miércoles, marzo 14, 2007

Virilidad

Recibo un mensaje no muy cifrado del Temido Ortodoxo, con ese león en su bolsillo listo para rugir, y me dice que he sido un crítico más bien tímido, apaciguante, con algunos cerillo melancólicos en la bolsa de la camisa, que no prenderán ninguna pradera, que me he dedicado a recorrer planos, angustias, cuadrantes; contar ladrillos del mismo color... Entonces me despierto, y tengo así apuntado mi más reciente sueño, a las 4 y 45 a.m. Benjamín que ríe entre sueños, dice: "Hola, papa", saliendo de la cuna.

En mi clase de cultura, explico el aspecto irracional del nacionalismo, no lo quiero llamar irracional, y entonces lo pongo entrecomillado: "irracional", ahí lo tienen, alumnos del tercer año, dibujen con cuidado esas comillas. Pero, además, se trata del aspecto e m o c i o n a l. Os invito, pues, a inventariar esas emociones, porque las culturas son inventariables.

Los chicos comienzan una protesta entre amarga y tímida por los manuscritos de Rubén Darío que fueron regalados al gobierno venezolano. Exijo distanciamiento, es lo que espero de una clase: sólo fijémonos que es así, en esa forma emocional como trabaja el nacionalismo. ¿Tiene razón quizá el Temido Ortodoxo en su email onírico? ¿Debo decir que Darío en realidad no quería ni pensaba morir en León? ¿Que uno de los peligros más graves con que se enfrenta un crítico literario en estos lares es el de volverse dariano (con o sin comillas)?

Hoy en El Nuevo Diario, Amaru Barahona defiende la entrega de los manuscritos. Pero lo hace de manera estratégica: mostrando el lado conservador de la academia. Comparto con él mucho de lo que dice, pero con la observación postestructural pertinente: ¿no es todo nuestro nacionalismo el laboratorio de esa academia? ¿no siente Ud. también esa parte emocional, o "irracional", cuando es despojado, pongamos el caso, del río San Juan o de los susodichos manuscritos? ¿Qué distancia hay, pues, entre la academia y la nación?

Barahona rememora "el escándalo precedente" al del presente: la discusión de la virilidad de Darío. Todos recordarán que un crítico uruguayo sugirió ciertos caracterres hermafroditos en Darío, provocando cierto escándalo nacionalista. Para aquella época escribí un artículo que nunca di a publicidad. Temedio Ortodoxo, sí, he sido ese de los cerillos húmedos.... Pero lo pongo aquí, porque lo conservo entre todos mis otros manuscritos... (qué terrible casualidad, yo también como Darío conservo manuscritos!) Decía así mi viejo alegato:

Virilidad

Se ha discutido, no hace mucho, la virilidad de Darío. A crisis y oquedades culturales, discusiones municipales. El problema político municipal comienza cuando la ecuación virilidad / patriotismo se ve perturbada ante los ojos un poco inquisidores de nuestro equipo de bienpensantes. No pueden los suspiros escaparse de la boca de fresa de Rubén. No se han visto semejantes despropósitos en los héroes nacionales. Es verdad que los postmodernos se esfuezan por ponerle una rosa tras la oreja a Bolívar, pero esas incidencias turbulentas ocurren en lugares menos estructurados. En Nicaragua, en cambio, se diría que el falo disciplinado y heterosexual de Darío apunta hacia el futuro y la comunidad utópica nacional por construir.

Lo que se oculta, desde la ortodoxia rubeniana, es que el deseo del vate de ser tomado como héroe nacional viril, fue más bien apagado. Un heterodoxo ideológico, de formalidades aristocráticas y manos de marqués, se sintió seguramente exasperado por el agasajo público y el fervor multitudinario. Quizá por eso se atrevió, en su viaje nicaragüense, a comparar a León con Roma y con París, y a compararse él mismo con Dante.

Pero lo emocionaba, tal vez un poco más seriamente, la ascendencia europea de doña Blanca de Zelaya, a quien comparaba con Diana, y otras diosas. También regalaba cármenes metafóricos llenos de piedras preciosas acrósticas al propio presidente Zelaya, seguramente porque lo impresionaba su formación europea. A este tipo de pequeñas arbitrariedades europeístas, y otras tantas pequeñas traiciones estéticas e ideológicas, debe acostumbrarse el que siga la sintonía de vida y obra en Rubén Darío.

Un día llegaba en su pegaso rudo hasta el empíreo y era el “caballero de la humana energía”, y el otro día miraba arder sin piedad,en hoguera inquisitoria, a Nietszche, por haberse rebelado ante Cristo. Compartiendo su ambigüedad puede uno desanimarse, dudar o divertirse. Nada de esto perturba su gloria literaria. El hecho, probado recientemente, es que esa misma ambigüedad sí puede turbar el nacionalismo adiposo que embebe al poeta. Una especie de cacería epistemológica querrá siempre fijar al héroe como una mariposa de papel, fuera de su brillo, su mimetismo y su promesa.

Por aquellos años analógicos y prefreudianos, era común que los titanes se sonrojaran. Los corazones se volvían peces vivos que había que masticar, entre dientes de sangre cardíaca, y a ese escándalo se le llamaba amor. Toda esa pasión de peluca, garconiere, y poetas estragados por la novela del amor, atraía, sin duda, a Darío y a los modernistas. Los volúmenes de Stendhal, Nietzche o Flaubert, estaban llenos de coqueterías, cuando no de raptos hermafroditos. Así, en famoso pasaje, el autor de Madame Bovary, era los caballos, la hierba, el cielo y el viento. Era también, y al mismo tiempo, el hombre cínico y la mujer traidora.

En el mismo temple, Oscar Wilde, en su lírico inventario epistolar, le recuerda a Lord Alfred Douglas que guarda en su memoria cada tono de cielo, cada hoja de camino, cada segundo nominal de aquel amor que le labró la desgracia. No será escándalo, suponer que este sublime recuento, pródigo y mágico, haya marcado la cultura occidental en sus formas menos esperadas. Funes, el memorioso, no es sino la versión kafkiana de aquel recordador del amor prohibido y aherrojado.

El mecanismo es digno de asombro: la memoria suspende la totalización, pues mientras enumera, se diría que emigra del yo situado en una biografía y en un sexo (le pasa a Flaubert de forma metafórica y a Wilde de manera trágica). Como se notará, esta suspensión no llega a ser problema político mientras mantenga su universalismo apaciguador. De ahí que Darío o Borges admiren a Wilde. Aunque sin duda es apasionante inquirir en qué tanto hermafroditismo había en estas fabulosas recepciones, el universalismo antedicho lo proyecta todo en la “cultura asexuada”.

La ambigüedad genérica ha impregnado todo el desarrollo cultural moderno. En su mito, Dalí no sabe hasta los cuatro años inclusive, si es niña o niño. García Lorca articula una verdad parecida, y Buñuel, memorioso, sordo y viejo, cita al vate de Granada: “Mi corazón niña y niño”. Tosco sería proyectar estas mitologías contra una historiografía positivista y una disciplina vaticana del sexo. Cuando Darío, en femenino es “sentimental, sensible, sensitiva”, no apunta precisamente a una comunidad de futuro idéntico. Apunta a una singularidad que sin embargo convoca fluidos y ecos diversos. La lectura que quiere fijarlo en la eternidad es la más carente. Otras mentempsícosis no empobrecen a Darío tanto como la de la “conciencia nacional” que se le atribuye.


Dicho esto, ¿no será esa rabia contra cierto tipo de nacionalismo también una parte emocional del mismo nacionalismo?

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