Todo crítico en hora nona o peligrosa, debería hacer su
mea culpa, y escribir, por ejemplo, su mejor estrenado cliché y hacerlo desaparecer si así lo merece.
El mío podría ser el siguiente: hay una lista tal vez larga de intelectuales, novelistas y críticos que están renovando (no la literatura sino) aquella imagen o máscara decadentista de fines del XIX: un marcado rechazo de la realidad para desaparecerla tras el concepto, una perturbación ante la masa racializada, el sueño de una disciplina interplanetaria, mística y colorida.
Así, en
Márgenes recorridos, hablé mal de Castellanos Moya: "Es decir, que Castellanos prueba la identidad de ese antiguo intelectual y el nuevo intelectual sometido a las ondas globalizadoras y cuya verdadera "patria" está fundamentada en una cultura "universal" hegemonizada por las metrópolis. El hecho es que este intelectual ya no tiene (o ya no percibe) piel subalterna en la que meterse" (p. 147).
Escuchemos al Fernando, de la novela
La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo: "De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Pero no, aquí siguen caminando en sus dos patas por las calles, atestando el centro. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntenlos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gente tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana" (p. 129).
Las frases podrían estar firmadas por don Alcides Arguedas. Y no es que yo confunda a Fernando Vallejo con Fernando su protagonista. Es que por muy autónoma que se vayan a creer el mercado del libro por un lado y la literatura por otro (o los dos por el mismo lado: senderos que solo se bifurcan de vez en cuando), esa parla racista posibilitada por la libertad de fronteras ya forma parte de la época. Otra forma de enunciarla sin decirla es cuando se nos ofrece la idea "post" de que ya no hay nada que emancipar.
A propósito, leer el excelente
artículo de Claudio Iglesias y Damián Celsi en el último número de
El Interpretador. Sobre todo porque hay una confusión temible cuando se cree que la emancipación crítica (ah, esa sí esta permitida) puede determinar la realidad. Por infortunio, la criticada es un crítica que yo admiro mucho, Josefina Ludmer, pero el sentido amplio del artículo de Iglesias y Celsi es muy rico y significativo.
Por supuesto, no lo traería a cuentas, si en algo no sintiera una coincidencia fundamental. Por ejemplo: "Si la crítica actual es deprimente, esto ocurre principalmente porque ella misma es maníaco-depresiva: presenta idea de suicidio, tristeza aguda, desgano, desatención; a menudo, incluso, escucha “voces”. Nadie que no conozca un poco la psiquiatría de Kraepelin puede entender qué son estas “voces”: es que estamos frente a un discurso visiblemente psicótico. Quien lea a Sloterdijk podrá añorar la formulación definitiva del pesimismo cultural que Paul Bourget dio en 1885: “una mortal fatiga de vivir, la sombría percepción de la vanidad de todo esfuerzo”(1)". (Iglesias y Celsi, cit.)
En este proceso de balbuceo, se le pone "post" a todo. "El
post-post-post --explican Iglesias y Celsi--sirve precisamente para tapar con sus repiqueteos guturales la evidencia de una coyuntura que debe ser cabalmente comprendida y políticamente afrontada; declarando decesos conceptuales por doquier, lo que hacen los críticos es resituar una discusión económico-mundial en el mero nivel perimible del particularismo técnico. Se deja de usar hormigón, y se acaba la modernidad. Se deja de ir al desfile militar del 25 de mayo, y se acaba el Estado-Nación, etc. Este violento particularismo indica que los críticos contemporáneos, por regla, son legitimistas; de ahí el odio instintivo que les despierta la idea de proyecto. Precisamente, lo único que hacen es intentar convencernos de que nada tiene sentido, de que todo esfuerzo es vano y otros estilemas de Discépolo".
Y los novelistas (Castellanos, Vallejo) también serían legitimistas en este mismo sentido de abrazar a la vez la "frontera" global y la incorrección política. "Sos un contenidista", me diría Pfeiffer (Johannes, no Michelle). Pero no. También hay una exposición formal de este abrazo: el monólogo amargo.
Por cierto, acabo de leer una novela revolucionaria de verdad. Se llama
El beso de la mujer araña.