jueves, enero 18, 2007

Más o menos a la izquierda

(Notas para una lectura de las vacaciones. Parcial.)

El programa de crítica postmoderna habla según los siguientes términos: “estos ensayos merecen el calificativo de bestiales porque arremeten a lo bestia contra premisas sagradas del humanismo contemporáneo, tales como el sujeto de conocimiento, el conocimiento mismo, la identidad, la moral, la misión del intelectual, la liberación, el progreso, la ciudadanía, el consenso, la realidad, la verdad, etc. (…) El término “bestial” denota, en suma, un proceder basado en un conjunto de saberes designables como las inhumanidades, a las que han contribuido las filosofías y teologías de la negatividad, el nihilismo, el postestructuralismo, el psicoanálisis, las ciencias del caos, las artes de vanguardia, los nuevos medios de la imagen, el sonido y la información, y otros acontecimientos de la cultura intelectual contemporánea” (Juan Duchesne Winter, Ciudadano insano: ensayos bestiales sobre cultura y literatura. San Juan: Ediciones Callejón, 2001, pp. 13-14).

Esta operación implica dos opciones políticas fundamentales: (1) reconocer el carácter (irreversiblemente) comercial(izable) de todo discurso crítico; (2) aceptar de manera (supuestamente) hedonista la anulación del papel del intelectual crítico. “El discurso crítico—dice Duchesne Winter—queda completamente operacionalizable hoy por el modo de producción hasta el punto en que el llamado intelectual crítico es viable sólo bajo la advocación de su fantasma”. (p. 18). Este fantasma no está hecho de nostalgia, sino que opera según el designio “de asumir la acción de la negatividad como modalidad de vida” (p. 19). Se trata, sin embargo, de un negativismo algo blando, o, por lo menos, encantado. El crítico perforará por medio de su recurrencia a la pose vanguardista un orificio de ingreso inopinado al antiguo campo de la literatura: “La literatura se asume en estos textos, no como “objeto de estudio”, sino como criadero de extrañas entidades del pensamiento y la imaginación. Es decir, la ficción literaria se asume como paisaje de experimentaciones”. (p. 14).

Pero, ¿es irreversible la circulación comercial de la crítica (su indistinción de las operaciones culturales bursátiles), y es orgiástica de verdad la desaparición del intelectual crítico? Las propuestas postmodernas de este estilo dicen muy poco del problema de la necesidad. Ven que la realidad es opaca, aseguran que las interpretaciones son heterogéneas, pero no miden la distancia entre realidad e interpretación. Prefieren “perderse” en las correspondencias (es Baudelaire uno de sus código fuente) que establecen los textos culturales y políticos. Renuncian, en realidad, a una labor que para Marx o Nietzsche era fundamental: establecer qué fuerzas mueven las interpretaciones, entender que necesidad opera tras de determinada hermenéutica.

Todo movimiento vanguardista nace por deseos de transformación social concreta. Aquel impulso es pronto reificado socialmente. Un ejemplo muy a propósito es el de la propia teoría literaria. Explica Said: “a finales de la década de 1960 la teoría literaria se presentaba a sí misma con nuevas reivindicaciones. Creo que no es inexacto decir que los orígenes intelectuales de la teoría literaria en Europa (tuvieron) carácter de insurrección. La universidad tradicional, la hegemonía del determinismo y el positivismo, la reificación del “humanismo” burgués ideológico, las rígidas fronteras entre especialidades académicas: todo ello constituía un conjunto de poderosas respuestas a todo aquello que vinculaba entre sí a los influyentes progenitores de los teóricos de la literatura de hoy día como Saussure, Lukács, Bataille, Lévi-Strauss, Freud, Nietzsche y Marx. La teoría se proponía a sí misma como una síntesis que invalidaba los mezquinos feudos en que se compartimentaba la producción intelectual, y como consecuencia de ello había de esperarse de forma manifiesta que todos los dominios de la actividad humana pudieran contemplarse, y vivirse, como una unidad.” (Edward W. Said. El mundo, el texto y el crítico. (1983). Barcelona: Debate, 2004. pp. 13-14)

Lo que provocó esta llegada de la teoría, es, paradójicamente, una ola anti-intervencionista, que se refugia en el texto: “La teoría literaria estadounidense de finales de la década de 1970 dejó de ser un atrevido movimiento intervencionista que atravesaba las fronteras de la especialización para replegarse en el laberinto de la “textualidad”, arrastrando consigo a los más recientes apóstoles de la revolucionaria textualidad europea—Derrida y Foucault—, cuya canonización y domesticación transatlántica parecían lamentablemente estar animando ellos mismos.” (p. 14).

Said trata de retomar la tesitura radical que debía, según él, mantener la crítica. Esto implica evitar la trampa de la formalización (y formulización) que funciona únicamente hacia dentro del propio sistema que defiende. Said quiere retomar la diferencia más allá de la lógica de reificación: “Si la crítica no es reductible ni a una doctrina ni a una posición política sobre una determinada cuestión, y si ha de estar en el mundo y al mismo tiempo ser consciente de sí, entonces su identidad es su diferencia de otras actividades culturales y de otros sistemas de pensamiento o de método. Con su sospecha hacia los conceptos totalizadores, su descontento ante los objetos reificados, su intolerancia hacia los gremios, los intereses particulares, los feudos imperializados y los hábitos mentales ortodoxos, la crítica es más ella misma y, si se puede permitir la paradoja, más distinta de sí misma en el momento en que empieza a convertirse en dogma organizado” (pp. 46-47).

Por supuesto, es fácil decir que ese lugar total en que la crítica se emancipa, no existe. Es menos fácil afirmar desde dentro de un discurso crítico que se está en el mundo, que se responde a cierta necesidad hermenéutica, y ser, a la vez autocrítico, reconocer unos límites políticos e ideológicos para el discurso propio. Es esta quizá la principal falla pedagógica del posmodernismo como programa crítico. En cambio, se elabora una teoría totalizante de lo fragmentario, acabando así idealmente (de manera idealista) con cualquier teoría del poder (uno de los epicentros del tan invocado trío Marx, Nietzsche, Freud); o elaborando una situacionalidad irónica y cínica de su propia participación en las redes de dominio. No menos dañina resulta la monopolaridad con que a veces actúa, lejos de reconocer que su propia teología no es el único camino de acceso a la verdad.

Particularmente en América Latina, no hay que despreciar, además, el componente geográfico que determina en mucho la posicionalidad más o menos izquierdista (visto que es el componente en última instancia socialista el que me interesa particularmente a mí) de los teóricos. Para una definición de primera mano, y esquemática en suma, hablaría de los países intervenidos y ubicados en el “traspatio” de los Estados Unidos, y cómo esta intervención constante ha modulado el interés de los discursos modernos o modernizantes. Más que los tratados de libre comercio es eso lo que une a países disímiles como Panamá, Cuba, República Dominicana, Guatemala o Nicaragua.

Duchesne es de nuevo útil aquí, por la agudeza con que plantea, limitándose a países clave del Caribe que la literatura “cubana vive el drama de tomarse demasiado en serio su historia nacional… A su vez…, la literatura dominicana se entretiene con la paradoja de una eminente insignificación histórica… Sin embargo, la literatura puertorriqueña asume la increíble frivolidad de la historia nacional como método creativo…” (20-21). Probablemente, en Nicaragua vivamos a la vez estas tres tesituras de manera esquizofrénica, todo gracias a la revolución sandinista, que activó a la vez el nacionalismo y el imperialismo. No hay postmodernismo sin revolución.

Una tesis probable sería, pues, que la posicionalidad geográfica (en donde opera la historia con hechos concretos: ingreso de los subalternos al escenario de lo nacional, intervencionismo imperial, incongruencias ideológicas de los intelectuales y el Estado, etc.) determina no la radicalidad de un programa crítico, sino su modulación política. En dependencia de que tan insignificante, frívola o dramática se considere la historia nacional, así se será más o menos “posmoderno”.

En dependencia de a dónde apunte tal selección, hacia donde se oriente el interés político (por ejemplo, evitando a toda costa un juicio crítico sobre el neoliberalismo; anulando la presencia imperial; reservando las críticas para el Estado, dejando intacta a la “ciudad letrada”; descubriendo el silencio pero no la actividad política de los grupos subalternos), se ubicará uno más o menos a la izquierda.

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