En el paseo con la perrita Lili va resonando en mi cabeza la “Canción de otoño en primavera”. Pienso en el video que realizó Centroamérica Cuenta en que varias celebridades (escritores, cantantes, periodistas de TV) leen el poema, una estrofa cada uno/ cada una, algunos muy mal (como Poniatowska, que no lee bien y cambia palabras), varios casi como burócratas desubicados, y, quizá los que entienden mejor los eneasílabos: los cantantes (Rubén Blades, Susana Baca).
Voy rememorando el poema y descubro que me lo sé casi completo. Me digo que es uno de los poemas más falsos o, más bien, más falseados de Rubén Darío, en el que acomoda la “historia de su corazón” a la máscara y a la expectativa del público (lo que desde otra perspectiva resulta una hazaña). Excepto quizá por Rosario Murillo (“era su cabellera oscura”) no puede identificarse en esta cartografía sexual del poeta a Rafaela Contreras o a Francisca Sánchez. Las expectativas de la princesa “que estaba triste de esperar” pertenecen a un ensueño en que confluyen la moda, el pasado literario autorreferente (viene de aquella otra princesa que estaba triste en otro poema), y el poema-abrojo: el choque amargo de la vida en el ánimo y la realidad del poeta (“La vida es dura. Amarga y pesa”). Princesas y bacantes, incluso envueltas en peplos de gasa pura, pertenecen menos a la autobiografía que al reino de la máscara.
También podría decirse que esos ensueños de mujeres pertenecen al reino de la prosodia (esa que fluctúa y trastabilla tanto en la lectura de Centroamérica Cuenta). En efecto, esta declarada “canción” tiene el encanto y la ligereza de un aire musical, un vaivén en que el verso lucha por aprisionar mucho sentido. Un duelo entre la métrica y la significación observaría quizá Agamben (ver El final del poema).
Un verso como: “historia de mi corazón” es perfecto en la transmisión de esta tensión. Aislado transmite la esencia simbólica del poema (la historia del corazón y el devenir sexual del poeta), colocado dependiendo del verso anterior (“Plural ha sido la celeste”) caracteriza con pocos trazos, incita a eso que Paz llamaba analogía (la pluralidad y la resonancia celestial). No estamos en un reino propiamente biográfico sino, más bien, simbólico. La misma capacidad vertiginosa de aprisionamiento simbólico y prosódico se advierte en el perfecto: “Herodías y Salomé” (con lo que Darío en su pluralidad pasa a ser una suerte de cruza entre Herodes y el Bautista).
La decadencia de la carne y la amargura, la pluralidad y la transitoriedad de la mujer y el amor, su proyección como espectro (“fantasmas de mi corazón”), no apaciguan el permanente interés sexual y amoroso del poeta. Lo testimonian unos versos que atraían a Borges, quizá por el interés del anciano en las mujeres jóvenes: “con el cabello gris me acerco/ a los rosales del jardín…”. Quizá el poeta se ha vuelto un mero contemplador, un voyeur. Parcialmente vencida la carne, evidente el desengaño del aspecto “celeste” de esta historia de su corazón, el poeta parece elevar el tono y proclama en el último verso (ese que Alfonso Reyes consideró falseado): “Mas es mía el Alba de oro”. ¿La trascendencia del poeta o de la poesía—su asomo a un mañana portentoso—podrá suturar esa “sed infinita” de amor (y placer sexual) que el poeta proclamó antes en el mismo poema? ¿Cómo equilibrar lo prosaico de la carne y el horizonte infinito de la modernidad? En fin, ¿cómo leer en voz alta este poema?
En todas estas cosas voy pensando mientras paseo con Lili, la perrita literaria. Para peor, me digo, en esta época el oro ya no es metáfora de futuro sino de dólar.
Hace algunas noches soñé con un lobo. No era muy
grande, más bien del tamaño de un perro. Se reconocía lobo por su color: café-marrón,
por lo hirsuto de su pelo, especialmente en el lomo y cuello, y por el temor
que despertaba entre todos. Yo estaba tentado a ser quien protegiera la casa—era
una casa de campo en Nicaragua, y había una celebración familiar—para alejar a la
bestia. El lobo me daba por igual miedo y fascinación. Esperaba no
decepcionarme, y me repetía eso en el sueño, ojalá que el lobo no resultara una
versión apaciguada de fiera, como en el poema de Rubén Darío.
Soñé hace dos noches que Roberto Bolaño estaba en la
puerta de mi casa. Yo iba saliendo y lo saludé, para ser cordial: “Hola,
Roberto”. Recordaba en el sueño que me lo había presentado R., y el
Roberto de mi sueño estaba asimilado a un aura entre sórdida y despreciable, de
gente chismosa y arribista. Si fue capaz de hablar mal de la casa de la Diamela
Eltit, qué cosas no diría de mi humilde vivienda este guasón.
Soñé que se me perdía la perrita. Había ido con ella a Diriomo. Al
montarme en el bus de vuelta, una mujer protestaba por la presencia de la perra
(viajaba conmigo, pero me seguía sin necesidad de cuerda o sujeción física). En
algún momento la perrita había desaparecido y yo bajaba asustado a buscarla,
por ejemplo, en el mercado, en donde recorría los tramos (haciendo un plano
parecido al del Ladrón de bicicletas cuando la cámara recorre varias
bicicletas con un travelling que es a la vez subjetiva) y miraba, entre otras
cosas y además del barullo típico del mercado, algunos perros.