lunes, diciembre 28, 2020

Nuevas y mejores emociones

 Hoy por la mañana llegó la noticia del fallecimiento de Armando Manzanero. El COVID hizo lo suyo una vez más en un año ya doloroso.

Me acordé de algunas canciones favoritas: "Felicidad", "Soy lo peor", "El último verano". Me acordé de esas antes de evocar otras, quizá mejor conocidas. Se transformó el diario peregrinar por la web que propician el teletrabajo y la peste, en colección de versiones y contraversiones: Vicky Carr, Raphael, Felipe Pirela, Tony Bennett.

Pero vino primero "Felicidad" atado a recuerdos infantiles. 1971 quizá. Una casa que yo percibía grande. Un corredor que yo creía interminable. Y, al fondo, del corredor la voz de mi padre y contertulios desgranando a Gardel, Sadel, Chabuca, Marco Antonio Muñiz, Manzanero. (Esa casa de alquiler y sus posibilidades quedó colgada en un recuerdo azotado por ciclos de pobreza social.)

Cuando estuvo de moda Roma, la película de Cuarón, noté que parte de su magnetismo residía en que la forma fácil con que los espectadores se identificaban con la vida de esos niños ubicados en la encrucijada del conflicto adulto, del conflicto político, de la realidad colonial de la raza y la subalternidad y, quizá de una manera palpable, pero hasta cierto punto atenuada, de la presencia de la radio. En mi caso, las canciones de la película me hablaron de manera quizá más directa que algunos toques de la narrativa melodramática de la película. Reconocí una época latinoamericana en ese soundtrack (que ya incluía a Leo Dan o a Juan Gabriel).

No, no estaba Manzanero en el soundtrack de Roma, pero pudo haber estado. Reconozco en esa misma textura de la radio, en el estilo cruzado de pop y bolero, con alguna que otra estridencia moderna (no me atrevo a decir rock), un deseo y una promesa. En efecto, es de tarde en este pueblito de la meseta soplado por genízaros y guanacastes que dan sombra a cafetales todavía existentes, y en la radio Manzanero canta "Felicidad". Es el tipo de canción de festival que estaba de moda en esos años, con mensaje reconocible y orquestación pop. Es fácil agrietar el recuerdo con observaciones peyorativas: nunca tuvo voz de cantante, el productor no es George Martin, el lujo de la felicidad es alcanzado de manera casi kitsch. Pero ahora tengo todavía cinco años y la voz de la radio no puede ser hendida por el rayo de la crítica.

Eran años en que, como dice otra canción de Manzanero, uno buscaba "nuevas y mejores emociones". Si esto suena a comercial (probablemente de días de radio) no hay que espantarse tanto. Era parte de la educación sentimental de los que se asomaban (nos asomábamos) a la modernidad tratando de usar los medios a nuestro favor: arrojados a las ruedas del tren que pasaba por la estación Lumiere. En efecto, entre la radio y el cine (que nos apabullaba a veces con viejas películas de Gardel o nuevas de Raphael) recibimos ese modelaje de las nuevas y mejores emociones.

Ya evidenciaba Monsivais las labores pedagógicas de la cultura mediática. "Contigo aprendí", una de las canciones canónicas de Manzanero, nos enseña la relatividad del tiempo del enamorado, y, en plena era de viajes espaciales, nos muestra el lado oscuro de la luna de una manera probablemente mucho más entrañable que Pink Floyd. La canción espera poder responder a una pregunta que se la haría un maestro de New Age tanto como místico o un agente publicitario: cuál es la clave para ser dichoso.

La respuesta en Manzanero refiere a la ética amorosa que a la vez es pedagógica, aunque su pedagogía, igual que la de muchos de los maestros de la poesía conversacional latinoamericana, apunta, más bien, a la vida cotidiana. A un discurrir del tiempo pautado por la costumbre y el rito: ver llover, ser novios, sentir y enumerar procesos subjetivos. No es el único gesto ni la única parcela distinguible en el amplio cancionero del mexicano, pero es, sin embargo, fundamental. Es una poesía de interiores con fugaces incursiones en lo  público (como olvidar "la calle en que nos vimos"). Ese gesto poético que se resume bien en aquella decisión sabia del enamorado: "Voy a apagar la luz/ para pensar en ti". 


jueves, noviembre 19, 2020

Indigenismo y americanismo en Ernesto Cardenal

 Apareció en Acta Literaria mi texto sobre el indigenismo americanista de Ernesto Cardenal, en el poemario Los ovnis de oro.


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miércoles, octubre 21, 2020

Otro sueño con Managua

 Soñé que estaba con María en la oficina de Somoza Debayle porque necesitábamos alguna “firma todopoderosa” [en la “Canción de cuna sin música” Carlos Martínez Rivas se refiere a la Loma—Casa Presidencial—como fuente de esa firma todopoderosa]. Esperamos un rato y yo observaba la tranquilidad, convencionalidad y sosiego de los empleados (sosiego que, sentía yo, se acabará pronto cuando todo esto se derrumbe). Ese último pensamiento me hace suponer que el tiempo histórico es 1978. Sin embargo, cuando salimos a la calle, a buscar transporte para Jinotepe, es más bien un poco antes del terremoto de 1972. Lo advierto en la tienda de música por la que cruzamos: álbumes de Los Beatles y otros músicos rock (¿Van Morrison?). Alguien compra, por otra parte, discos compactos (“solo duran seis años” advierte el vendedor), lo cual introduce un nuevo dato anacrónico. (Una vez, regresando de Matagalpa, compré en el Roberto Huembes, en efecto, un disco de los Beatles. No tenía portada, pero equivalía al disco 2 del “álbum rojo”. Quizá por eso mi recuerdo está tan fisurado, como diría un crítico cultural. Porque está intervenido por recuerdos de varias épocas.) El sueño termina en la expectativa de cómo volveremos. Yo me imagino que volveremos en uno de esos taxis interlocales grandes que había antes, un Chevrolet antiguo que aquí funcionaban para llevar siete pasajeros por viaje. En el sueño me esfuerzo en poner mi poco saber sobre una Managua de antaño.  En el sueño soy, en cierto sentido, mi padre en los años 70s tratando de entender el mundo.

lunes, octubre 12, 2020

La nación clandestina

 Vi en @RetinaLatina la obra maestra de Jorge Sanjinés, La Nación Clandestina. Es decir, volví a ver, pero esta vez desde el streaming de el 2o Ciclo Restaurados de la Cinemateca de Bogotá. Recomendable ver esta película, y ver las películas de Retina, porque, entre otras cosas, Netflix y su modelo de series no agota ni agotará todos los significados.

Aunque la película está muy enraizada en la historia boliviana, y esto puede distanciar al espectador del contexto histórico, o dejarlo con muchas lagunas, en general se comprende bien la tensión que establece la película entre historia comunitaria-indígena e historia nacional. Parte de la maestría del filme es establecer esos complicados vínculos entre ambas, estructurándolos con la peripecia trágica de Sebastián, sujeto que vive ambas experiencias. Por un lado, la ciudad, su participación en el ejército y en grupos paramilitares de derecha, golpes de estado, vida alienada de sujeto solitario, pérdida, en fin, de su identidad indígena. Por otro lado, su pertenencia comunal marcada por el conflicto: entregado, en marco casi feudal, a un patrón de la ciudad y opositor a la articulación de su comunidad con la resistencia social, reintegrado a la comunidad pero, por último, traidor a su pueblo.

Sin embargo, le tocará al mismo Sebastián hacer confluir estas historias que parecen no encontrarse: la historia nacional, marcada por el horizonte social de la revolución de 1952, y la historia comunal en que se guarda la resistencia cultural, y el condicionamiento de los estigmas coloniales. La forma trágica en que convergen ambas historias es el sacrificio del protagonista por medio del baile, que implica la expiación y la conjura de fuerzas míticas que, unidas al sacrificio de comuneros en las luchas sociales, alumbran un nuevo sentido histórico.

Me sorprendió cierta cercanía de la película con la novela de José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Como en la película, en la novela de Arguedas es también la muerte la que se ofrece como especie de retorno mítico para "curar" la profunda fractura psíquica que supone una vida entre culturas. No se trata en ninguno de los dos casos, de idealizaciones funcionales a la circulación cultural de la globalización ("culturas híbridas", "culturas líquidas") , sino algo más profundo y trágico. (La relación con el ciclo de novelas indigenistas andinas es también un ángulo de investigación importante para seguirse.)

La estrategia narrativa escogida por Sanjinés es narrar el camino de vuelta de Sebastián interrumpiéndolo con los recuerdos y acontecimientos pasados, para dar con un final en que concurre su llegada al pueblo con el arribo de los comuneros con sus muertos, derrotados en la protesta social. Progresivamente, se observa en la película cómo la lógica de los recuerdos significa la reintegración de Sebastián a su comunidad: del modelo, digamos, por asociación en que se incrusta el recuerdo, va adquiriendo mucha más potencia el plano secuencia en que el pasado del protagonista se integra al presente de su viaje de vuelta. La estructura narrativa "acoge" y llena de sentido el dramático regreso.

miércoles, octubre 07, 2020

Once

 Hace 11 años llegué a Chile. Antes del día de la partida, por varios meses, vértigo de semanas y días contados y pesados, viví el duelo de dejar el país. Ni siquiera el país: de dejar a la familia. Una realidad compuesta por mis propios recuerdos y los recuerdos heredados. (Recuerdos de mi abuelo o mi bisabuela, por ejemplo.)

Como era un viaje dentro de la adultez y la burocracia, era también un viaje con cierto horizonte desesperanzado. ¿Recuerda, Ud., El astillero? El Larsen burócrata que llega para sepultar un pasado. Pero, en fin, quería recordar lo que dolió, y tanto, separarse, no obstante que las formas eran otras: tenía que irme, allá iba tener trabajo, quizá reconocimiento, un mejor futuro para mis hijos. El mundo ahora era una aldea que podía cruzarse así o asá. La Sudamérica cosmopolita. El Chile creciente.

 Había aceptado mi destino permanente de irme. Los recuerdos heredados: mi padre entró a estudiar periodismo a finales de los 60s, en la Universidad Nacional. Eso lo hizo terminar adquiriendo libros, grabadoras, cámaras, y, sobre todo, una máquina de escribir. Ahí estaba condensada mi salida del país (y de la comunidad de recuerdos heredados, de los que tampoco puedo librarme). El cadáver de aquella máquina de escribir y la tumba de mi padre en Nicaragua son los puntos lógicos de mi estructura narrativa.

(También se puede ir para atrás en este mismo blog. Por ejemplo, la anotación en que anunciaba: Me voy de vez en cuando a algún lugar  o aquella en que conmemoraba un cuarto aniversario.)

sábado, octubre 03, 2020

Cuento en Horacio Castellanos Moya

 En uno de los ensayos de La metamorfósis del sabueso (Santiago, UDP, 2011), Horacio Castellanos Moya dice: “el cuento huyó de mí como antes lo hizo la poesía y he quedado en el desamparo, enamorado, a la espera de su regreso” (53). En efecto, HCM se instaló en la narrativa a través del relato corto con libros como ¿Qué signo es Ud., niña Berta? o Perfil de prófugo.

Gracias a la profesora Barbara Dröscher, comenzamos (los que éramos por entonces aún estudiantes de Arte y Letras en la UCA de Managua) a leer cuentos de HCM hace más de 25 años. Había cierta frescura en la forma de enfocar la violencia que presentaba el hondureño-salvadoreño cuyos libros en ese momento, editados en los formatos humildes de la UCA de San Salvador, no eran los de un autor internacionalizado. Su desenfado y naturalismo era quizá necesario luego de décadas de una narrativa con tendencia a idealizar los sujetos y los procesos políticos.

Volví a leer cuentos de HCM recientemente como parte de un curso sobre narrativa centroamericana que imparto en la Universidad de Chile. En este sentido lo que pongo a continuación está atravesado por las discusiones con las estudiantes que están en el curso y con quienes converso vía Zoom (son tiempos de pandemia) dos veces a la semana.

Reconozco que al leer cuentos de HCM la distancia entre personaje, narrador y autor es un alivio. Desembarazarse de la pose frecuente del individuo histórico Castellanos Moya (visible por cierto en La metamorfosis del sabueso) se hace casi necesario, vista su tendencia a ofrecerse y magnificarse como único individuo crítico en un país (y en una región: Centroamérica) habitada por “tarados” (ver La metamorfosis 27).

(Otro tema, otra ocasión, daría para evaluar el proyecto intelectual de HCM, la relación de este proyecto con la pose literaria necesaria para ingresar a un campo cultural internacional, incluyendo la diseminación de una idea de una Centroamérica sumida en la barbarie, y, por último, el entusiasmo que despierta en territorios relativamente mayores—digamos, Chile—en donde quizá el ofrecimiento narrativo “orientalista” de la barbarie sea tomado con poca distancia crítica.)

Lo que pongo a continuación son notas y reflexiones sobre cuentos específicos. Con “¿Qué signo es usted, niña Berta?”, cuento que da título al libro, Castellanos Moya parece orientar el interés narrativo hacia la clase media baja urbana salvadoreña. Esto tomando en cuenta que en la narrativa de la época había (quizá) cierta predilección por los campesinos o las clases bajas como sujetos literarios. (Un ejemplo: la gran novela Un día en la vida, de Manlio Argueta.)

El enfoque de la clase media permite, además, centrarse en un ambiente urbano, de oficinistas y profesionales, con aspiraciones de pertenencia o roce con las clases altas. La ciudad representa un foco de interés, con sus características, sus segmentaciones sociales, los problemas de transporte y vivienda, los ámbitos de las clases profesionales, la presencia de otras clases, los lugares públicos y politizados.

Se destaca en la narrativa una perspectiva crítica sobre los estamentos medios. En el cuento se sugiere incluso cierta connivencia con las organizaciones paramilitares de derecha.

Castellanos opta por un realismo en apariencia convencional, pero que, al contrario del testimonio o la novela social, no toma como eje personajes ideales y representativos de una comunidad. Opta por el personaje común, con deseos, aspiraciones, contradicciones, vicios y ambigüedades. Más que representar una comunidad política subalterna a través de un personaje, lo que hace es representar un personaje fracturado y distanciado con respecto a la realidad política y social. (Quizá se trata de un realismo más cercano al de Vargas Llosa que al de cualquier intención literaria social.) La pregunta por el “signo” de la niña Berta refiere a la ambigüedad política del personaje.

A un nivel alegórico se puede advertir una identificación entre la niña Berta y la clase media baja, llena de ideas falsas de elegancia, que desprecia a las clases de más abajo (los niños pobres que entran a la oficina de publicidad), sin compromiso o solidaridad social con las luchas políticas, y, a fin de cuentas, abandonada a su suerte por los más pudientes. En este caso, el narrador parece sugerir la necesidad de una toma de posición política, y quizá, en ese sentido, la disposición realista de la narración apunta a una especie de compromiso político crítico.

En los cuentos de Perfil de prófugo, en cambio, ya apunta uno de los ejes de la narrativa de Castellanos Moya, relacionada con la representación de los personajes masculinos. Suelen ser estos machistas, misóginos, egoístas, chovinistas y violentos. En cuentos como “Percance” o “Feria de artesanías”, la condición masculina se vincula de manera casi naturalista con la procedencia nacional. Es el “salvadoreño” el que se representa en los términos peyorativos y fatalistas que condiciona, de paso, cualquier proyecto de emancipación. Si en “Qué signo” se podía advertir cierto interés crítico en el contexto, en Perfil el naturalismo manipula una “personalidad nacional” condenada por su género a la impotencia (sexual en “Percance”, retórica en “Feria de artesanías”).

Obviamente, la impotencia se traduce alegóricamente como incapacidad política. Sobre todo, la izquierda salvadoreña es vista como incapaz de favorecer el cambio social. La reiteración sobre la condición violenta del salvadoreño (“marcialitos”, los nombra “Percance” en alusión a Salvador Cayetano Carpio) conduce tendencialmente a la representación de un individuo masculino que mata maquinalmente o por placer.

Este camino naturalista puede advertirse en “Paternidad” (de la colección El gran masturbador) en que una pretendida autogestión femenina (una académica que quiere administrar su embarazo y criar a su hijo sola) es destruida de manera irascible. La lógica masculina violenta niega la reproducción, la filiación y la posibilidad de una articulación alternativa de la misma. Esa especie de convencimiento de que no hay salida o alternativa posible a la violencia, parece inscribirse de manera estratégica en el proyecto narrativo de HCM.

Falta investigar los avatares que sufre tal convencimiento en su ya largo desarrollo novelístico. Asimismo, lo que ha significado el abandono del género cuento y lo que significaría que el autor lo retomara, o lo que significaría que su abandono sea permanente.

martes, septiembre 29, 2020

Y sirve Rancière para América Latina?

 El Rancière que piensa el museo republicano, por extensión los patrimonios visuales y audiovisuales. ¿Sirve para la experiencia latinoamericana? (¿No es demasiado cartesiana esa mirada?)

[En Aisthesis (41) aparece "la idea del arte como un patrimonio: como la propiedad de un pueblo, la expresión de su forma de vida, pero también como una propiedad compartida cuyas obras pertenecen a ese lugar común que ahora se llama Arte y se concreta en el museo"].

Me surgió esa pregunta mientras comentábamos en un curso, la película María Candelaria (Indio Fernández 1943). Es tan cerrada e ideológica la utilización de las imágenes en el filme (incluido el elidido óleo de la indígena desnuda, que presenta el rostro mas no el cuerpo de María Candelaria-Dolores del Río) que resulta difícil encontrar un resquicio democrático, o de participación (reparto) de los públicos. Incluida la variable blandida por Monsivais de un cine pedagógico, lleva a pensar en la misma distorsión de las memorias (¿los patrimonios?) e imposibilita pensar en una sola narrativa cultural  que conecte con un pueblo democráticamente dispuesto (a no ser que uno crea que las narrativas nacionales latinoamericanas son realmente homogéneas).

Soy consciente que cabe el peligro de erigir una otredad algo complaciente. "Somos tan diferentes que Rancière no sirve para América Latina" rezaría una posición macondista que no me interesa exaltar. Pienso sí que se puede retomar teorizaciones como la de sociedad abigarrada (en Zavaleta) o de sociología de la imagen (según Rivera Cusicanqui) o de heterogeneidad (según Cornejo Polar) para pensar los patrimonios audiovisuales latinoamericanos y contrastarlos con las instalaciones más o menos democráticas de la modernidad en la región. Esto, en el fondo, asentaría la convicción de que no se puede pensar la cuestión de un reparto democrático de las imágenes y los patrimonios audiovisuales sin pensar la cuestión de la colonialidad.

martes, septiembre 08, 2020

Sueños en pandemia

 Comencemos por el sueño proverbial en que voy a iniciar un curso, y cuando me toca hablar para darlo por iniciado no sé ni sobre qué tema es el curso ni que bibliografía voy a usar. (22 de marzo).

Sueño que me encuentro en un edificio universitario, probablemente latinoamericano y estatal, dada su pobreza, con Villalobos y con J. Beverley. En parte es un recuerdo de hace más de diez años, de Providence, RI. (9  de mayo).

En el sueño ella cruza espacio-tiempos, de la estructura campesina de la casa de mi abuela (candiles, piso de tierra, mujer descalza) a la modernidad tramposa (el viaje a los Estados Unidos, la usura). Nos parecemos, parece decirme el sueño, en eso de acumular pasados disímiles, campesinos y modernos. (20 de mayo).

En mi sueño la fiesta comienza, es quizá una boda o un cumpleaños, o cualquier otra gran celebración. Yo observo cómo y por cuál techumbre Firpo trepa al tejado de la casa. Mientras la fiesta se desarrolla, él contempla desde arriba, como un monarca o un santo, el desarrollo de la fiesta. A mí me angustia cuándo y por dónde podrá bajar del tejado. Me perturba un poco que nadie le dé la importancia que se merece el asunto. La fiesta no me interesa para nada. (7 de junio).

Tengo un sueño dentro del sueño. En uno de los planos una mujer mayor me propone una interrogante entre mero acertijo o demanda de respuesta interpretativa. No sé la pregunta exacta pero su resolución es tropológica: qué tipo de figura diseña tu vida, o algo así. Estamos en un estadio o, mejor, un ágora (podría ser la parodia deportiva de un ágora). Mi respuesta es: me resulta evidente cómo los medios (la radio, el cine, posteriormente la TV) agobiaron mi almita de cinco años. Para mi respuesta estoy tomando en cuenta mi anterior sueño (que soñé inmediatamente antes que el actual del ágora) en el que observo a un tipo joven que aparece en diversos comerciales y películas, siempre en overol de aviador. Yo soy un niño de cinco años y en el radio Phillips de mi padre, y en la TV y en el cine observo la propaganda de estos aviadores, y de este hombre, mitad superhéroe mitad bohemio. El sueño es como un comentario irónico de la creencia: no hay tal héroe sino propaganda. (9 de junio).

De nuevo soñé que Cristóbal me conseguía un trabajo en Managua. Era quizá de nuevo finales de los1980s, había escasez y, como ahora, cajas de alimentos. En ese sueño y siempre los trabajos son tristes, los espacios, ajenos y los compañeros de trabajo, fantasmas. (30 de julio).

Sueño que tengo tres perritos. Uno es similar a Fargo o Firpo, mediano o grande y requiere un paseo particular. Hay una perrita diminuta a la que nunca he paseado y tengo la expectativa y el deseo de hacerlo. (23 de agosto). 

lunes, agosto 31, 2020

De perfil

 

He pasado ya 56 veces por este mismo día.

Ni el cuerpo ni la ideología encuentran nunca un fin,

El arte está en la cola del barrilete muchas veces.

Lo que apacigua el sueño lo prende el mar,

lo que el bulbo nocturno y subrepticio, el recuerdo lo enciende.

Ya la mitad de mí se perdió en tu memoria. Es buena edad.

Cuando caigo dormido en la silla es a mi padre a quien estoy hablando.

La gama masculina pasa por un arroyo, por un pecho.

Ya deletreo, madre y maestra. La sal penetra el reino de la dalia.

La masa hiere la lengua. Ahora cada año

Viene con un expediente. 

Así el arbusto sofisticado con su fruto indistinguible.

martes, agosto 11, 2020

Ínsulas


Se publicó en la Revista de Estudios Hispánicos (Washington University, St. Louis) mi artículo sobre procesos de comercialización e institucionalización en Solentiname. Link en Project MUSE.
Digo en una parte del artículo que:

"Retomando la propuesta de René Lourau en El análisis institucional llamo contrainstitucional a la lucha que se da dentro de la institución (en el caso de Solentiname, la Iglesia católica y la institución monástica, primordialmente, y luego el campo cultural y político hispanoamericano y nicaragüense). Tal lucha se proyecta, según Lourau, en la pareja conceptual poder instituido y poder instituyente; si el primero refiere a “la cosa establecida, las normas vigentes, el estado de hecho confundido con el estado de derecho” (Lourau 137), el poder instituyente (que en este caso motivaría las luchas de Merton y Cardenal por alterar el modelo de comunidad contemplativa) alude a esa característica dinámica de las instituciones que las convierte en “lugares de cambio y de transgresión más o menos institucionalizados” (132). Es decir, que Solentiname no se sale de lo institucional ni renuncia a ello (la Iglesia católica y la retórica de la contemplación mística) pero incide con toda su acción instituyente en un desplazamiento cultural y político."

 

lunes, agosto 03, 2020

Obispos



Tiendo a ver el catolicismo más como un lastre—social, político y moral— en la historia de Nicaragua, que como un elemento constructivo. Veo a los Obispos como el poder masculino, homosocial y patriarcal en esencia. De Obando a Báez me parecen la misma oscuridad. Me parece que se requiere ante tanto poder incuestionable de la Iglesia, más secularidad. Sobre todo, a partir de 2018 se quiere ver a estos señores Obispos como depositarios de una nueva moral o de la moralidad de la nación, etcétera. Intelectuales de la talla de Sergio Ramírez lo han afirmado (entrada de Facebook del 20 de julio de 2018). Yo pienso lo contrario (es decir, que la moral de los obispos tiene que ver con su institución y no con el país), y quizá deba alegrarme de no coincidir en esto con la idea dominante entre intelectuales. Yo sigo viendo a “un hombre con sonrisa brutal y ojos de pícaro” para recordar al poeta, cada vez que se asoma un obispo nicaragüense en la pantalla de la computadora.


jueves, enero 02, 2020

Varios sueños

imagen vía pixabay.com


Soñé que visitábamos a Octavio Paz en su mansión. Íbamos María, ES y yo. La razón de nuestra visita era que nos apoyara en algunos proyectos culturales que teníamos (no podría decir despierto cuáles, aunque dormido me daban mucha seguridad). Cuando llegamos, encontramos al poeta besuqueándose con un su querido en un sofá que estaba afuera en el patio. El hecho homosexual no nos sorprendía, al fin y al cabo, se trataba de un predicador del erotismo y la libertad (aunque yo quizá pensaba para mis adentros que Balderston tenía razón, y recordaba un artículo que sugería una relación amorosa de Paz con Pellicer). El patio de la casa era una extraña reproducción ampliada, y con caballeriza incorporada de la casa de Sergio Ramírez (Los Robles, Managua). O. Paz deja del lado a su amante para atendernos a nosotros. Su cabeza ya es una metamorfosis en progreso e inestable de sí mismo mezclado con Dean Stockwell (sí, el mero Candy Colored Clown) y André Breton. En el fondo sé que tal metamorfosis es mera pose de O. Paz. No hay en mi ánimo una actitud de admiración enfática, sino un problemático distanciamiento. Toma la palabra E., la rebelde del grupo, tutea al poeta, se coloca un poco más allá de la deferencia que muestra el Maestro Mexicano. Todo se dispersa en un ambiente de fiesta y decae en una especie de corrida de toros, ahí mismo en el patio paceano. Pero no son los toros dignos o estilizados a lo Picasso, sino unos toros raza brahman prosaicos, amenazantes y extraídos sin duda del relato productivista y desarrollista del somocismo nicaragüense.

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Soñé que por razones aparentes de deuda tenía que cambiar mi Tiida Nissan por un carrito pequeño, viejo y azul propiedad de un taxista. Era una máquina extraña a la que nunca pude encontrar la caja de cambios, si bien tuve en mis manos en algún momento una pequeña caja separada del carro que aparentaba serlo. Andaba por lugares rurales de la costa central chilena, llevando a una gente que de vez en cuando asistía a fiestas o se insurreccionaba. Había devenido, pues, un taxista, aunque en el sueño nunca asumí tal papel.

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Sueño que soy el protagonista de El cojo bueno, la novela de Rey Rosa. Manejo una moto en una pista de Santiago, hay lluvia y me cuesta ver en los espejos retrovisores. Hay un momento en que me doy cuenta que casi caigo dormido manejando. Entiendo que es hora de tomarme un descanso. Me detengo en un pueblito y visito la casa de una gente que me suele recibir (aquí coincido de nuevo un poco con escenas de la novela). Ahora ya manejo un auto y espero que pase la lluvia refugiado en aquella casa de la familia indígena. El paisaje es guatemalteco.

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Sueño que orino negro impecable como tinta. Aunque en el intervalo entre una y otra hora de orinar espero que sea algo pasajero, orino negro de nuevo. Digamos, para no incurrir en la metáfora de la escritura (orinar tinta, sueño barthesiano), que orino color petróleo, o incluso grafito. Tengo la angustia de las consultas médicas que deberé hacer (qué comí o bebí como para orinar negro: será un exceso de vino tinto, doctor, aunque este negro de mi sueño es más bien tipo Under the Skin, el manto negro de la alien fatal) pero como estoy asistiendo a un Congreso, me dejo llevar por lo ya organizado: las reuniones, los bocadillos.