En Doctor Faustus, Thomas Mann (el viejo tío Tom) hacía la división entre tiempos de culto (asociados con la polifonía), y tiempos de cultura (vinculados con la armonía). Uno de los dilemas de Leverkünh, en su agitada vida de compositor, es, precisamente cómo, con los medios de la cultura (el “yoísmo” de los recientes siglos) podía lograr un efecto (aunque fuera fantasmagórico) de culto (reconciliación con el total).
El culto, tal como lo entiende Mann, está asociado con el Renacimiento, y, probablemente mucho más, con la Edad Clásica, que dicen los franceses, y que debe entenderse como Edad Barroca. En la polifonía no hay una subordinación a la melodía sino contrapunto: líneas que corren juntas interrelacionadas pero que parecieran cuestionar las jerarquías. Este orden es eclesial; el arte todo, la técnica y la subjetividad del artista están sometidos a la lógica del culto.
La armonía—con su subordinación a la línea melódica (es Beethoven el héroe aquí, según la novela de Mann), con el asentamiento definitivo de los modos mayores y menores—resulta un producción burguesa típica (quitándole a burguesa su sentido peyorativo, y dejándola en su más desnudo significado de época). Armonía y exacerbación del yo romántico son casi una tautología.
Esto implica una doble secularidad: del individuo (que deviene ciudadano) y del arte (que se vuelve cultura secular). Hay aquí una pérdida (sigo la lógica de Mann): el culto de la cultura y del yo se codifican y se abstraen cada vez más. Para Mann (así como para ciertos críticos del tipo de Luckács) esta pérdida es social, pues no hay manera que con medios culturales (se trata de la exacerbación vanguardista) se reconcilien sociedad e individuo. El arte en tanto cultura pasa a ser asunto de élites.
Este punto es de un pesimismo ambiguo. No hay que olvidar que lo que Mann cuenta en su novela, de manera casi subrepticia, es la biografía de Friedrich Nietzsche. “El sujeto social—explica Lyotard en un contexto similar al de la novela de Mann—parece disolverse en esta diseminación de juegos de lenguaje” (The Postmodern Condition 40). Codificación y abstracción separan para siempre, secularizan de forma radical, los lenguajes, entre ellos el lenguaje del arte. La música del siglo XX (en especial Schönberg) testimonia esta transformación en que “ya no hay metalenguaje universal” (Lyotard).
Estos cambios producen paralelamente angustia y entusiasmo. Leverkünh realiza, en la novela de Mann, un tránsito radical por el infierno de la angustia moderna, y prevé una nueva reconciliación en el futuro. En cierto sentido adivina la legitimación que van a proponer después los postmodernos: “La mayor parte de la gente ha perdido la nostalgia por la narrativa perdida. A eso no lo sigue que se reduzcan a la barbarie. Lo que los salva de ello es el conocimiento de que la legitimación puede surgir únicamente de sus propias prácticas lingüísticas y su interacción comunicacional” (Lyotard 41).
De hecho las vanguardias son domesticadas en variadas e infinitas formas, todas quizá confluentes en la publicidad. La publicidad es, en este sentido, la expresión magnánima de la lógica de la cultura durante el imperio de la armonía como sistema expresivo. ¿Pero hay posibilidades de romper tal lógica cultural? Deleuze propone como de pasada el concepto de grupos polifónicos. Una articulación que bien puede referirse también a Lyotard: “legitimación a partir de las propias prácticas lingüísticas y la (también propia) interacción comunicacional”.
En su bello libro Una vida, Deleuze recurre a una matriz spinoziana en que el concepto de una vida pierde su efecto (su blindada coraza) individual. Una vida (concepto de pluralidad) tiene sentido en el momento del devenir, de la circulación comunicacional en torno a la vida (el ejemplo es el de un hombre muy malo que está en agonía y produce un efecto de desplazamiento vital comunitario). Esto tiene importantes resonancias políticas. “Se trata—explica Deleuze—de invocar las potencias impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha. En este sentido, el Ser mismo es una cuestión política.” (Conversaciones 143-144).
La legitimación no es con el total, ese total que angustiaba tanto a Mann en su novela, y que él refería a la lógica universal del arte secular. La legitimación es mucho más coyuntural y en ella el viejo yo romántico, anquilosado en su mal entendido cartesianismo, da paso a unas etapas de culto y de polifonía fragmentadas. A eso se refiere quizá Deleuze cuando habla de “grupos polifónicos”.
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