Hace algunas noches soñé con un lobo. No era muy grande, más bien del tamaño de un perro. Se reconocía lobo por su color: café-marrón, por lo hirsuto de su pelo, especialmente en el lomo y cuello, y por el temor que despertaba entre todos. Yo estaba tentado a ser quien protegiera la casa—era una casa de campo en Nicaragua, y había una celebración familiar—para alejar a la bestia. El lobo me daba por igual miedo y fascinación. Esperaba no decepcionarme, y me repetía eso en el sueño, ojalá que el lobo no resultara una versión apaciguada de fiera, como en el poema de Rubén Darío.
Soñé hace dos noches que Roberto Bolaño estaba en la
puerta de mi casa. Yo iba saliendo y lo saludé, para ser cordial: “Hola,
Roberto”. Recordaba en el sueño que me lo había presentado R., y el
Roberto de mi sueño estaba asimilado a un aura entre sórdida y despreciable, de
gente chismosa y arribista. Si fue capaz de hablar mal de la casa de la Diamela
Eltit, qué cosas no diría de mi humilde vivienda este guasón.
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