Hoy por la mañana llegó la noticia del fallecimiento de Armando Manzanero. El COVID hizo lo suyo una vez más en un año ya doloroso.
Me acordé de algunas canciones favoritas: "Felicidad", "Soy lo peor", "El último verano". Me acordé de esas antes de evocar otras, quizá mejor conocidas. Se transformó el diario peregrinar por la web que propician el teletrabajo y la peste, en colección de versiones y contraversiones: Vicky Carr, Raphael, Felipe Pirela, Tony Bennett.
Pero vino primero "Felicidad" atado a recuerdos infantiles. 1971 quizá. Una casa que yo percibía grande. Un corredor que yo creía interminable. Y, al fondo, del corredor la voz de mi padre y contertulios desgranando a Gardel, Sadel, Chabuca, Marco Antonio Muñiz, Manzanero. (Esa casa de alquiler y sus posibilidades quedó colgada en un recuerdo azotado por ciclos de pobreza social.)
Cuando estuvo de moda Roma, la película de Cuarón, noté que parte de su magnetismo residía en que la forma fácil con que los espectadores se identificaban con la vida de esos niños ubicados en la encrucijada del conflicto adulto, del conflicto político, de la realidad colonial de la raza y la subalternidad y, quizá de una manera palpable, pero hasta cierto punto atenuada, de la presencia de la radio. En mi caso, las canciones de la película me hablaron de manera quizá más directa que algunos toques de la narrativa melodramática de la película. Reconocí una época latinoamericana en ese soundtrack (que ya incluía a Leo Dan o a Juan Gabriel).
No, no estaba Manzanero en el soundtrack de Roma, pero pudo haber estado. Reconozco en esa misma textura de la radio, en el estilo cruzado de pop y bolero, con alguna que otra estridencia moderna (no me atrevo a decir rock), un deseo y una promesa. En efecto, es de tarde en este pueblito de la meseta soplado por genízaros y guanacastes que dan sombra a cafetales todavía existentes, y en la radio Manzanero canta "Felicidad". Es el tipo de canción de festival que estaba de moda en esos años, con mensaje reconocible y orquestación pop. Es fácil agrietar el recuerdo con observaciones peyorativas: nunca tuvo voz de cantante, el productor no es George Martin, el lujo de la felicidad es alcanzado de manera casi kitsch. Pero ahora tengo todavía cinco años y la voz de la radio no puede ser hendida por el rayo de la crítica.
Eran años en que, como dice otra canción de Manzanero, uno buscaba "nuevas y mejores emociones". Si esto suena a comercial (probablemente de días de radio) no hay que espantarse tanto. Era parte de la educación sentimental de los que se asomaban (nos asomábamos) a la modernidad tratando de usar los medios a nuestro favor: arrojados a las ruedas del tren que pasaba por la estación Lumiere. En efecto, entre la radio y el cine (que nos apabullaba a veces con viejas películas de Gardel o nuevas de Raphael) recibimos ese modelaje de las nuevas y mejores emociones.
Ya evidenciaba Monsivais las labores pedagógicas de la cultura mediática. "Contigo aprendí", una de las canciones canónicas de Manzanero, nos enseña la relatividad del tiempo del enamorado, y, en plena era de viajes espaciales, nos muestra el lado oscuro de la luna de una manera probablemente mucho más entrañable que Pink Floyd. La canción espera poder responder a una pregunta que se la haría un maestro de New Age tanto como místico o un agente publicitario: cuál es la clave para ser dichoso.
La respuesta en Manzanero refiere a la ética amorosa que a la vez es pedagógica, aunque su pedagogía, igual que la de muchos de los maestros de la poesía conversacional latinoamericana, apunta, más bien, a la vida cotidiana. A un discurrir del tiempo pautado por la costumbre y el rito: ver llover, ser novios, sentir y enumerar procesos subjetivos. No es el único gesto ni la única parcela distinguible en el amplio cancionero del mexicano, pero es, sin embargo, fundamental. Es una poesía de interiores con fugaces incursiones en lo público (como olvidar "la calle en que nos vimos"). Ese gesto poético que se resume bien en aquella decisión sabia del enamorado: "Voy a apagar la luz/ para pensar en ti".
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