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martes, noviembre 22, 2022

Pablo Milanés: un culto pleno a la verdad

Pablo Milanés era poeta del hastío y del tiempo, de la juventud desvanecida, del amor gastado y el envejecimiento. Una “waste land” en condiciones revolucionarias. Se recordarán los versos de “Años”, “el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”.

A veces su poesía enunciaba una contradicción básica con la disciplina, la regla y la norma social. “No me pidas, / que a todo diga que sí/ que te cansarás”.

“No me pidas”. “Yo no te pido”. Son títulos confluyentes que se encuentran en el mismo álbum (No me pidas, 1978).

En los años 70 la construcción socialista pedía pensar qué aceptar o que no, y en qué condiciones, de las múltiples exigencias. Otros versos indicativos al respecto: “Lo anhelado a veces te hace mirar hasta trascender, / lo logrado te ve sentado descender”.

La Nueva Trova era ya por entonces no sólo un emblema revolucionario sino también algo que pertenecía a un círculo de internacionalización y consumo. Es de lo que trata “Sábado corto”. “Silvio en concierto u otro que se parezca/ Está bien para comenzar”. Gran homenaje a Silvio Rodríguez, gran modestia de autor (el “otro que se parezca” es Pablo).

Pero también la Nueva Trova articulada al nuevo tiempo posible en donde el amor purifica al consumo: “Ni el mal gusto, las colas, las próximas horas/ Pudieron con nuestro amor”. El “culto pleno a la verdad” que Milanés invoca en “No me pidas” se advierte en esa mirada poco dada a la idealización.

Por supuesto, está la invocación de los símbolos y luchas revolucionarios. Su gran trabajo musical sobre versos de Martí o de Nicolás Guillén (“Tengo”, una obra maestra musical). Mandela, Haydee Santamaría, la condición colonial de Puerto Rico, y la revolución cubana y latinoamericana que evoca en estos conocidos versos: "Bolívar lanzó una estrella / que junto a Martí brilló / Fidel la dignificó".

lunes, diciembre 28, 2020

Nuevas y mejores emociones

 Hoy por la mañana llegó la noticia del fallecimiento de Armando Manzanero. El COVID hizo lo suyo una vez más en un año ya doloroso.

Me acordé de algunas canciones favoritas: "Felicidad", "Soy lo peor", "El último verano". Me acordé de esas antes de evocar otras, quizá mejor conocidas. Se transformó el diario peregrinar por la web que propician el teletrabajo y la peste, en colección de versiones y contraversiones: Vicky Carr, Raphael, Felipe Pirela, Tony Bennett.

Pero vino primero "Felicidad" atado a recuerdos infantiles. 1971 quizá. Una casa que yo percibía grande. Un corredor que yo creía interminable. Y, al fondo, del corredor la voz de mi padre y contertulios desgranando a Gardel, Sadel, Chabuca, Marco Antonio Muñiz, Manzanero. (Esa casa de alquiler y sus posibilidades quedó colgada en un recuerdo azotado por ciclos de pobreza social.)

Cuando estuvo de moda Roma, la película de Cuarón, noté que parte de su magnetismo residía en que la forma fácil con que los espectadores se identificaban con la vida de esos niños ubicados en la encrucijada del conflicto adulto, del conflicto político, de la realidad colonial de la raza y la subalternidad y, quizá de una manera palpable, pero hasta cierto punto atenuada, de la presencia de la radio. En mi caso, las canciones de la película me hablaron de manera quizá más directa que algunos toques de la narrativa melodramática de la película. Reconocí una época latinoamericana en ese soundtrack (que ya incluía a Leo Dan o a Juan Gabriel).

No, no estaba Manzanero en el soundtrack de Roma, pero pudo haber estado. Reconozco en esa misma textura de la radio, en el estilo cruzado de pop y bolero, con alguna que otra estridencia moderna (no me atrevo a decir rock), un deseo y una promesa. En efecto, es de tarde en este pueblito de la meseta soplado por genízaros y guanacastes que dan sombra a cafetales todavía existentes, y en la radio Manzanero canta "Felicidad". Es el tipo de canción de festival que estaba de moda en esos años, con mensaje reconocible y orquestación pop. Es fácil agrietar el recuerdo con observaciones peyorativas: nunca tuvo voz de cantante, el productor no es George Martin, el lujo de la felicidad es alcanzado de manera casi kitsch. Pero ahora tengo todavía cinco años y la voz de la radio no puede ser hendida por el rayo de la crítica.

Eran años en que, como dice otra canción de Manzanero, uno buscaba "nuevas y mejores emociones". Si esto suena a comercial (probablemente de días de radio) no hay que espantarse tanto. Era parte de la educación sentimental de los que se asomaban (nos asomábamos) a la modernidad tratando de usar los medios a nuestro favor: arrojados a las ruedas del tren que pasaba por la estación Lumiere. En efecto, entre la radio y el cine (que nos apabullaba a veces con viejas películas de Gardel o nuevas de Raphael) recibimos ese modelaje de las nuevas y mejores emociones.

Ya evidenciaba Monsivais las labores pedagógicas de la cultura mediática. "Contigo aprendí", una de las canciones canónicas de Manzanero, nos enseña la relatividad del tiempo del enamorado, y, en plena era de viajes espaciales, nos muestra el lado oscuro de la luna de una manera probablemente mucho más entrañable que Pink Floyd. La canción espera poder responder a una pregunta que se la haría un maestro de New Age tanto como místico o un agente publicitario: cuál es la clave para ser dichoso.

La respuesta en Manzanero refiere a la ética amorosa que a la vez es pedagógica, aunque su pedagogía, igual que la de muchos de los maestros de la poesía conversacional latinoamericana, apunta, más bien, a la vida cotidiana. A un discurrir del tiempo pautado por la costumbre y el rito: ver llover, ser novios, sentir y enumerar procesos subjetivos. No es el único gesto ni la única parcela distinguible en el amplio cancionero del mexicano, pero es, sin embargo, fundamental. Es una poesía de interiores con fugaces incursiones en lo  público (como olvidar "la calle en que nos vimos"). Ese gesto poético que se resume bien en aquella decisión sabia del enamorado: "Voy a apagar la luz/ para pensar en ti". 


viernes, abril 22, 2016

Quién? Prince?

"Quién? Prince? Ese flacucho cogemadre con la Voz Alta?"

Hubiera querido que Prince envejeciera como blusero o rocanrolero del estilo de Chuck Berry o Little Richard, tocando para pocos y medio olvidado por la industria (y casi secretamente fundamental). Por desgracia no ha sido así. (Entre tantos estilos y modos que frecuentó con acierto, el del blues resulta notable: "God", "Joy in repetition", "Purple rain" no ocultan aquella fuente madre.)

Si bien en los últimos años parecía haber refinado las capacidades bluseras de su guitarra, su rango de creatividad en los diferentes estilos seguía intacto. Era, sin embargo, difícil seguirle el paso (como siempre). La prisa en él era la multiplicidad. Mentalmente quise ordenar muchas veces en qué estilos resultaba imprescindible Prince. Llegaba a listas en hipotético orden de intensidad,como la siguiente:
1. Funk
2.Soul
3.Pop
4. Blues
5. Rock
6. Jazz

Aunque casi siempre estos estilos aparecían mezclados y marcados por lo que en el lenguaje culturalista se llama "crossover": el intento (el deseo) de ampliar la exclusividad de un público y de un género. Fue Ray Charles quizá el primero, entre los grandes múiscos afroamericanos en señalar ese derrotero impuro.

La profunda conciencia de estos entrecruces llevó a Prince a ser un gran fundador de bandas. Las más famosas "The revolution", durante la era Purple Rain, y la "New Power Generation" (iniciando la gran época de  fines de los 80s e inicios de los 90s). Prince tomó del funk lo que se puede llamar performatividad democrática, como puede verse en el excelente filme Sign´O´the Times, en donde llega al colmo la integralidad de la banda, la participación, se podría decir, ampliada del grupo, la distribución de tareas y acentos. Más cercano en ese sentido a las actuaciones de las bandas de salsa (y cuando digo esto pienso en Los Van Van y en Juan Formell) que de las del populismo narcisista del rock heavy metal.

Del funk (y del blues) tomó también Prince la preferencia por la mala palabra y la escenficación de lo sexual, en canciones y escenarios. Pero, como en otros casos, lo prodigó e hizo variar: orgasmos dentro canciones ("Do me, baby"), casos de poliamor y ambigüedad genérica ("If I was your girlfriend"), misticismo erótico (el álbum "Lovesexy"). En los últimos años, debido quizá a su fe como testigo de Jehová, disminuyó ese lenguaje directo. Aunque, no se puede dejar de mencionar que ese arrebato religioso también tuvo buenos resultados artísticos (el álbum "Rainbow children", por ejemplo).

 En cierto sentido, Prince fue también lo mejor que le pasó al rock en español. Su estilo de producción y su actitud marcó al Charly García de los 1980s, y herederos. De forma directa o indirecta, pues todos fuimos influenciados por aquel hombre multiinstrumentista de Minnesota.

El gran sentido autoirónico de Prince es notable. Como aquella canción en que hace como que se pregunta a sí mismo por Prince: "Quíén? Prince? Ese flacucho cogemadre con la  Voz Alta?" Quizá estaba orgulloso más que nada de su falsetto (ver su cover de "Betcha by Golly Wow"), en la alta tradición de Smokey Robinson.

Como notaron los fans, la canción "Algunas veces cae nieve en abril" adquirió un sentido profético. Prince es aquel amigo remoto que muere al entrar la primavera.

lunes, abril 20, 2015

Los notables comen símbolos

En torno a la revolución sandinista se tejió toda una red de celebridades más o menos radicalizadas, comprometidas o curiosas (muchas turísticas) frente al hecho revolucionario tercermundista y tan a destiempo. (1979 era también el año de la revolución iraní que de alguna manera encantó por igual a Foucault y a Cardenal.)

Sólo en el diapasón del boom, es conocida la pasión sandinista de Cortázar, la simpatía de García Márquez, la aquiescencia, algo insólita, de Carlos Fuentes (prologuista de un libro de discursos de Daniel Ortega). Ya no digamos Eduardo Galeano, quien aunque no responde a lógica política del boom exactamente, sí sobresale por celebridad y radicalidad.

El entretejido es mucho más amplio y quizá merecería una investigacin aparte, y va desde celebridades de la literatura mundial (Rushdie, Grass) hasta actores de Hollywood (Martin Sheen, Susan Sarandon) o poetas de renombre (Ferlingethi, Evtushenko). Como digo, hubo en esa ola desde compromiso hasta turismo (y exotismo), con todos los grados y matices que pudieran caber.

En una anotación anterior aseguré que había cierta respuesta colonial de la elite literaria nacional ante, por ejemplo, Cortázar. Se trata de un fetichismo en que de manera inconsciente se asocia la celebridad internacional con el físico (la altura) en una lógica que, por otra parte, es acrítica y, notablemente, iletrada, en el sentido que no se discute sobre los libros de esos hombres famosos sino sobre los aditamentos de su fama.

Tal cual, la reciente muerte de Galeano (y en menor medida la de Grass)  ha deparado un escenario de aquellos. Verbigracia el reportaje de la La Prensa: Grass, Galeano y Nicaragua. No se trata tanto de la muerte del escritor sino de la memorabilia de su fama, de la foto con él, de sus ojos azules y su porte y su prematura calvicie. De su amistad y su "amor" más que de su escritura.

Galeano (o Grass) les interesa, a los guardianes de los símbolos, privatizado en aquellos años de gloria, más que público en un ámbito cultural y político complejo. Y desafortunadamente no tenemos en Nicaragua un espacio de recepción y lectura que equilibre aquella mirada fetichista. (La pobreza cultural es también la de la ausencia de suplementos culturales, grupos culturales independientes, carreras humanísticas que potencien la lectura por sobre la infame ilectura de los notables.)

En su necrológica de Galeano Gioconda Belli comienza informando que "Galeano tomaba unas duchas larguísimas".

Es la información y el tono típicos de un acercamiento que privatiza al mismo tiempo que frivoliza.

jueves, enero 16, 2014

Se van los conversacionales

No te dan ganas a veces de ser un conversacional

Ir entre sonidos de radios y baratas, cultivar tu jardín artificial

De tomatillos que decía Dalton, entrar en el mito, la mística y la música

Del jardín y el mercado, empleado que mira la luna

Pero mira se mueren los conversacionales y el mar que golpea

Envejecen a la vez Lou Reed y Juan Gelman y rosas Sabines Cisneros

Funerarias Rojas es la suerte de los rockeros

El corazón cincuentón de los neobarrocos

La barca concha nácar del Lezama traspapelado

Es la marea fotografiada que hoy está y ayer resaca

Metáfora que vuelve y va, elegante o marchita o prójima

Esta baba que era la historia de la poesía latinoamericana

Y aquí te citas como buen ciudadano: Cardenal en la pierna subastada, Retamar

de aguas menstruales, Pacheco del olvido,

Gelman de penas, Daltonismo literario, Sabinas en vez de Sabines 

Se van los conversacionales

Sabrán los conversacionales que se van


miércoles, julio 21, 2010

Recurrencia

Monsivais leyendo a Cabrera Infante y a Puig. Bolero y habanera.

Los del "boom" todavía highbrownovelanacional volviéndose advertidos. Viejos y pesados elefantes en sus fuentes.

La modernidad había sido la reescritura urbana del modernismo hispanoamericano. El aleph verdadero y cantarín. La rosa de Darío en las manos de Juan Gabriel.

miércoles, julio 01, 2009

Ahora que los 1970s se están muriendo

En los 70s, en Nicaragua, había tres referentes amplios de la imaginación, todos de producción autóctona. Las canciones de Carlos Mejía, las peleas de Alexis Argüello y, como gran subconciente político, el FSLN clandestino.

En los barrios, la gente vagabundeaba de casa en casa buscando aquella que tuviera TV para ver la pelea de Alexis, porque eran muchas y una en singular. Sus victorias se las celebraba con cohetes, y uno madrugaba por ver las peleas que eran al otro lado del mundo.

A un lado de la famosa pelea en Zaire de Alí y Foreman, las milimétricas, vertiginosas y disciplinadas victorias de Argüello. Algo de esto podría escribir quizá Escalera derrotado dos veces por Argüello--y estoy extrañando no poder discutir estos detalles con mi padre.

(En este punto la Wikipedia pareciera imprescindible: "Argüello defendió este título algunas veces, ascendió en categoría de pesos para retar al Campeón Mundial de Pesos Ligeros Junior Alfredo Escalera en Bayamón, Puerto Rico, en la que fue llamada por muchos La Sangrienta Batalla de Bayamón. Escalera había sido un campeón duro, con diez defensas de su título, y había destronado a Kuniaki Shibata en 2 rounds en Tokio. En la que algunos autores (incluyendo los autores del Ring Magazine) consideraron una de las más brutales peleas de la historia, Escalera le había golpeado el ojo, la boca y la nariz, pero su puntuación comenzó a descender cuando Argüello lo acabó, por una vez más en el Round 13.")

El boxeo no es un deporte sino una remisniscencia, y casi una filosofía. Ahora que los 70s están muriéndose, y pareciera que tienen prisa por morirse, hay que ir lentamente abriendo la imaginación de esa época, antes de cerrar la puerta.

sábado, enero 05, 2008

Del cuidado en la retórica escatológica


¡Cuidado!
Un obituario puede
inopinadamente
convertir al difunto en un bergante.

viernes, diciembre 14, 2007

I like Ike

Así vieron los blogs en español la muerte de Ike Turner

Hoy amaneció
Llega a esta redacción una triste noticia: murió Ike Turner, unos de los tres o cuatro tipos con los pergaminos suficientes para decir "yo inventé el rock and roll".

La Zamarra de Gustavo
Lo que le pasó a Ike Turner es responsabilidad suya, claro.

Mondo Gitane
Se nos ha ido El Hombre. El Rey del Ritmo. Nariz de Amianto. El Maltratador del Soul. El Ex por antonomasia.

Jenesaispop
Que Ike descanse mientras nosotros bailamos…

The destroyed room
Adiós al padre de este puto invento que llamamos rock.

Rock y otras artes
Big wheel keep on turning

Now playing

jueves, noviembre 30, 2006

Para una página lateral


A Rosario y mis hermanos


Viene ese aire con que agita sus alas el viejo ángel. Lo miro, lo ausculto. He pasado en esa pregunta una temporada. Hace nueve meses dejé de ir al cine. Ante el ángel aparece mi padre. Todas las noches me lleva al cine. Una y otra vez, desde 1971 que vimos Pinocho juntos. Lo llamo por teléfono los miércoles por la tarde, desde Matagalpa o desde San Tranquilino (una vieja finca cubana convertida en escuela de cine). Habla desde la redacción y me cuenta que se encontró con una vieja cantante, casi demolida por el olvido, pero que él le hizo tres cuartillas para una página lateral.


Su película favorita es Marathon Man, donde un universitario débil enfrenta al Ángel de la Muerte (esa vez un nazi interpretado por Laurence Olivier). Mi padre quiere con fervor protagonizar esa película. Mis hermanos y yo, gozosos, nos reímos de él y su anhelo tan noble. Su pelea favorita es la de Oscar Ringo Bonavena frente a Alí. Bonavena, en laderas que no eran suyas, pierde de pie, y llora. La vida tiene ese aire instantáneo y heroico del boxeo.


Así veo ahora a mi padre, en una instantánea. 1939-2001 son las fechas de las bombas de las viejas y renovadas guerras imperiales. Y en el entreacto, abrir el periódico, sabiendo que la vida caducaba en la noche del cierre y recomenzaba en algún momento de la madrugada. Hasta el fin. Ahora están ahí los huesos del que amo, del muchacho que enamoraba a la muchacha de la esquina. Un reportero en el peligro, armado con libreta y grabadora. Sin carro, en el sol y la podredumbre de la ciudad. Un hombre así puede enseñar anarquismos, peleas, y estar en la soledad del solo como en su casa.


Esta ciudad ha demolido edificios. Ahora sopla un viento con polvo que llamamos ciudad. Ahí es donde mi padre almorzaba, no como un Vallejo rendido, sino como un héroe cinematográfico: metido en sí mismo, peleado con el mundo, pero circunspecto. Con su sentido de justicia que lindaba lo autodestructivo, yo no podía menos que crecer en contra suya. Nos mirábamos mutuamente con amor y escepticismo. El sabía que yo estaba equivocado. Yo sabía que él estaba equivocado. Él porque creía que yo despreciaba la fugacidad, que para él era vida y necesidad. Yo porque creía que él exageraba en esa fe y que las podridas grandes cosas estaban detrás de otras letras. Era nuestra mejor forma de amor.


Ahora, para no variar ese amor, estoy prendido de la guitarra buscando para él una canción de rock: es el no, es el lodo. Sé como amaba los tangos y por eso le compongo ese secreto de canción, para el tuétano que no se pudre, contra el olvido. Me deja usar su máquina de escribir (también 1971) y yo redacto para él una escueta y romántica descripción del lago, que luego él guarda con recelo junto a mi viejo Silabario Catón. Esa escritura y ese recelo son un pacto de sangre y de caballeros. Cada uno por nuestro lado buscamos la gema de la página lateral, la no blanqueada por el sometimiento.


Noviembre de 1999: corrí por la calle para alcanzarlo. Acababa de recibir un diagnóstico, y yo le dije que a fin de cuentas él era mi único maestro. No se trataba solamente de decir un consuelo en un momento dramático. Era una verdad dolida y gozosa. Yo había escrito en 400 elefantes, un artículo recomendando quemar a todos los maestros literarios por inútiles. Sin embargo, sabía que ese hombre, que por ventura era también mi padre, y que recitaba de vez en cuando un poema postrado que decía Yo soy triste como un policía, era mi único maestro, por el que yo sentía –siento-- fervor y amor. Sabía que cualquier página lateral que yo pudiera elaborar, se la debía a él únicamente.


Él había cursado en el aula de maestro de primaria, y en el camino polvoriento. En la calle de los muertos que asomaban de las ruinas, y en el encañonamiento de la GN. En la injusticia de los dueños y en el sindicato. En la borrachera del olvidado, en el tango, el vals peruano y el bolero. Sobre todo en la página lateral del reportero. Esa página que puede ser hueso, huella y símbolo de la fugacidad. Él me había contado todas las historias, en diferentes días y grados, con diversos tonos y sombras, con más o menos lágrimas. Todas eran una: un niño semicampesino e “hijo natural” que luego es hombre coherente el resto de su vida. Como tantos otros de su generación, era un hombre que golpeaba una ciudadanía del futuro que nunca vino.


En junio de 2001 estoy junto a su cama de hospital. Hablamos de las cosas que se puede hablar en esas penumbras dolorosas. El presupuesto de salud, la falta de humanismo de los médicos, y la lucha de clases. Le doy un beso en la barba crecida y me despido. Recuerdo otros besos. Especialmente aquel de cuando regresé de alfabetizar: ese beso de la dulzura era más importante que las hipótesis de los bien portados hijos de Sandino.


Hace nueve meses dejé de ir al cine. Desde antes que él se fuera, porque era mi duelo y mi homenaje. Veo únicamente una película de la memoria y otra del sueño. Memorizo su gallardía, la última vez que lo abracé, y susurraba algo de unas letras que navegarían el aire. El sueño que se corporiza es el de la madre que surge de la nada para transmitir en un abrazo el secreto, el código y el amor. Ya soy ahora, junto a él, esa memoria y ese sueño.


Todo esto es como quedar sin piernas mientras sopla el viento que trae polvo, y viejas memorias del Salmo 23 se susurran. Este arpegio de hojas besadas por el aire. El final de un filme en el que el héroe nos ha dejado desde antes y nosotros, los sobrevivientes secundarios, usamos el último rollo para sentir ceniza en la garganta.



A la memoria de LDL, publicado en El Nuevo Diario, en enero de 2002.

martes, noviembre 21, 2006

Robert Altman ya es un alma

Traen los cables la noticia de la muerte de Robert Altman, mi cineasta favorito, del tiempo cuando uno acostumbraba saber quién era el autor y lo que hacía con sus películas, cómo y por qué había puestos esos fetiches y actores ahí (¡otra vez Shelley Duval y Keith Carradine!), cómo movió la cámara en esta secuencia y el símbolo tras el chico con alas que cae y muere en un estadio de Texas. Cuando uno seguía los declives, las repeticiones, los private jokes, las vestiduras, el encanto, lo romo y escondido de la trama. (De los gringos, son tres autores mis favoritos vivos en este sentido narrativo que digo: Eastwood, Altman, Lynch. Para qué boom latinoamericano, para qué novelistas. Y , peor hoy día cuando cualquier barbero te habla de cine como del último buñuelo "posmo" del planeta, sin mencionar al director de la cinta.)

Para seguir incidentalmente con mi demonología contemporánea (aquello que llamé Demonio Meridiano) debo decir, a propósito, que salí del cine para entrar en el cine. Y particularmente a la Escuela de San Tranquilino. Ahí vi lo que pude de Altman. Haría el rosario hoy mismo: no era el rostro primordial de Shelley Duval en McCabe y la Sra. Miller, en el grupo de prostitutas que llegan? era, acaso, la muerte de Warren Beaty bajo la nieve? O la parodia de Romeo y Julieta en una versión radial de aquellos Ladrones Como Nosotros, que ya evoqué en un cuento? O el remolino dramático y cómico de películas como La Boda y El Largo Adiós; o la parla fofa pero reveladora de Shelley en Tres Mujeres conversando con Sissy Spacek?

Altman tiene una extesísima filmografía, 87 películas, programas de tv, series, etc., según enlista la imbd. Durante los 90s tuvo otro auge particular, estrellas de todos los tamaños y talentos quisieron aparecer en sus filmes. No perdió su esencial irónico y cáustico. A los 81 años cumplidos presentó su última película en al Festival de Berlín.

De Brewster McCloud recuerdo la muerte casi mística del chico que quería volar, con alas prefabricadas, confeccionadas en un sótano en que brillaban las pestañas de Shelley. La muerte y el cadáver devienen, al final de la película, en un ameno corto de publicidad, para ilustrarnos, desde ultratumba, ahora que ya es solo un alma, Altman, sobre cómo funciona la imagen en estos tiempos y cómo de heroicos son los verdaderos autores en estos mismos tiempos.