Freddy
Quezada es uno de los estudiosos locales que más conoce sobre la serie de
cambios culturales y epistemológicos que han sido llamados “postmodernidad”. Sin
embargo, su reciente libro El pensamiento
contemporáneo (2006) resulta en cierto sentido equívoco. Se propone como un
manual que sirviera a “los profesores de materias sociales y filosofía para
orientarse en los meandros del pensamiento contemporáneo en el mundo y en
Nicaragua”. Ese requisito se vuelve volátil a las pocas páginas de lectura, y
decididamente un olvido evidente en las partes más substanciales de la obra.
Otra cosa es si la obra se lee como una especie de memoria personal de esquemas
de lectura, y se acepta la guía un poco macarrónica del histrionismo, cuando no
del egotismo.
Tengo
que decir, antes de evaluar ese esquema, que, en general, no comparto la visión
“postmoderna” de Quezada, y que mi divergencia abarca varios puntos. 1. La
reducción que hace de los cambios de pensamiento al problema de “hablar por”;
2. Su sugerencia de que “no hay izquierdas ni derechas sólo empoderados y
desempoderados”; 3. Su creencia de que “no hay hechos sólo interpretaciones”.
Este tipo de apotegmas que Quezada receta de manera contundente por medio de un
periodismo frecuente, parecen una mecanización
o dogmatización de ciertos postulados postestructuralistas, y, en cierta
medida, orientan sus esquemas de lectura en El
pensamiento contemporáneo.
Según
creo son dos cosas diferentes: 1. orientar un estudio de cierto objeto
específico (por ejemplo, el nacionalismo en Nicaragua) aprovechando las cambios
epistémicos recientes; o: 2. realizar una genealogía del pensamiento a escala
global, eludiendo mayormente los contextos. El libro de Quezada quiere realizar
la segunda operación, sin plantearse, más que en implícito, la primera.
Paradójicamente, nunca dice que su narrativa de “la postmodernidad” es una
narrativa convencional (lo cual habría sido entendido como muy “postmoderno”).
Al contrario esa narrativa quiere ser entendida como la verdadera o única. Al
menos, eso sugiere el objetivo de “actualizar a lectores, con un nivel
académico superior y medio” ya que son pocos—entre ellos, sin duda, Quezada—los
que utilizan y conocen “con gran dominio”, esas “cuatro grandes corrientes
teóricas” de la contemporaneidad.
Pero
no dice por ningún lado que tanto esa partición, como la narrativa propuesta
son arbitrarias. Es más, es fácil advertir otros caprichos de periodización y
atribuciones teóricas ambiguas en las narrativas del postmodernismo y el
poscolonialismo (capítulos I y II). Nietzsche, Schopenhauer y Heidegger
aparecen unidos en un delirante “nihilismo clásico alemán”. Los subalternistas sugieren
callarse a los subalternos (lo que,
comento yo, haría de “La muerte de Chandra”—el conocido artículo de Guha—una
paradoja). Althusser aparece expurgado del postestructuralismo francés. El
“vanguardismo estético” luce castrado en “cinco grandes escuelas”, y ni
siquiera se considera que de su disolución surgió el postmodernismo como estilo
artístico. En fin, la prisa y la mundialización parecen dominar a veces estos
resúmenes.
De
las otras dos “grandes corrientes”, según el esquema de Quezada—las teorías del
caos y holísticas—me excusaré de opinar, por mero desconocimiento. Hay que
decir, sin embargo, que conforman, al parecer, la parte esencial del libro y en
las que Quezada se desenvuelve con más tacto. Según creo, estas partes tienen
dos héroes: Ken Wilber, que, dice el autor, “nadie conoce en el país”, por lo
que encuentra deber revelarlo, y Krishnamurti, que es héroe también de algunas
corrientes del New Age. (Aparte se me permitirá insistir en que es al menos cuestionable que esas dos sean en realidad las otras dos “grandes
corrientes” contemporáneas: eso es taxonomía pura.)
Como
sugerí antes, si el libro de Quezada no funciona del todo como manual, sí
constituye un recorrido particular por sus lecturas, y, sobre todo, por sus
formas de leer. Es, en ese sentido, parcialmente autobiográfico. Testimonia la
impresión que produjo en él lo que llama “la caída del paradigma marxista”;
asimismo, su entrega a tareas revolucionarias y una suerte de dejar hacer
postmoderno en que no quería graduarse ni trabajar ni estudiar, protagonizando
un esencial anarquista en el ámbito de la academia. De ahí, muchas de las
preguntas radicales que se ha planteado ante el pensamiento contemporáneo, y
sus resultados, en parte mostrados en este libro.
De
tales batallas personales, ha sobrevivido un fundamental descontento con los
“ilustrados”. Un descontento que, combinado con un profundo escepticismo y
cierta típica mirada cínica sobre la lógica pecuniaria de las humanidades (ese
maniqueísmo es evidente), puntea constantemente las intervenciones críticas de
este libro. Y esto sí es paradójico: ya que no hay casi humanidades en
Nicaragua, ofrezcamos un manual para echarles la culpa a ellas de todos los
males habidos y por haber. De ahí surge el modelo operativo sobre América
Latina que Quezada ofrece, en 10 tesis, al final de su libro. Vienen a decir
esas tesis que los “ilustrados” han creado lo que se llama América Latina, con
todo y su pobreza, por lo que se presenta un objeto que ni se puede conocer ni
se puede salvar, aunque sí se puede estetizar (o convertir en objeto placer).
Estas
tesis no son muy novedosas, y pueden ser rastreadas en el tramo que va de
Octavio Paz a Macondo, o de El reino de
este mundo a Amores perros. Una
de sus más recientes encarnaciones fue el conocido Manual del perfecto idiota latinoamericano. Las tesis de Quezada
son, en efecto, una especie de manual para desconstruir al perfecto ilustrado
latinoamericano. Esta desconstrucción tiene su Index: autores marxistas
convencionales horrorizan a Quezada mucho más que los tecnócratas o los New Age.
La “realidad”—llámese pobreza o América Latina—lo espanta porque es maquinación
y negocio de intelectuales. Estamos, al parecer, ante una nueva versión de
aquel horror rubendarista por el tiempo en que le tocó nacer, pero aplicado
menos a los neoliberales que a los “ilustrados”, esos pervertidos seres que han
inventado las identidades (y ni siquiera han recibido la revelación de
Krishnamurti). Con esto podría sugerirse que el modernismo decimonónico ha
comenzado apenas ayer.
2006