Juan Gabriel Vásquez. El ruido de las cosas al caer (2011).
He leído muy pocas novelas Premio Alfaguara como para tener una opinión de conjunto sobre lo que representan o podrían representar (sobre todo como fenómeno editorial que podría ser el aspecto más interesante).
Por la lista de premiados, sin embargo, deduzco que se otorga o bien a novelistas consagrados (Poniatowska, Tomás Eloy Martínez), o a novelistas jóvenes con potencial de mercado (Roncagliolo, Neuman, el año pasado Juan Gabriel Vásquez).
Según los editores el “Premio Alfaguara tiene la vocación de contribuir a que desaparezcan las fronteras nacionales y geográficas del idioma, para que toda la familia de los escritores y lectores de habla española sea una sola, a uno y otro lado del Atlántico.”
Ante esta afirmación uno no puede dejar de interrogarse por cuáles serán los requerimientos, ritos de pasaje, autoridades y reglas de esa “familia” transnacionalizada. (Ya no digamos sospechar las Neurosis de esa Familia).
Una forma hipotética de demarcar esos espacios sería leerse todos los Premios y sacar de allí una especie de ideología literaria o cartilla de comportamiento para el Autor y Lector ideal Alfaguara.
Por lo poco que he leído (Sergio Ramírez, Eliseo Alberto, ahora Juan Gabriel Vásquez) los Alfaguara tienden a traducir al espacio editorial transnacional hispánico una problemática histórica nacional a la que no le faltan resonancias regionales. El autor traduce y en cierto sentido espectaculariza esa problemática para hacerla comprensible al lector no familiarizado con los factores geográficos e históricos.
Según recuerdo era el caso de Eliseo Alberto. El problema histórico (y ante todo generacional) era en Caracol Beach la diáspora o exilio cubano. La novela estaba concebida con el impulso y la habilidad argumentativa de un guion cinematográfico, algo cercano al cine narrativo hollywoodense.
En el caso más reciente de Juan Gabriel Vásquez el problema histórico y generacional es el narcotráfico y la violencia en Colombia. Asimismo hay algo de acento cinematográfico en los amores entre el piloto narcotraficante Ricardo Laverde y la chica gringa Elaine Fritts.
Probablemente la pericia para diseñar argumentos que “corran” con desenvoltura junto a las habilidades del buen reportero son elementos clave para sostener este tipo de novela. Esto por supuesto lo colma perfectamente Vásquez en El ruido de las cosas al caer.
En una lectura apresurada y, sin duda, superficial de la novela advierto, además, cierto intento algo titubeante de penetrar en la ambigüedad moral y psicológica de los personajes, un poco al estilo “español” de Javier Marías (en el margen de un capítulo anoto por ironía: “la enfermedad española”). Se podría invocar incluso a Onetti y su trabajo con personajes moralmente derruidos.
Tal intención se contrapone con el requerimiento de la narrativa espectacular y, hasta cierto punto, con el narrador-personaje (en primera persona) de gran parte de la novela que parece colocado “por debajo” del horizonte crítico de la obra como tal. Es decir, que tenemos un personaje-narrador poco dado al rigor analítico consigo mismo.
Es más, parece un personaje-narrador no plenamente consciente de su doble vida, y de sus contradicciones. La vida del profesor pequeñoburgués presto al estereotipo sentimental que, por ejemplo, llama al nacimiento de su hija, en tono de celebridad entrevistada “la experiencia más intensa, más misteriosa, más impredecible que me tocaría vivir” (p. 41), no concuerda plenamente con la del novelista cuyo afán narrativo desplaza cualquier otro compromiso.
El narrador-personaje es una víctima de la violencia del narcotráfico, como tal representativo de una generación. Su vía curativa escritural no es la del diario íntimo, que desprecia cuando un psicólogo se la propone (pp. 66-68), sino la del fisgoneo típicamente novelístico. La reflexión de Laverde en la novela puede resultar significativa al respecto: “«Traté con las hazañas de guerra de mi abuelo», dijo Laverde. «Luego me di cuenta de que nadie quiere escuchar historias heroicas, y en cambio a todo el mundo le gusta que le cuenten la desgracia ajena.»” (p. 155).
Un motivo paralelo es transformado en desasosiego ético del narrador-protagonista: “No hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere…” (p. 84). Este motivo abre por una parte la cuestión heterológica: la ética de narrar al otro o desde el otro. Pero también con más certeza, y con más lógica dentro de la narrativa del libro, lo operación novelística.
Si dentro de la novela el narrador protagonista escoge esa vía ante cualquier otra, diario íntimo o vida familiar, es porque, al parecer, esa lógica discursiva está íntimamente ligada a su constitución subjetiva: su calidad de víctima en busca de sanación escritural, su impotencia sexual, su al parecer inconsciente abandono del entorno, familiar e histórico, prefiriendo la narración de otra vida (en función, en cierto sentido, del complejo suplantador vargalloseano).
(Una pregunta al margen es si la novelística actual, sobre todo la que vende, ya salió o saldrá de ese complejo.)
El regodeo narrativo espectacular acaba desplazando, pues, la preocupación por los seres derruidos. En comparación, uno encuentra en Onetti empleados de astilleros o administradores de prostíbulos que son como artistas (marcados coyunturalmente por la modernidad estética).
En una novela como la de Vásquez, uno halla, en cambio, traficantes de drogas que poseen el brillo y el manierismo de una estrella de cine. A partir de esa identificación se tendría que comenzar a pensar en los efectos estéticos, o quizá en los significados alegóricos de tal preferencia.
P.S. Pasé a leer La ciudad ausente (1992) de Piglia y me dio la impresión que otra forma de poner el argumento anterior es decir que la narrativa espectacular se traga el cuidado por la pequeña historia. Pero que, además, evidencia una falta de vínculo con lo que podría llamarse, con disculpas a Rama, “sistema literario”. Piglia elabora variaciones de un archivo (Martín Fierro, Macedonio, et. al.).
En Vásquez, que cita vaga e irónicamente a Cien años de soledad y se refiere más directamente a poetas (José Asunción Silva, Aurelio Arturo) como modelos de su texto, la cuestión del archivo pareciera más vacilante.