a reparar los cadáveres de tus poemas. Y así los
embalsamaba. Día a día.
Tu fallida prosodia, tu hueco nocturno
tu estrella desplazada. Todo era fácil si trabajaba
en el poema fallido. Todo era
un trasiego lacónico pero vívido de materiales. (Recordaba también el momento exacto
en que había escuchado por vez primera el verbo trasegar en una
pulpería de Matagalpa: se trasiega lo que se vive.)
En abril cuando el otoño amenazaba
y andaba enseñando por los pasillos a Vallejo, entre
el ruido ensordecedor de la modernización al pie de la vieja Facultad
(la modernización por supuesto del transporte y el smog)
podía soñar con más esmero, incluso masticar el sueño
esas masas de aire frío marcadas una a una.
Eso podría contarles: una avioneta blanca corta
por la mitad la Cordillera. No hay nube ni poema ni mirada
constante.