Como he mostrado anteriormente, la imaginería religiosa tanto como la elaboración mediática de imágenes de contenido religioso, formó y forma parte de la batalla política nicaragüense, la que se agudizó a partir de abril de 2018.
Evaluar el lugar que tuvo la religión organizada, la Iglesia católica sobre todo, y el sentimiento religioso en el desarrollo de la lucha política, es un asunto de necesaria investigación, pero en sí mismo controversial, atravesado por la polarización política y la diversidad de posturas y perspectivas. En mi caso, no oculto mi falta de simpatía con la Iglesia, y quizá más profundamente, me parece una rémora la beligerancia de la Iglesia en el terreno político. La presencia de los hombres de rojo en el escenario político, con su encarnación de lo patriarcal, masculinista y poco democrático, me parece ir en contra del ideal de una sociedad política activa. (La crisis de la Iglesia chilena, en donde debido a la cadena de abusos sexuales, los obispos han tenido que disminuir significativamente su presencia política, incluso en un momento de estallido social, me parece contrastar con lo ocurrido en Nicaragua, en donde debido a la ausencia de una sociedad política con autoridad moral y capacidad de convocatoria, los obispos pasan a tener una presencia y operatividad desmedida.)
Me detengo en una postura obviamente opuesta a la mía. Recientemente, Claribel Rivera se ha propuesto en un artículo académico,"aclarar el porqué la retórica gubernamental, pese a que se ha alimentado del discurso religioso, no ha logrado transformarlo en una fuerza capaz de influenciar y convencer al público al que se dirigía". De manera que me parece acertada, opera a partir de "la definición de “religión política” que utiliza Emilio Gentile, según el cual ésta es la sacralización de una ideología o movimiento político integralista, que diviniza y mitifica su propia identidad secular, que no acepta coexistencia con otras ideologías u otros actores políticos". En efecto, la definición parece caracterizar bien el tipo de régimen que el actual gobierno sandinista se esforzó en constituir, para lo cual se auxilió del lenguaje seudo-religioso y de alianzas con sectores de poder de la Iglesia. Sin embargo, la conclusión a la que llega Rivera es que es en el discurso de intervención política de los obispos en donde hay que encontrar la convocatoria a los valores democráticos, de las nociones de convivencia y comunidad. Es decir, según esta tesis, si el lenguaje seudoreligioso garantiza el fracaso del Rosario Murillo, y del gobierno sandinista, la retórica poco secular de los obispos, parece surgir como refugio de la democracia posible.
(No hay que pensar, por otra parte, que la retórica religiosa puede explicar en sí misma todas las implicaciones del régimen constituido por Daniel Ortega a partir de 2007. Los evidentes usos clientelistas del Estado, pero también la articulación del sandinismo como fuerza política, y los tintes desarrollistas del gobierno así como su alianza con capitalistas y su actuación en coordenadas aún de la transición iniciada en 1990, no puede ser referido exclusivamente a las estrategias retóricas religiosas.)
Pero, ¿por qué es posible que en Nicaragua el Estado y la Iglesia compitan por la apropiación de un discurso que, siguiendo a Agamben, Rivera identifica como "profanación"? Quizá el vacío en historia del estado e historia política de la Iglesia y la Conferencia Eclesiástica oculta un poco una tradición en que destaca el carácter conservador y contrarrevolucionario de la Iglesia católica, tanto en el momento de la revolución nacionalista de Augusto Sandino (1927-1934), como durante la dictadura de los Somoza, y la revolución sandinista (1979-1990). Las articulaciones contrainstitucionales, como la que lideró Ernesto Cardenal en los años 1960s, son excepciones y no reglas del comportamiento político de la Iglesia nicaragüense.
No hay que dejar de señalar, por otra parte, el impacto de la labor contraconciliar de Wojtyla en toda América Latina, al desplazar a los religiosos y feligreses afines a la teología de la liberación, de forma que lo que predomina en el clero actualmente es una perspectiva espiritualista formada por la ideología consevadora del Papa polaco. Esto, por supuesto, no inhibe la capacidad de alianzas políticas de ciertos sectores de la jerarquía. El caso de Obando y Bravo, aliado de Arnoldo Alemán y luego de Ortega, es sintomático. Los mismos pleitos por la hegemonía interna de la Iglesia entre sectores más o menos conservadores (incluyendo grupos relacionados con el Opus Dei) hicieron saltar a Obando de una alianza a la otra. (Los actuales obispos nicaragüenses también muestran tendencias políticas o alianzas específicas de las que no se puede afirmar que no van a variar con el tiempo.)
Por otra parte, habría que revisar también la genealogía de los usos del lenguaje pararreligioso desde el Estado y en las batallas por la posesión del Estado (que, sin duda, no se inician con Murillo). Una antigua relación con el franquismo y el entusiasmo de los intelectuales con los valores católicos e imperiales es una práctica y afecto bastante evidente. El destino del pueblo nicaragüense, según, Pablo Antonio Cuadra "es religioso y es heroico", dando énfasis a esa doble concepción de la profanación (lenguaje religioso en territorio político) y su destino guerrero (guerrero cruzado, se podría decir). La problemática articulación de este lenguaje con la dictadura de Somoza merecería estudios detenidos. Es de notarse que lo que no queda fuera del lenguaje religioso es ese otro concepto agambiano yuxtapuesto al de la profanación: el de la guerra civil (la stasis). En efecto, una característica de la guerra civil, según Agamben, es el desplazamiento de lo
familiar a lo político, y de lo político a lo familiar, del oikos a la polis y viceversa. El supuesto condicionamiento a la religión y a la guerra de inspiración fascista que pregonaba y exaltaba Pablo Antonio Cuadra, incluye esa batalla "familiar" que comienza por partir la sociedad en campos de adversarios que pueden ser matados por causas políticas, bajo la consigna del todo o nada. Espíritu que se despierta periódicamente y que inspiró el tono de mea culpa en un autor fundamental como José Coronel Urtecho.
Dentro de esa política siempre ha estado actuando la Iglesia católica. Justificando la dictadura de Somoza García. Actuando políticamente en contra de la revolución sandinista. Favoreciendo candidatos específicos, y convirtiéndose en actor político en ausencia de instancias opositoras creíbles y visibles.
¿Cómo es que, considerando lo anterior, la Iglesia católica puede encarnar elementos de democratización y ciudadanía? Pienso todo lo contrario: la Iglesia encarna valores tradicionales que con el tiempo significarán el desmedro de una sociedad política y actuante. Creo que no se sale de la profanación a través de la stasis, sin hacer una crítica más profunda a ambas, sus interrelaciones y tensiones, y cómo estuvieron activas también en 2018.