jueves, noviembre 30, 2006

Para una página lateral


A Rosario y mis hermanos


Viene ese aire con que agita sus alas el viejo ángel. Lo miro, lo ausculto. He pasado en esa pregunta una temporada. Hace nueve meses dejé de ir al cine. Ante el ángel aparece mi padre. Todas las noches me lleva al cine. Una y otra vez, desde 1971 que vimos Pinocho juntos. Lo llamo por teléfono los miércoles por la tarde, desde Matagalpa o desde San Tranquilino (una vieja finca cubana convertida en escuela de cine). Habla desde la redacción y me cuenta que se encontró con una vieja cantante, casi demolida por el olvido, pero que él le hizo tres cuartillas para una página lateral.


Su película favorita es Marathon Man, donde un universitario débil enfrenta al Ángel de la Muerte (esa vez un nazi interpretado por Laurence Olivier). Mi padre quiere con fervor protagonizar esa película. Mis hermanos y yo, gozosos, nos reímos de él y su anhelo tan noble. Su pelea favorita es la de Oscar Ringo Bonavena frente a Alí. Bonavena, en laderas que no eran suyas, pierde de pie, y llora. La vida tiene ese aire instantáneo y heroico del boxeo.


Así veo ahora a mi padre, en una instantánea. 1939-2001 son las fechas de las bombas de las viejas y renovadas guerras imperiales. Y en el entreacto, abrir el periódico, sabiendo que la vida caducaba en la noche del cierre y recomenzaba en algún momento de la madrugada. Hasta el fin. Ahora están ahí los huesos del que amo, del muchacho que enamoraba a la muchacha de la esquina. Un reportero en el peligro, armado con libreta y grabadora. Sin carro, en el sol y la podredumbre de la ciudad. Un hombre así puede enseñar anarquismos, peleas, y estar en la soledad del solo como en su casa.


Esta ciudad ha demolido edificios. Ahora sopla un viento con polvo que llamamos ciudad. Ahí es donde mi padre almorzaba, no como un Vallejo rendido, sino como un héroe cinematográfico: metido en sí mismo, peleado con el mundo, pero circunspecto. Con su sentido de justicia que lindaba lo autodestructivo, yo no podía menos que crecer en contra suya. Nos mirábamos mutuamente con amor y escepticismo. El sabía que yo estaba equivocado. Yo sabía que él estaba equivocado. Él porque creía que yo despreciaba la fugacidad, que para él era vida y necesidad. Yo porque creía que él exageraba en esa fe y que las podridas grandes cosas estaban detrás de otras letras. Era nuestra mejor forma de amor.


Ahora, para no variar ese amor, estoy prendido de la guitarra buscando para él una canción de rock: es el no, es el lodo. Sé como amaba los tangos y por eso le compongo ese secreto de canción, para el tuétano que no se pudre, contra el olvido. Me deja usar su máquina de escribir (también 1971) y yo redacto para él una escueta y romántica descripción del lago, que luego él guarda con recelo junto a mi viejo Silabario Catón. Esa escritura y ese recelo son un pacto de sangre y de caballeros. Cada uno por nuestro lado buscamos la gema de la página lateral, la no blanqueada por el sometimiento.


Noviembre de 1999: corrí por la calle para alcanzarlo. Acababa de recibir un diagnóstico, y yo le dije que a fin de cuentas él era mi único maestro. No se trataba solamente de decir un consuelo en un momento dramático. Era una verdad dolida y gozosa. Yo había escrito en 400 elefantes, un artículo recomendando quemar a todos los maestros literarios por inútiles. Sin embargo, sabía que ese hombre, que por ventura era también mi padre, y que recitaba de vez en cuando un poema postrado que decía Yo soy triste como un policía, era mi único maestro, por el que yo sentía –siento-- fervor y amor. Sabía que cualquier página lateral que yo pudiera elaborar, se la debía a él únicamente.


Él había cursado en el aula de maestro de primaria, y en el camino polvoriento. En la calle de los muertos que asomaban de las ruinas, y en el encañonamiento de la GN. En la injusticia de los dueños y en el sindicato. En la borrachera del olvidado, en el tango, el vals peruano y el bolero. Sobre todo en la página lateral del reportero. Esa página que puede ser hueso, huella y símbolo de la fugacidad. Él me había contado todas las historias, en diferentes días y grados, con diversos tonos y sombras, con más o menos lágrimas. Todas eran una: un niño semicampesino e “hijo natural” que luego es hombre coherente el resto de su vida. Como tantos otros de su generación, era un hombre que golpeaba una ciudadanía del futuro que nunca vino.


En junio de 2001 estoy junto a su cama de hospital. Hablamos de las cosas que se puede hablar en esas penumbras dolorosas. El presupuesto de salud, la falta de humanismo de los médicos, y la lucha de clases. Le doy un beso en la barba crecida y me despido. Recuerdo otros besos. Especialmente aquel de cuando regresé de alfabetizar: ese beso de la dulzura era más importante que las hipótesis de los bien portados hijos de Sandino.


Hace nueve meses dejé de ir al cine. Desde antes que él se fuera, porque era mi duelo y mi homenaje. Veo únicamente una película de la memoria y otra del sueño. Memorizo su gallardía, la última vez que lo abracé, y susurraba algo de unas letras que navegarían el aire. El sueño que se corporiza es el de la madre que surge de la nada para transmitir en un abrazo el secreto, el código y el amor. Ya soy ahora, junto a él, esa memoria y ese sueño.


Todo esto es como quedar sin piernas mientras sopla el viento que trae polvo, y viejas memorias del Salmo 23 se susurran. Este arpegio de hojas besadas por el aire. El final de un filme en el que el héroe nos ha dejado desde antes y nosotros, los sobrevivientes secundarios, usamos el último rollo para sentir ceniza en la garganta.



A la memoria de LDL, publicado en El Nuevo Diario, en enero de 2002.

viernes, noviembre 24, 2006

Raymond Carver: Los días claros y soleados

Hace unos inviernos (¿tres, cuatro?) tuve un asueto que dediqué a leer puntilloso, cuentos y poemas de Carver. Traduje algunos de estos --los poemas, digo--, y permanecí entusiasmado otros tres, cuatro inviernos en la desemejanza del mundo. Ahora encuentro aquellos cadáveres en el clóset, algunos impúdicos e impublicables (ya no se diga traidores de los Derechos de Autor). Particularmente este que publico me da nostalgia, porque recuerdo que en aquel invierno era el epicentro significativo que prometia la luz de entre toda una fragorosa literatura oscura. Es de Carver, pero no garantizo ninguna fidelidad en la traducción (tampoco quiero ampararme en la divisa de los traductores --traidores, a fin de cuentas-- poco entrenados: "traduccion libre"). Soy responsable, pues, del entuerto y el dislate.



GALLETAS SODA


¡Vosotras galletas soda! Recuerdo


cuando llegué aquí entre la lluvia,


azotado y solo.


Cómo compartimos la soledad


y la quietud de esta casa.


Y me atrapó de piés


a cabeza una duda


mientras os sacaba


de vuestro envoltorio de celofán


y os comía reflexivo


en la mesa de la cocina


la primera noche con queso


y caldo de hongos. Ahora,


exactamente un mes después


una parte importante de nosotros


sigue aquí. Estoy bien.


Y vosotras -- Estoy orgulloso de vosotras también.


¡Hasta os estáis remarcando en


el impreso! Cada galleta soda


debería tener igual suerte.


Hemos hecho bien por


nosotros mismos. Escuchadme.


Nunca pensé


que pudiera llegar a esto


con las galletas soda.


Pero os digo


los días claros y soleados


están aquí por fin.

martes, noviembre 21, 2006

Robert Altman ya es un alma

Traen los cables la noticia de la muerte de Robert Altman, mi cineasta favorito, del tiempo cuando uno acostumbraba saber quién era el autor y lo que hacía con sus películas, cómo y por qué había puestos esos fetiches y actores ahí (¡otra vez Shelley Duval y Keith Carradine!), cómo movió la cámara en esta secuencia y el símbolo tras el chico con alas que cae y muere en un estadio de Texas. Cuando uno seguía los declives, las repeticiones, los private jokes, las vestiduras, el encanto, lo romo y escondido de la trama. (De los gringos, son tres autores mis favoritos vivos en este sentido narrativo que digo: Eastwood, Altman, Lynch. Para qué boom latinoamericano, para qué novelistas. Y , peor hoy día cuando cualquier barbero te habla de cine como del último buñuelo "posmo" del planeta, sin mencionar al director de la cinta.)

Para seguir incidentalmente con mi demonología contemporánea (aquello que llamé Demonio Meridiano) debo decir, a propósito, que salí del cine para entrar en el cine. Y particularmente a la Escuela de San Tranquilino. Ahí vi lo que pude de Altman. Haría el rosario hoy mismo: no era el rostro primordial de Shelley Duval en McCabe y la Sra. Miller, en el grupo de prostitutas que llegan? era, acaso, la muerte de Warren Beaty bajo la nieve? O la parodia de Romeo y Julieta en una versión radial de aquellos Ladrones Como Nosotros, que ya evoqué en un cuento? O el remolino dramático y cómico de películas como La Boda y El Largo Adiós; o la parla fofa pero reveladora de Shelley en Tres Mujeres conversando con Sissy Spacek?

Altman tiene una extesísima filmografía, 87 películas, programas de tv, series, etc., según enlista la imbd. Durante los 90s tuvo otro auge particular, estrellas de todos los tamaños y talentos quisieron aparecer en sus filmes. No perdió su esencial irónico y cáustico. A los 81 años cumplidos presentó su última película en al Festival de Berlín.

De Brewster McCloud recuerdo la muerte casi mística del chico que quería volar, con alas prefabricadas, confeccionadas en un sótano en que brillaban las pestañas de Shelley. La muerte y el cadáver devienen, al final de la película, en un ameno corto de publicidad, para ilustrarnos, desde ultratumba, ahora que ya es solo un alma, Altman, sobre cómo funciona la imagen en estos tiempos y cómo de heroicos son los verdaderos autores en estos mismos tiempos.

jueves, noviembre 09, 2006

Haití

Claro, tengo el álbum de Caetano Veloso y Gilberto Gil, Tropicalia 2, que abre con ese perturbador poema y rap bahiano, sobre Haití:

Pense no Haiti, reze pelo Haiti
O Haiti é aqui
O Haiti não é aqui
.

Lo curioso es que contextualmente Haití es ciertamente lejano y otro, pero cercano y propio.

Con motivo de las elecciones y el cambio de gobierno, se ha invocado por todos lados el estado de pobreza de Nicaragua, "el país más pobre de Latinoamérica depués de Haití". Así que es aquí, y está cerca. Pero no es aquí, y es el Otro que rechazamos.

Sin embargo, por períodos prolongados, cuando salís a la calle, tomás el bus, observás a dulces o endiabladas turbas, oís noticias de imparables epidemias de enfermedades respiratorias, o, como en Quilalí, de meningitis, sabés que estás en Haití.

Mirás la prensa pobre, los filósofos de a pie, la gruta urbana que va de la Piñata al 7, sobre todo al atardecer cuando se abren las cantinas sin paramentos pero con pantallas gigantes, y las mujeres gordas fuman y toman cerveza Victoria.

En sueños aparecen los poetas provincianos que sueñan--sí, en el sueño sueñan--con un empleo digno, y los FoodMarts apretados en donde ruge el aire acondicionado, y se ve en vitrinas La Prensa como un diario con cara de primer mundo y un sabor pocamadre. Y escuchás las más espantosas sorry ass radioemisoras de Managua que programan a Arjona como si fuera Dylan, e invocan a Dios todo el tiempo, porque no hay duda que Dios está cerca.

Y a las 7 los hermanos cristianos que aporrean la batería de mala manera, otra vez frente a Dios y la Estética. Te has salido del río del tráfico que vomita por carretera sur, has entrado en la noche de Haití, los árboles crecen de la basura; aquí había bosques y ahora hay zinc. En la noche no practicás más mnemoctecnia que el brindis aquel de los Rolling Stones por "la sal del mundo"; sí, brindemos por la gente que trabaja duro... Y pensás que ya lo había repetido Silvio Rodríguez desde Cuba:

Viva el harapo, señor
Y la mesa sin mantel...


Estos días que entra noviembre como a una vitrina de sol que se llena, se vacía, hace remolinos, se va pronto de la luz, piensa en Haití, piensa que Haití es aquí, aunque sepás que no es aquí.