud es neurótico y Marx capitalista y Nietzsche nihilista.
Están preparándose para engendrar un Lenin.”
Pável Carías


Por los años sesenta del siglo XX, digamos, entra la clase media al escenario de la cultura nacional, y qué dice?: “el Museo de Cera de la Literatura Nacional” (Beltrán Morales); Ernesto Cardenal “es un disidente de su clase” (Iván Uriarte); “la cultura que alentó la clase dominante en Nicaragua hasta el 19 de julio de 1979 es un proyecto histórico fracasado” (Sergio Ramírez).

Las tres frases se entrelazan lógicamente: la cultura nacional es una ficción establecida por la oligarquía, de la que “el pueblo” ha recuperado voces magistrales (de ahí la necesidad de que Cardenal pase a la siguiente etapa, luego de su “disidencia de clase”). Este recupere se hace sobre la ruina del “proyecto histórico fracasado”.

Ahora vemos el cariz profundamente ideológico de aquella marcha triunfal de la clase media: exceptuando la turbulenta entrada al Museo de Cera, lo demás no se sostiene desde ninguna fe. Al contrario, remozar el museo, saldar cuentas con aquella “traición”, alentar el proyecto de la clase dominante, son tareas comunes y corrientes de los intelectuales en nuestros días. Fue toda una “generación traicionada” la que patrocinaba aquella entrada al Museo.

Sin embargo, no es observando “el cariz profundamente ideológico” de aquella tentativa clasemediera que se puede profundizar en los terrenos de los casos de oligarquía. Por desgracia, el esquematismo sigue dominando estos terrenos. Una reciente definición de oligarquía lo demuestra: “instrumento o voluntad de poder de la élite gobernante, dominante y dirigente” (Orlando Núñez, La oligarquía en Nicaragua, p. 33). Pero, esta “voluntad de poder” es interpretada de manera monista, y si es internalizada es solamente “desde abajo” (en los terrenos de las clases subordinadas) y como versión negativa, falsa conciencia, servidumbre.

Pero la oligarquía no funda un Museo de Cera porque sí, ni “traiciona a su clase” porque le da la gana, ni justifica “proyectos históricos fracasados” sólo por alarde. La “oligarquía” sólo puede lograr esas maniobras desde el ojo que la ve, que la ayuda a fundarse contemplándola: la clase media intelectual. (Por cierto, los “notables” no se han percatado de esta maniobra victoriosa.) Es la historia y el mundo (ese cuya analogía micro es la nación) el que se ha vuelto un Museo de Cera, y ese el gran descubrimiento de las generaciones de los 60s. Descubrimiento cuya sentimentalidad equivale a decir que es la clase media la única que puede sentir a la “oligarquía”, y sentirla sobre todo como un hecho cultural.

Lo que llamamos “oligarquía”, en su versión letrada, tiene varios impedimentos que distorsionan al mundo. Uno es su absoluta sordera para la música. Un día, en el patio del Colegio Centroamérica, están Coronel y Cardenal, ambos sordos para la música, escuchando a Carlos Martínez Rivas tocar y cantar un bolero de Agustín Lara. El secreto es que no pueden escuchar nada, ni el bolero ni la guitarra, que tienen que decir algo pero no pueden. Porque para lograr ese gusto “pop” avant la lettre se necesitan otros jugos sentimentales.

En resumen, la “oligarquía” puede hacer pintar primitivismos a la clase subordinada pero no puede adquirir un gusto “pop” por los Museos de Cera. A eso se reduce, según mi criterio, el pleito “revolucionario” por los talleres de poesía.

viernes, diciembre 08, 2006

De vueltas y cadáveres


Si el “espíritu de la venganza” fuese más bien un fantasma que se corporiza por épocas y contextos, contagiando, como una peste discreta a clanes enteros, tendríamos uno de esos ciclos visibles en los grupos intelectuales conservadores latinoamericanos. Hablo concretamente de aquella mítica Vuelta, que no es sino hablar de su caudillo, Octavio Paz, y de su más reciente encarnación, la revista Letras Libres, sin duda una de las mejores revistas de literatura y pensamiento accesibles en la red.
Ese conservador fantasma de la venganza se manifiesta quizá por una certeza: la de que la identidad nacional o regional (lo “latinoamericano”), a veces la identidad a secas, la letra y el arte, se han escapado de las manos de la elite de guardadores. No es una simple “pérdida del poder”, debida al auge de los medios de comunicación y la política democrática, sino un asunto mucho más profundo. La figuración de la identidad, las creencias que movilizan, la ideología y la convocatoria del pueblo (los fundamentos, en fin) son obra y fe de los liberales, a veces de los marxistas. Los conservadores saben del engaño que hay tras de tales figuraciones, su pesimismo histórico les dicta aquello de que todo se repite infinitamente, especialmente la opresión. “Si no, vean a Cuba….”, sería un ideologema favorito.
En los años 1980s se hizo visible cómo, en Nicaragua, los medios de comunicación cultural (hay que llamarlos de alguna manera) quedaron atrapados en esa polaridad que repetía otras que venían de más lejos: del “modélico” caso Padilla, por ejemplo. Pablo Antonio Cuadra y La prensa literaria encarnaron en aquellos años una versión (menor) de Vuelta y Octavio Paz. Ventana, el suplemento cultural de Barricada, diario del FSLN, era el utopismo sesentero, con mucho de pop y populismo. El Nuevo Amanecer Cultural, la versión culturalista de la teología de la liberación. Hasta hubo un penoso altercado entre Tomás Borge, Enrique Krautze (miembro del equipo de Vuelta), y otros intelectuales, a favor y en contra de Carlos Fuentes.
Hago memoria de ese altercado porque con el auge contemporáneo del populismo y la izquierda en Latinoamérica, cuya onda expansiva abarca a México, y de manera bastante peligrosa, nada más lógico que la reincidencia de los principios. Así Letras Libres difunde el escepticismo, y se aferra, como antes, a la fe individual y el pesimismo histórico, así como a la propaganda a veces muy abstracta de la libertad, mantenidos todos por una disciplina intelectual casi siempre admirable. No en vano fue Paz su caudillo. No defiendo, como se notará, simplemente la índole codificada del conservadurismo cultural, declaro que tiene facetas admirables, aún si no se comparten sus principios.
Pero, como podría esperarse, los escenarios no se limitan ahora al problema de lo latinoamericano. (Por cierto, son los de Vuelta quienes podrían con mucho más acierto que otros afirmar la inexistencia de Latinoamérica: sólo existe, hallarían ellos, una delimitación geográfica que aprisiona el vuelo libre de la individualidad; Latinoamérica no sería sino una mala broma del regionalismo contra el universalismo.) Los escenarios son hoy más abiertos, y, en especial, la academia norteamericana tiene vela en este entierro.
En efecto, la academia gringa dominada, según creen algunos, por la izquierda culturalista es como una señora enloquecida que ha despreciado por décadas lo universal, fijándose en los balbuceos que le imponen las diferencias de raza, género y demás. Pero hace apenas unos 24 meses una muerte señaló su vuelta a la cordura: Jaques Derrida expiró en París, y con él, al parecer, la teoría cultural (la “teoría” sin más, en el vocabulario universitario). Tal sugerencia proviene del agudo ensayo del profesor Wilfrido H. Corral en el número de noviembre de Letras Libres.
De manera significativa el ensayo se titula “Derrida y otros cadáveres”, y descubre, entre otras cosas, que muchos de los que balbucean la teoría no han leído (al menos no muy bien) a su mentor francés. Que en los Estados Unidos basta con acatar la ideología cultural y política de los profesores de la izquierda para hacer carrera. Que Terry Eagleton, quien intentó juntar la “teoría” y el marxismo, ha estado muy equivocado. Que, por fin, la “teoría” ha sido una inútil grandilocuencia hoy opacada junto al cadáver de Jaques.
Lo que hace Corral, en realidad, es resumir de manera estratégica los debates que ha provocado la muerte del caudillo de la deconstrucción en el área quizá más neurálgica dentro de la academia del norte: la de los estudios culturales y la literatura. Es curioso que la muerte de un caudillo—Derrida, Paz; la mera enfermad: Fidel—permita avizorar siempre la destrucción del mundo, vaticinar las restauraciones, esperar la estampida de los conversos, estampar el deseo de rearticular el lugar de los centros y las periferias. En esto, como en todo, es quizá más sabio el apotegma propuesto, según creo, por Pasolini: el futuro es previsible, la historia no.
Corral, habitado como está por el espíritu de la venganza, muestra básicas enseñanzas. Una fundamental, por entero acatable y fundamental, la extrae de René Welleck: “el desarrollo de la literatura no es un espejo de la historia de la filosofía”. Se puede, quizá se debe, sustituir aquí el término literatura por el de cultura. Derrida nos habría hecho caer en el dislate contrario: leer la cultura como un epifenómeno de la historia de la filosofía. Paradójicamente, Corral tiene que recurrir, sin embargo, al expediente de la identidad. En “nuestra lengua” la crítica del modelo vacuo instaurado por Derrida y secuaces es de más vieja data. Corral menciona a Grabiel Zaid, también del equipo de Vuelta y Letras Libres.
Por supuesto, es fácil proponer que tal genealogía de una crítica en “nuestra lengua” con fundamentos autóctonos es mucho más prolongada, y pasa por el prestigio de críticos como Henríquez Ureña, Rama, Fernández Retamar, Cornejo Polar… De hecho el que este último llamaba “debate decisivo” dentro de la crítica cultural ocurre en torno a la posibilidad de una “teoría literaria” propia (y aquí la revolución cubana, junto al “boom”, son los contextos decisivos).
Volviendo al cadáver de Derrida: una primera paradoja visible en este debate es que el espíritu de la venganza tan universal e individualizado, tenga que regresar a pernoctar, aunque sea tácticamente, en la identidad. Esto equivale casi a demarcar una ruta en donde hay huellas de antropofagia: asimilar a Derrida sin descuidar una matriz regional. La otra paradoja es que el modelo “global” ofrecido por la deconstrucción (la historia de la filosofía como modelo de la historia de la cultura) puede ser leído también a contracorriente.
La escritura y la diferencia (1967) con su cita de Borges en el corazón de su aguda crítica de Levinas, es algo más que una invitación al Pentecostés de la teoría: es una muestra admirable y modélica de lectura de textos. En ese sentido el cadáver de Derrida no hace sino que retoñar, siempre y cuando sea leído y no simplemente creído.

jueves, noviembre 30, 2006

Para una página lateral


A Rosario y mis hermanos


Viene ese aire con que agita sus alas el viejo ángel. Lo miro, lo ausculto. He pasado en esa pregunta una temporada. Hace nueve meses dejé de ir al cine. Ante el ángel aparece mi padre. Todas las noches me lleva al cine. Una y otra vez, desde 1971 que vimos Pinocho juntos. Lo llamo por teléfono los miércoles por la tarde, desde Matagalpa o desde San Tranquilino (una vieja finca cubana convertida en escuela de cine). Habla desde la redacción y me cuenta que se encontró con una vieja cantante, casi demolida por el olvido, pero que él le hizo tres cuartillas para una página lateral.


Su película favorita es Marathon Man, donde un universitario débil enfrenta al Ángel de la Muerte (esa vez un nazi interpretado por Laurence Olivier). Mi padre quiere con fervor protagonizar esa película. Mis hermanos y yo, gozosos, nos reímos de él y su anhelo tan noble. Su pelea favorita es la de Oscar Ringo Bonavena frente a Alí. Bonavena, en laderas que no eran suyas, pierde de pie, y llora. La vida tiene ese aire instantáneo y heroico del boxeo.


Así veo ahora a mi padre, en una instantánea. 1939-2001 son las fechas de las bombas de las viejas y renovadas guerras imperiales. Y en el entreacto, abrir el periódico, sabiendo que la vida caducaba en la noche del cierre y recomenzaba en algún momento de la madrugada. Hasta el fin. Ahora están ahí los huesos del que amo, del muchacho que enamoraba a la muchacha de la esquina. Un reportero en el peligro, armado con libreta y grabadora. Sin carro, en el sol y la podredumbre de la ciudad. Un hombre así puede enseñar anarquismos, peleas, y estar en la soledad del solo como en su casa.


Esta ciudad ha demolido edificios. Ahora sopla un viento con polvo que llamamos ciudad. Ahí es donde mi padre almorzaba, no como un Vallejo rendido, sino como un héroe cinematográfico: metido en sí mismo, peleado con el mundo, pero circunspecto. Con su sentido de justicia que lindaba lo autodestructivo, yo no podía menos que crecer en contra suya. Nos mirábamos mutuamente con amor y escepticismo. El sabía que yo estaba equivocado. Yo sabía que él estaba equivocado. Él porque creía que yo despreciaba la fugacidad, que para él era vida y necesidad. Yo porque creía que él exageraba en esa fe y que las podridas grandes cosas estaban detrás de otras letras. Era nuestra mejor forma de amor.


Ahora, para no variar ese amor, estoy prendido de la guitarra buscando para él una canción de rock: es el no, es el lodo. Sé como amaba los tangos y por eso le compongo ese secreto de canción, para el tuétano que no se pudre, contra el olvido. Me deja usar su máquina de escribir (también 1971) y yo redacto para él una escueta y romántica descripción del lago, que luego él guarda con recelo junto a mi viejo Silabario Catón. Esa escritura y ese recelo son un pacto de sangre y de caballeros. Cada uno por nuestro lado buscamos la gema de la página lateral, la no blanqueada por el sometimiento.


Noviembre de 1999: corrí por la calle para alcanzarlo. Acababa de recibir un diagnóstico, y yo le dije que a fin de cuentas él era mi único maestro. No se trataba solamente de decir un consuelo en un momento dramático. Era una verdad dolida y gozosa. Yo había escrito en 400 elefantes, un artículo recomendando quemar a todos los maestros literarios por inútiles. Sin embargo, sabía que ese hombre, que por ventura era también mi padre, y que recitaba de vez en cuando un poema postrado que decía Yo soy triste como un policía, era mi único maestro, por el que yo sentía –siento-- fervor y amor. Sabía que cualquier página lateral que yo pudiera elaborar, se la debía a él únicamente.


Él había cursado en el aula de maestro de primaria, y en el camino polvoriento. En la calle de los muertos que asomaban de las ruinas, y en el encañonamiento de la GN. En la injusticia de los dueños y en el sindicato. En la borrachera del olvidado, en el tango, el vals peruano y el bolero. Sobre todo en la página lateral del reportero. Esa página que puede ser hueso, huella y símbolo de la fugacidad. Él me había contado todas las historias, en diferentes días y grados, con diversos tonos y sombras, con más o menos lágrimas. Todas eran una: un niño semicampesino e “hijo natural” que luego es hombre coherente el resto de su vida. Como tantos otros de su generación, era un hombre que golpeaba una ciudadanía del futuro que nunca vino.


En junio de 2001 estoy junto a su cama de hospital. Hablamos de las cosas que se puede hablar en esas penumbras dolorosas. El presupuesto de salud, la falta de humanismo de los médicos, y la lucha de clases. Le doy un beso en la barba crecida y me despido. Recuerdo otros besos. Especialmente aquel de cuando regresé de alfabetizar: ese beso de la dulzura era más importante que las hipótesis de los bien portados hijos de Sandino.


Hace nueve meses dejé de ir al cine. Desde antes que él se fuera, porque era mi duelo y mi homenaje. Veo únicamente una película de la memoria y otra del sueño. Memorizo su gallardía, la última vez que lo abracé, y susurraba algo de unas letras que navegarían el aire. El sueño que se corporiza es el de la madre que surge de la nada para transmitir en un abrazo el secreto, el código y el amor. Ya soy ahora, junto a él, esa memoria y ese sueño.


Todo esto es como quedar sin piernas mientras sopla el viento que trae polvo, y viejas memorias del Salmo 23 se susurran. Este arpegio de hojas besadas por el aire. El final de un filme en el que el héroe nos ha dejado desde antes y nosotros, los sobrevivientes secundarios, usamos el último rollo para sentir ceniza en la garganta.



A la memoria de LDL, publicado en El Nuevo Diario, en enero de 2002.

viernes, noviembre 24, 2006

Raymond Carver: Los días claros y soleados

Hace unos inviernos (¿tres, cuatro?) tuve un asueto que dediqué a leer puntilloso, cuentos y poemas de Carver. Traduje algunos de estos --los poemas, digo--, y permanecí entusiasmado otros tres, cuatro inviernos en la desemejanza del mundo. Ahora encuentro aquellos cadáveres en el clóset, algunos impúdicos e impublicables (ya no se diga traidores de los Derechos de Autor). Particularmente este que publico me da nostalgia, porque recuerdo que en aquel invierno era el epicentro significativo que prometia la luz de entre toda una fragorosa literatura oscura. Es de Carver, pero no garantizo ninguna fidelidad en la traducción (tampoco quiero ampararme en la divisa de los traductores --traidores, a fin de cuentas-- poco entrenados: "traduccion libre"). Soy responsable, pues, del entuerto y el dislate.



GALLETAS SODA


¡Vosotras galletas soda! Recuerdo


cuando llegué aquí entre la lluvia,


azotado y solo.


Cómo compartimos la soledad


y la quietud de esta casa.


Y me atrapó de piés


a cabeza una duda


mientras os sacaba


de vuestro envoltorio de celofán


y os comía reflexivo


en la mesa de la cocina


la primera noche con queso


y caldo de hongos. Ahora,


exactamente un mes después


una parte importante de nosotros


sigue aquí. Estoy bien.


Y vosotras -- Estoy orgulloso de vosotras también.


¡Hasta os estáis remarcando en


el impreso! Cada galleta soda


debería tener igual suerte.


Hemos hecho bien por


nosotros mismos. Escuchadme.


Nunca pensé


que pudiera llegar a esto


con las galletas soda.


Pero os digo


los días claros y soleados


están aquí por fin.

martes, noviembre 21, 2006

Robert Altman ya es un alma

Traen los cables la noticia de la muerte de Robert Altman, mi cineasta favorito, del tiempo cuando uno acostumbraba saber quién era el autor y lo que hacía con sus películas, cómo y por qué había puestos esos fetiches y actores ahí (¡otra vez Shelley Duval y Keith Carradine!), cómo movió la cámara en esta secuencia y el símbolo tras el chico con alas que cae y muere en un estadio de Texas. Cuando uno seguía los declives, las repeticiones, los private jokes, las vestiduras, el encanto, lo romo y escondido de la trama. (De los gringos, son tres autores mis favoritos vivos en este sentido narrativo que digo: Eastwood, Altman, Lynch. Para qué boom latinoamericano, para qué novelistas. Y , peor hoy día cuando cualquier barbero te habla de cine como del último buñuelo "posmo" del planeta, sin mencionar al director de la cinta.)

Para seguir incidentalmente con mi demonología contemporánea (aquello que llamé Demonio Meridiano) debo decir, a propósito, que salí del cine para entrar en el cine. Y particularmente a la Escuela de San Tranquilino. Ahí vi lo que pude de Altman. Haría el rosario hoy mismo: no era el rostro primordial de Shelley Duval en McCabe y la Sra. Miller, en el grupo de prostitutas que llegan? era, acaso, la muerte de Warren Beaty bajo la nieve? O la parodia de Romeo y Julieta en una versión radial de aquellos Ladrones Como Nosotros, que ya evoqué en un cuento? O el remolino dramático y cómico de películas como La Boda y El Largo Adiós; o la parla fofa pero reveladora de Shelley en Tres Mujeres conversando con Sissy Spacek?

Altman tiene una extesísima filmografía, 87 películas, programas de tv, series, etc., según enlista la imbd. Durante los 90s tuvo otro auge particular, estrellas de todos los tamaños y talentos quisieron aparecer en sus filmes. No perdió su esencial irónico y cáustico. A los 81 años cumplidos presentó su última película en al Festival de Berlín.

De Brewster McCloud recuerdo la muerte casi mística del chico que quería volar, con alas prefabricadas, confeccionadas en un sótano en que brillaban las pestañas de Shelley. La muerte y el cadáver devienen, al final de la película, en un ameno corto de publicidad, para ilustrarnos, desde ultratumba, ahora que ya es solo un alma, Altman, sobre cómo funciona la imagen en estos tiempos y cómo de heroicos son los verdaderos autores en estos mismos tiempos.

jueves, noviembre 09, 2006

Haití

Claro, tengo el álbum de Caetano Veloso y Gilberto Gil, Tropicalia 2, que abre con ese perturbador poema y rap bahiano, sobre Haití:

Pense no Haiti, reze pelo Haiti
O Haiti é aqui
O Haiti não é aqui
.

Lo curioso es que contextualmente Haití es ciertamente lejano y otro, pero cercano y propio.

Con motivo de las elecciones y el cambio de gobierno, se ha invocado por todos lados el estado de pobreza de Nicaragua, "el país más pobre de Latinoamérica depués de Haití". Así que es aquí, y está cerca. Pero no es aquí, y es el Otro que rechazamos.

Sin embargo, por períodos prolongados, cuando salís a la calle, tomás el bus, observás a dulces o endiabladas turbas, oís noticias de imparables epidemias de enfermedades respiratorias, o, como en Quilalí, de meningitis, sabés que estás en Haití.

Mirás la prensa pobre, los filósofos de a pie, la gruta urbana que va de la Piñata al 7, sobre todo al atardecer cuando se abren las cantinas sin paramentos pero con pantallas gigantes, y las mujeres gordas fuman y toman cerveza Victoria.

En sueños aparecen los poetas provincianos que sueñan--sí, en el sueño sueñan--con un empleo digno, y los FoodMarts apretados en donde ruge el aire acondicionado, y se ve en vitrinas La Prensa como un diario con cara de primer mundo y un sabor pocamadre. Y escuchás las más espantosas sorry ass radioemisoras de Managua que programan a Arjona como si fuera Dylan, e invocan a Dios todo el tiempo, porque no hay duda que Dios está cerca.

Y a las 7 los hermanos cristianos que aporrean la batería de mala manera, otra vez frente a Dios y la Estética. Te has salido del río del tráfico que vomita por carretera sur, has entrado en la noche de Haití, los árboles crecen de la basura; aquí había bosques y ahora hay zinc. En la noche no practicás más mnemoctecnia que el brindis aquel de los Rolling Stones por "la sal del mundo"; sí, brindemos por la gente que trabaja duro... Y pensás que ya lo había repetido Silvio Rodríguez desde Cuba:

Viva el harapo, señor
Y la mesa sin mantel...


Estos días que entra noviembre como a una vitrina de sol que se llena, se vacía, hace remolinos, se va pronto de la luz, piensa en Haití, piensa que Haití es aquí, aunque sepás que no es aquí.

lunes, octubre 30, 2006

Un texto de Pedro León Carvajal

Hace años yo me divertía imaginando road movies, pero la academia y el embrollo de las reseñas, han terminado por fin por divertirme de verdad, en el sentido clásico que merecería el término. Hoy sólo abro de vez cuando y olvido enseguida los viejos libros. Alguien me narra lo que fue de Rinconete, yo que buscaba las clásicas artes del Licenciado Vidriera, yo que aprendí por fin de las conversaciones de los perros (sin querer ofender a Fargo mi perro más personal). En fin, abro también el correo electrónico y llegan textos de alguien que no se ha rendido. Siento el vértigo de la lectura, el vértigo de lo que ya no aprenderé y del viaje aquel por carreteras que no conseguí protagonizar sino a muy alto precio. Copio pues ese texto como continuación y memoria.


ROAD MOVIE

(Para L. D. A.)


Queda el camino abierto, regreso de Estelí leyendo por la carretera, al anochecer, Horizonte Quebrado, de Mariano Fiallos Gil. Lectura de medio tiempo, porque también, de propina, para compensar y gratificarme un tanto por tanta lectura nicaragüense de estos días, leo el primer capítulo de un volumen que a nadie se le ocurre leer por estos predios centroamericanos: Le Genie du Lieu, un libro de crónicas de viaje, de Michel Butor. Primer capítulo, dedicado a Córdoba, antigua capital de Andalucía. Dejo durante un largo rato que Butor, en su propia lengua, me "descubra" la existencia de Luís de Góngora, del Inca Garcilazo, de Séneca, de Lucano y de Averroes ("che il gran commento feo", dice Dante) como si me vendieran embozados a unos personajes a quienes probablemente conozco más de cerca y con mejor detalle que Michel Butor.

Pero tampoco se trata de ninguna competencia, lo que me interesa, lo que disfruto y me solaza es la elaborada naturalidad del estilo "casual" del escritor francés, el cuidadoso uso del idioma, la valoración minuciosa de los términos, aún cuando no intentamos demostrar nada definido, ni tenemos prisa por desembocar atropellando sobre ninguna conclusión. Breves páginas que disfruto palabra por palabra, porque leo en voz alta (lo que, si usted insiste, podríamos anotar en su libreta apenas como otra manifestación de mis manías habituales de hablar solo).

Y me interesa, claro, también porque se trata de dibujar ciudades extrañas por escrito. Es decir (volteando el ángulo de encuadre hacia un enfoque reflexivo) se trata de asumir el papel de poblador flotante, de pasajero en trámites de tránsito que, si vos te fijaras mejor, es por una parte el asunto medular de mi indescifrada parábola de Pensión Xalteva, en Fracciones de Algún Total, y por otra partitura melódica se parece bastante (da la casualidad) al ritmo de trote que nos mantiene actualmente rodando todo el tiempo por estas carreteras umbilicales de nuestra Centro América particular.

Viene y va de "chascada", una cita del emperador Carlos V, que nos regala Butor:

"Si j’avais su ce que vous vouliez faire, vous ne l’auriez pas fait, car ce que vous faites là peut se trouver partout, et ce que vous aviez auparavant n’existe nulle part".

(Do 221006)

Pedro León Carvajal es autor de Todos los días de mi muerte y Fracciones de algún total.

jueves, octubre 26, 2006

El mundo más dogmático

Los diputados de la Asamblea Nacional en Nicaragua, decidieron ceder ante las Iglesias cristianas, y penalizar el aborto terapéutico. Lo más triste es la falta de personalidad de los diputados actuales, en especial los de la izquierda, de quienes se esperaría por lo menos voz en estos asuntos.

Son unos personajes tristes que no pueden siquiera diferir de sus jefes, siquiera escuchar a los otros. Son unos religiosos del poder, en un país que está quedando en puros dogmas. Hasta la Ministra de Salud ha resultado menos servil que los diputados con su llamado a, por lo menos, considerar los criterios médicos y científicos.

Es un panorama triste, pero sobre todo irresponsable el de estos melancólicos diputados sin criterio, al servicio del oportunismo.

Copio aquí un artículo que publiqué el 14 de marzo de 2002 en El Nuevo Diario, y que algo de este momento funereo ya llevaba:


A la espera de un mundo más dogmático

"La próxima canonización de Sor María Romero ha despertado un curioso afán político e intelectual por relacionar a la futura santa con la identidad nacional. En medio de una orfandad crónica de valores, los partidos y los intelectuales (ni más ni menos) echan mano del aura prestada por el Vaticano para despejar las dudas: hemos sido, casi pegajosamente, nicaragüenses porque enjendramos seres incontrovertibles, no sometidos a la duda histórica y sin las máculas de la postración espiritual, económica y cultural.

Estos seres conforman un singular Panteón en el que se incinera ese atosigante y dulce incienso cuya aromática ideología vive cantando una melopea a lo anti-crítico. Ultimamente Sandino, crónicamente Rubén Darío, necesariamente Pablo Antonio Cuadra, beatificamente Sor María Romero. Estos atados de la entelequia (la entelequia de la identidad nacional) sufren penosamente el incienso que les ofrendamos. No son nuestros retratos queridos, ni están ahí atrapados por la cámara fotográfica en un suceso circunstancial, ni poseen ideología (ya un ex-comandante ofreció a Sandino como héroe nacional, y el partido de izquierda simpatizó con el Papa Juan Pablo en la canonización antedicha). Sin dejo de ironía, me atrevo a decir que estos héroes y esta, hasta ahora única, heroína parecen poetas.

En efecto, ningún sujeto más enrarecido, alado y misterioso a fuerza de esencialización que un poeta nicaragüense, teorizado (o teologizado), desde luego, por la historia cultural nicaragüense. No solamente descienden, según algunos estudiosos, de la cepa cultural grecolatina (Homero sería algo más que un putativo padre), sino que su proyecto de fundar una cultura nacional está más allá de la historia, pues no ha fracasado nunca, al contrario de los proyectos políticos, sociales y económicos emprendidos por otros nicaragüenses.

Ya sabemos, además, que Sandino tenía cara de poeta. ¿Y una santa no es algo así como cierta Encarnación, al menos parcial, del Verbo? Pues bien, lo curioso es que esta quietud e inmovilidad de los iconos nacionales contrasta con la crisis social, política y económica. Contrasta, para ser preciso, porque trata de apaciguar, de resolver en un impulso ciego y teológico lo que antes los burócratas llamaban «la problemática». ¿No necesitamos algo así como un grupo de nobles ideales que legislen lo que ninguno de nosotros se atreve a plantear sin dobleces, sin cinismo y sin superstición?

Este mecanismo de imaginar noblezas posee una raíz colonial bastante transparente. Cierto tipo de intelectual criollo, incluso sufriendo de fiebres liberales, sigue creyendo que las capitales del Reino son Madrid y el Vaticano. Aquel que no -ese otro intelectual un poco huérfano, menos oportunista, liberal de tuétano o marxista de reciente orfandad- tampoco puede «volver a París» ni «volver a Moscú», pero está generalmente silenciado ante los retratos probos: al fin de cuentas este intelectual progresista u orgánico, como se decía antes, va de retroceso en la ola restauradora, y, además, no discute que el modelo canónico del héroe pasa necesariamente por cierta aura de alfabeto, de manejo sacerdotal de la letra y pedagogía ritual de «padre de la patria».

En esta conyuntura, esperar un mundo cada vez más dogmático no parece una contradicción, sino, al contrario, es, para algunos, el proyecto «intelectual» favorecido. Pronto los iconos de nuestra identidad les transmitirán, creen ellos, los códigos de la revelación, y, según ilustre y dogmática afirmación, «serán lo mismo las palabras y las cosas». Pero mientras sucede tal misterio teológico, la intelectualidad necesita de un nuevo canon histórico. Es ahí donde asoma el espíritu (y la letra) de don Carlos Cuadra Pasos. Ultimamente, este ilustre granadino sufre de «revival». Alguien ya vio, en una arriesgada operación, que Cuadra Pasos coincidió avant la lettre con la UNESCO y su dogma de «cultura de paz».

¿Por qué creer que la historia nacional debe significar asimilar lo heterogéneo hasta zanjar las diferencias? Imaginemos que a nuestro teatro ideal de héroes y heroínas entra don Crisanto Sacasa, el bicéfalo representante armónico (no hay manera más contradictoria de decirlo) de liberales y conservadores, a fundirse, en cuanto «alma blanca», con Sandino, bajo la mirada un poco ansiosa de Rubén Darío y Sor María Romero. ¿Luego de tal encuentro comenzaremos a ser felices, es decir, civilistas, pacifistas y liróforos?

Aunque tal teatralidad esencialista puede entusiasmar a algunos (incluso intelectuales en operación burda de recolectar poder cultural para sí mismos), pongo en duda ese resultado ideal. Si la operación se da (si no es que ya se está dando) el resultado será meramente «geográfico»: una nueva distribución de la ideología que «supere» y esconda la violencia de clase, la violencia de género, y la violencia étnica (que ya son nuestros tradicionales elementos constitutivos). De manera que aunque algunos esperen de buena o mala fe un mundo más dogmático, es bueno advertirles: ese mundo no vendrá, la espera será en vano. Y será mejor comenzar a pensar de manera diferente en nuestros «engaños coloridos»."

viernes, octubre 20, 2006

Nellie Campobello (no) está muerta.

En 1998, La Jornada de México informaba sobre la muerte de la escritora mexicana Nellie Campobello, desaparecida durante 12 años, y al parecer secuestrada por Claudio Fuentes Figueroa o Claudio Niño Cifuentes, quien creó, hasta 1998, la ficción de que Campobello estaba viva, habiendo muerto ella desde julio de 1986.

Campobello había escrito algunos de los relatos más singulares sobre las luchas regionales del norte de México, sobre todo Cartucho: relatos de la lucha en el norte de México. (1931). Pero, además, había sido promotora cultural y bailarina. Su vida enigmática, el extraño azar de su secuestro y oculta muerte, así como la absolución de sus secuestradores por faltas de prueba, ha provocado algo así como un nuevo auge de esta escritora que en vida no fue muy reconocida.

Pero no se trata nada más de un destino escabroso y de cierto sensacionalismo cultural. En tiempos en que los grandes paradigmas de la revolución mexicana han caído, quizá no sea casual la preocupación por una escritura “menor”, que desde su propio contexto desanima y rearticula a la vez esas grandes verdades culturales que han sido desplazadas. En efecto, se trata de una literatura regional, femenina, elíptica: nada de los grandes cometidos de las grandes novelas (anti)revolucionarias (siendo Los de abajo la más reconocible).

Por medio de la reivindicación de lo marginal, en la literatura de Campobello, se puede leer de otra manera lo que fue tanto la lucha regional como la política cultural de la revolución. Pero, además, hay un asunto de escritura que es fundamental: Campobello incorpora una radical mirada vanguardista en sus relatos, en la que la fotografía, vuelta narrar episódico, mirada “objetiva”, ojo de la niña, es el medio de inspiración y aspiración.

Copio algunos párrafos de mi ensayo “El ojo de la niña/ La niña del ojo: Cartucho de Nelly Campobello.”, que fue publicado recientemente por la revista Fractal de México:

“Efectivamente, la inscripción visual/ fotográfica constituye un elemento fundamental para el proyecto de Cartucho. Por un lado, establece una metáfora de la escritura y de la memoria, remitida de manera estratégica al ojo de la niña, para fingir una verosimilitud que algunos críticos leen de manera referencial: como “una visión virgen de la Revolución”, por ejemplo (Portal 99). Por otro lado, la opción visual fotográfica contribuye a establecer la posición política de la autora, como mujer, regional, o disidente. En la nota “Inicial” de la primera edición (1931) se articulaba de manera esencial este cometido, proyectando cierta relación con el vanguardismo y codificando la visión infantil no como verosimilitud, sino como distanciamiento fotográfico documental. Aunque esta introducción fue eliminada a partir de la segunda edición (1940), se puede considerar un elemento fundamental del proyecto textual general de Cartucho. Ahí se concentraba parte de la estrategia de amalgamiento de la forma fragmentaria, la historia personal y un rol social acatado de manera irónica.

La nota inicial alude al viaje de Campobello y su hermana Gloria, a Cuba, en donde según narra ella misma en Mis libros tuvo contactos culturales muy importantes, entre ellos con el vanguardismo literario (Mis libros 15-19). El texto suprimido introduce al cubano Fernández de Castro, que Campobello llama “nuestro amigo”, tomando fotos de las dos hermanas, con “una Kodak azul” (Cartucho, 1931: i). A la par, la técnica visual recibe una codificación formal en las metáforas vanguardistas que Campobello usa: “Hombre incrustado en una nube o en un riel”. “La fábrica bosteza y quiere tragarse a Fernández de Castro”. (i). Las dos muchachas son ubicadas como objetos de fotografía y tipificadas en un lugar femenino tradicional, que ellas aceptan: "Nos llamó muñecas, éramos sus muñecas, serias, formales. MIS MUÑECAS, “así él dijo” a veces era mi hermana Gloriecita, la muñeca número uno, a veces era la número dos, yo siempre fui la muñeca I, éramos para todas la horas del día y parte de la noche, sus muñecas serias, formales, SERIAS, FORMALES Y MUÑECAS". (ii)

La fotografía se inscribe como instrumento de la disciplina genérica, define el lugar de las muchachas, el histrionismo social que se les recomienda (muñecas, serias y formales). En esta definición, el lugar de las muchachas es decorativo y pasivo. Sin embargo, según sigue la historia del texto, Fernández de Castro enferma y en las visitas que las dos hermanas le hacen al hospital, Campobello comienza a contarle al enfermo sus recuerdos de guerra. Fernández le sugiere entonces escribir esos recuerdos: "Así fué como (sic) cada tarde le llevaba al Hospital del Cerro mis fusilados escritos en una libreta verde. Los leía yo, sintiendo mi cara hecha perfiles salvajes. Vivía, vivía, vivía… Acostaba a mis fusilados en su libreta verde. Parecían cuentos. No son cuentos…
Mis fusilados, dormidos en la libreta verde. Mis hombres muertos. Mis juguetes de la infancia". (iv)

Las convenciones instauradas al principio han cambiado. La mujer se ha desprendido de su sitio decorativo de muñeca y la escritura la lleva a enfocar visualmente los soldados como objetos y juguetes/muñecos. A la vez, el tiempo de visita al hospital—tiempo en el que se narra—ofrece una referencia unificadora de la experiencia fragmentaria de las imágenes. Ese tiempo es también un tiempo de escritura/ dibujo/ visualización en una “libreta verde”. El tiempo de la narración es, pues, el que se le dedica al amigo que ha instaurado la visualidad fotográfica con su Kodak azul, y el tiempo de la reproducción escrituraria de esa visualidad. Si en apariencia Campobello ha acatado su lugar de “muñeca”, en realidad termina por subvertirlo y el sentido de tal inscripción es imponer las fotografías de sus “hombres muertos”, sus “juguetes de infancia”.”

Este ensayo fue preparado originalmente para la clase sobre literatura mexicana del profesor Joshua Lund, en el año 2002. De ahí para acá, se han reeditado los libros de Campobello, hay una fuerte presencia suya en el ámbito cultural mexicano, y se piensa, en general, su legado.

Añado algunos links importantes, en relación con Campobello:

Sobre la reedición de Mis libros, La Jornada, 19 de febrero de 2006.
Reditan Mis libros, volumen con toda la obra literaria de Nellie Campobello

Rocío Fillega. “Nostalgia por Nellie

Rocío Fillega y Germán List Arzubide “Encuentros y desencuentros con Nellie Campobello

Mary Louise Pratt .“Mi cigarro, mi Singer, y la revolución mexicana: la danza ciudadana de Nellie Campobello

Jorge Aguilar Mora. “Perpetuar la infancia”.

martes, octubre 17, 2006

Everybody's Got A Bomb

No sé si alguien en algún lugar hace encuestas de sueños colectivos. No me refiero a ilusiones utópicas colectivas (por ejemplo, el socialismo o el consumismo), sino a sueños de verdad, de esos que se tienen en las horas de sueño.

Recuerdo que en los años 1970s, tuve algunas veces la pesadilla de la bomba. Miraba en el fondo del cielo el hongo proverbial, lo cual no era menos que lógico, dado el estado terrible de la guerra fría. En el sueño los escenarios eran bastante cotidianos: la acera de argamasa lustrosa, el quicio, la muchacha que iba a la pulpería a comprar el arroz para el almuerzo, el goteo de las tejas, la naturaleza respirando a menos de medio metro de mi nariz. Pero el escenario espacial era global.

Las recientes noticias de que Corea del Norte tiene la bomba me ha hecho rememorar que tiempo después recibí con júbilo la canción 1999 del álbum 1999 de Prince de 1982. Supe entonces que mi sueño no había sido algo aislado. Supe que mi sueño también había sido algo festivo.

En 1982 es obvio que no había terminado la guerra fría, y en todo caso escalaba todavía más--no obstante que Marvin Gaye había advertivo: We dont need to escalate...--, incluso hasta el espacio, con lo que iba a llamarse guerra de las galaxias.

La canción de Prince ocurre un día que podría ser el del fin del mundo, y en el que "todo el mundo tiene una bomba". De hecho, las pruebas nucleares de Corea han mostrado que muy pronto muchos más países tendrán la susodicha bomba. De hecho, se ha informado que entre 20 y 30 países podrían acceder a la bomba nuclear pronto. En la canción, el trovador (es un decir) propone que la vida es sólo una fiesta, y las fiestas no están supuestas a durar, que hay guerras por todos lados y que, ya que va a morir, esta noche escuchará a su cuerpo.

Esta objevización de mi sueño, vía funk, vía Minneappolis, me hace creer que aquellos sueños no eran algo aislado. También me hacen creer que se abrirá pronto otro ciclo global de sueños y pesadillas, en que lo cotidiano seguirá siendo eso, y lo infinito también.

Cuando terminá la canción--en una disco? en un recreo? en un sitio del fin del mundo?--las chicas y los chicos preguntan: "Mami, por qué todo el mundo tiene una bomba?"

viernes, octubre 13, 2006

Demonio Meridiano I

“I said that time may change me
But I can't trace time” David Bowie

Hace 20 años llegué a la Universidad. Venía, casi literalmente, del cine. En realidad de cumplir el Servicio Militar, pero en ambiente urbano (así que el de Arcadia todas las noches era mi oficio verdadero). Entre el oscuro julio de 1986 y el luminoso (vamos a ponerlo así) febrero de 1987, no hice otra cosa que escuchar jazz en alta noche (sí, Radio Sandino programaba jazz, aunque Ud. no lo crea) y leer cuentos de Mario Benedetti (Todos los cuentos, Editorial Casa de las Américas; años después en La Habana Vieja, buscaba esa colección de Casa en los libros usados de la Librería Cervantes, frente a la Moderna Poesía—son las callecitas esas que aparecen de manera casi folklórica en Buenavista Social Club).

Recuerdo que Madonna recién había sacado True Blue, que Janet Jackson estaba en su apogeo (es mentira, como dijo la poetisa, que sólo escucháramos a Silvio) y que en horas de mediodía, con Radio Güegüense de fondo—más o menos por octubre—leí por vez primera de manera casi metódica, con notas y hermenéutica, la poesía de Mejía Sánchez. (Tendría que hacer varios diagramas de la casa que habitaba por entonces, pero sería dificultoso en este momento para el objetivo que persigo.)

Digo, pues, que llegué a la Universidad, nomás al salir del cine. Esta entrada y salida del cine amerita una nota más extensa. Sólo nombro algunas de las películas que miré en el cine (no video, y estábamos muy lejos del dvd) por esos años, películas que me impresionaron: El tambor de hojalata, versión de Schlöndorff (muy probablemente en el teatro Margot de Matagalpa) (después de conocer esa película, me ha dejado frío el escándalo de los medios en torno a ciertas declaraciones de Grass), La noche de San Lorenzo de los hermanos Taviani, Los amantes de María de Konchalovsky, con gran enamoramiento de Natassja Kinsky; del mismo, en un ciclo de cine soviético, Siberiada. De Klimov, Ve y Mira. Creo que todo culminó con un ciclo de la época mexicana de Buñuel. La revolución—que había comenzado en la maquina de escribir de mi padre—terminó en el cine.

Todos estos relatos de la modernidad acabaron formando la piel con la que ingresé a la universidad. Por entonces sí pude quizá haber sido llamado joven, sin ironía. En 1987, todavía había resonancias de grandeza en la Universidad, y me entregué de nuevo a los relatos. Mis guías fueron la novela Dr. Faustus de Thomas Mann, y Madame Bovary de Flaubert. Recuerdo la sorpresa con que descubrí que la novela de Mann que yo había leído con subrayados excesivos no era sino una biografía disfrazada de Friedrich.

Por su parte, Madame Bovary es el mejor recetario en contra del romanticismo. (Antes había sido fan de La Cartuja de Parma, por eso ese valor correctivo de Flaubert.)

A penas tres o cuatro años después de tales inicios, estábamos algunos en aguas de la “postmodernidad”: aguas estancadas, densas y oscuras, como si Michael Stipe cantara con nosotros: “trataré de no respirar” o “nadar nocturno/ se merece una noche callada…”

La postmodernidad se me parece al socialismo, o más bien, a lo que fue el andamiaje burocrático del socialismo real: es la tecnificación de una grandeza prestada a la modernidad. Lo dice quizá Lyotard en alguna parte, o como mis viejos compañeros, estoy yo también a punto de ponerme a balbucear.