Recuerdo otra vez a aquel muchacho español, evocado por Almodóvar, que como aspirante a cineasta sentía que la guerra que más lo había influenciado era la de Vietnam.
Ese tipo de descolocaciones es muy característico de los momentos y situaciones en que no está clara la legitimidad con que se validará tu discurso.
Como ejercicio profiláctico, se puede proponer una serie de preguntas, sobre el discurso propio. ¿Es académico? ¿Es político, de los “movimientos sociales”? ¿Es escritura, en los sentidos que le da la provincia francesa? ¿Es dilentatismo? ¿Es crítica? ¿Es sobre la época o sobre el arte? ¿Es filosofía, con ese significado luminoso y griego que Derrida estudia?
En los contextos enrevesados y empobrecidos, todo parece al alcance de la mano y la mirada: la guerra de Vietnam vista con los lentes de Coppola que fue Conrad que fue imperial. En esos casos tu legitimación es tan autocrática que rozas con los dedos el absoluto.
Pero, claro, eso está lejos de ser cierto. Tienes todavía que salir de la imagen.
Se puede argumentar lo contrario: Lezama nunca viajó, mucho menos uno de esos viajes que él llamaba meramente horizontales que son los viajes en avión, y, sin embargo, no hay mejores libros de teoría que los suyos. (No ignoro que estuvo, sin embargo, en Montego Bay.) En ese caso todos somos un poco el viejo bricoleur y quizá nuestra tesis es ese golpecito con que queremos abrir el tokonoma en la pared.
Pero yo propongo, de todas maneras que debemos salir de la imagen.
Posdata. Esta será prosaica, pero es que me ha llamado la atención que Ramírez, incluso, reflexiona sobre su propio discurso en su más reciente artículo. Una reicidencia flaubertiana tamizada por Vargas Llosa, que me deja dubitativo y algo perplejo, sobre todo al final, cuando afirma: "Al fin y al cabo, el artista no es responsable del horror. No lo produce... Y no puede dejar de hacer su oficio, que es registrarlo." Queda mucho más que decir de este realismo tan sugerente y contextualizado.
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