El medio electrónico Confidencial, en ocasión de la muerte de Antonio Lacayo, ha ponderado la transición nicaragüense de los años 90s, de la que Lacayo, ministro de la presidencia de Violeta Chamorro, fue agente decisivo.
Como se ve en los reportajes, los entrevistados--algunos de ellos también elementos clave de la transición, como el comandante Bayardo Arce o el ex-vicepresidente Sergio Ramírez--, no vacilan en exaltar la actuación de Lacayo en aquel trance histórico.
Lo que no aparece en los medios nicaragüenses es un análisis crítico de aquella transición. Como quienes hablan--todavía y exclusivamente--son ellos mismos jueces y parte del proceso, no caben dudas metódicas sobre ese pasado todavía reciente.
¿Es el caso humanitario de la muerte inesperada del agente político que obnubila momentaneamente las mentes de gente por otra parte pensante?
Lo dudo. También se trata de una operación en que se trata de asentar una memoria exclusiva (y excluyente). (Confidencial, por otra parte, puede ser considerado de hecho un medio "oficialista" de aquella transición.)
Yo no sé si en algún lugar los historiadores--en especial los historiadores jóvenes--estarán pensando de manera más crítica aquella transición. Como he repetido algunas veces desde este blog, la transformación del gobierno de Chamorro en un significante vacío y blanco, ha ocultado el carácter elitario de los acuerdos de transición: acuerdo arriba entre Chamorro y la elite sandinista, desestructuración abajo. (En el campo de la memoria, hay libros que responden canonicamente a esa estructura: las memoria de la propia ex-presidenta Chamorro; las memorias de Gioconda Belli.)
Hay una serie de preguntas que, por otra parte, deberían responderse para hacer de esa memoria un cúmulo menos contundente (y más democrático).
Un solo ejemplo. ¿Cuándo inicia la transición? Definitivamente, no el 26 de febrero de 1990. Uno podría remontarlo sin problemas a 1987 y a la firma de los tratados de Esquipulas. Con Esquipulas se comenzó a sellar el giro al (neo)liberalismo del sandinismo.
Dado que en cierto sentido el sandinismo dejó de pensar en 1974, no hubo ningún debate sobre las implicaciones de aquel tratado en que se potenciaba una victoria militar del estado sadinista, y, menos visiblemente por entonces, se acataba una derrota política.
¿Y no va a coronarse en cierto sentido el espíritu de Esquipulas en la idea desmadrada de un Canal Interoceánico como gran proyecto geopolítico del capitalismo dependiente propiciado por el sandinismo?
El problema no es pues si este u otro político muere en estado de santidad. El problema es de la historia, y de la (falta de) memoria.
domingo, noviembre 22, 2015
martes, noviembre 10, 2015
sábado, noviembre 07, 2015
Olor y narración
El aroma del tiempo (Byung-Chul Han, 2015)
De este libro, entre reflexivo y consumible, me interesó la biblioteca, relativamente variada y copiosa para sus 169 páginas. El Heidegger tardío de Camino de campo. El Nietzsche de Humano, demasiado humano. Proust.
Pero también los contendientes: el Lyotard de Moralidades postmodernas, el Heidegger de El ser y el tiempo (o partes de él), la Hanna Arendt de La condición humana.
Su tesis es relativamente simple. No vivimos en el presente una aceleración del tiempo, sino su atomización. Byung-Chul Han convoca un tiempo demorado, reflexivo, contemplativo. A Heidegger le agregaría la mística. A Arendt le combate una idea muy estricta de actividad, notando cómo la actividad lleva a la mecanización. A Lyotard le dice que el fin de la narración no implica lo vegetativo. De hecho hace falta narración (u olor de narración). “La narración da aroma al tiempo” (pág. 38). De ahí que Proust sea uno de sus héroes (junto a los caminantes rurales de Heidegger y Nietzsche).
A Byung-Chul Han lo están traduciendo a toda prisa en Argentina Barcelona (Herder), donde ya aparecen varios otros títulos (entre ellos La sociedad de la transparencia).
Quizá su nombre y procedencia, y su injerto en la filosofía alemana, provoquen un atractivo orientalista entre lectores del llamado mundo occidental (y latinoamericano). No deja de ejercer, además, cierto coqueteo con el budismo “nueva era” que resultará atractivo para un público más amplio.
Por otra parte, Han es sin duda un lector perspicaz y un hábil ensamblador de líneas temáticas largas de la filosofía actual. La cuestión de la duración del tiempo, en este caso, si bien es extraño que no haya alusión alguna a Bergson. Tampoco habría simpatía, según entiendo, con las líneas esquizoides con que Deleuze mira el cine. (De hecho Han quiere rehuir, siguiendo a Proust, un tiempo “cinematográfico” que sería atomizador. No vio a Tarkovski, no vio a Kiarostami.)
Aún otro elemento puede contribuir a una percepción liviana de Han. En comparación con algunos autores franceses (Badiou, Rancière), parece des-politizado. El tiempo atomizado de la posmodernidad y su remedio (la contemplación) no son cuestiones que Han resolvería fuera de la biblioteca.
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