lunes, octubre 06, 2025

Manual para ilustrados

 

Freddy Quezada es uno de los estudiosos locales que más conoce sobre la serie de cambios culturales y epistemológicos que  han sido llamados “postmodernidad”. Sin embargo, su reciente libro El pensamiento contemporáneo (2006) resulta en cierto sentido equívoco. Se propone como un manual que sirviera a “los profesores de materias sociales y filosofía para orientarse en los meandros del pensamiento contemporáneo en el mundo y en Nicaragua”. Ese requisito se vuelve volátil a las pocas páginas de lectura, y decididamente un olvido evidente en las partes más substanciales de la obra. Otra cosa es si la obra se lee como una especie de memoria personal de esquemas de lectura, y se acepta la guía un poco macarrónica del histrionismo, cuando no del egotismo.

Tengo que decir, antes de evaluar ese esquema, que, en general, no comparto la visión “postmoderna” de Quezada, y que mi divergencia abarca varios puntos. 1. La reducción que hace de los cambios de pensamiento al problema de “hablar por”; 2. Su sugerencia de que “no hay izquierdas ni derechas sólo empoderados y desempoderados”; 3. Su creencia de que “no hay hechos sólo interpretaciones”. Este tipo de apotegmas que Quezada receta de manera contundente por medio de un periodismo frecuente,  parecen una mecanización o dogmatización de ciertos postulados postestructuralistas, y, en cierta medida, orientan sus esquemas de lectura en El pensamiento contemporáneo.

Según creo son dos cosas diferentes: 1. orientar un estudio de cierto objeto específico (por ejemplo, el nacionalismo en Nicaragua) aprovechando las cambios epistémicos recientes; o: 2. realizar una genealogía del pensamiento a escala global, eludiendo mayormente los contextos. El libro de Quezada quiere realizar la segunda operación, sin plantearse, más que en implícito, la primera. Paradójicamente, nunca dice que su narrativa de “la postmodernidad” es una narrativa convencional (lo cual habría sido entendido como muy “postmoderno”). Al contrario esa narrativa quiere ser entendida como la verdadera o única. Al menos, eso sugiere el objetivo de “actualizar a lectores, con un nivel académico superior y medio” ya que son pocos—entre ellos, sin duda, Quezada—los que utilizan y conocen “con gran dominio”, esas “cuatro grandes corrientes teóricas” de la contemporaneidad.

Pero no dice por ningún lado que tanto esa partición, como la narrativa propuesta son arbitrarias. Es más, es fácil advertir otros caprichos de periodización y atribuciones teóricas ambiguas en las narrativas del postmodernismo y el poscolonialismo (capítulos I y II). Nietzsche, Schopenhauer y Heidegger aparecen unidos en un delirante “nihilismo clásico alemán”. Los subalternistas sugieren callarse a los subalternos  (lo que, comento yo, haría de “La muerte de Chandra”—el conocido artículo de Guha—una paradoja). Althusser aparece expurgado del postestructuralismo francés. El “vanguardismo estético” luce castrado en “cinco grandes escuelas”, y ni siquiera se considera que de su disolución surgió el postmodernismo como estilo artístico. En fin, la prisa y la mundialización parecen dominar a veces estos resúmenes.

De las otras dos “grandes corrientes”, según el esquema de Quezada—las teorías del caos y holísticas—me excusaré de opinar, por mero desconocimiento. Hay que decir, sin embargo, que conforman, al parecer, la parte esencial del libro y en las que Quezada se desenvuelve con más tacto. Según creo, estas partes tienen dos héroes: Ken Wilber, que, dice el autor, “nadie conoce en el país”, por lo que encuentra deber revelarlo, y Krishnamurti, que es héroe también de algunas corrientes del New Age. (Aparte se me permitirá insistir en  que es al menos cuestionable que esas dos  sean en realidad las otras dos “grandes corrientes” contemporáneas: eso es taxonomía pura.)

Como sugerí antes, si el libro de Quezada no funciona del todo como manual, sí constituye un recorrido particular por sus lecturas, y, sobre todo, por sus formas de leer. Es, en ese sentido, parcialmente autobiográfico. Testimonia la impresión que produjo en él lo que llama “la caída del paradigma marxista”; asimismo, su entrega a tareas revolucionarias y una suerte de dejar hacer postmoderno en que no quería graduarse ni trabajar ni estudiar, protagonizando un esencial anarquista en el ámbito de la academia. De ahí, muchas de las preguntas radicales que se ha planteado ante el pensamiento contemporáneo, y sus resultados, en parte mostrados en este libro.

De tales batallas personales, ha sobrevivido un fundamental descontento con los “ilustrados”. Un descontento que, combinado con un profundo escepticismo y cierta típica mirada cínica sobre la lógica pecuniaria de las humanidades (ese maniqueísmo es evidente), puntea constantemente las intervenciones críticas de este libro. Y esto sí es paradójico: ya que no hay casi humanidades en Nicaragua, ofrezcamos un manual para echarles la culpa a ellas de todos los males habidos y por haber. De ahí surge el modelo operativo sobre América Latina que Quezada ofrece, en 10 tesis, al final de su libro. Vienen a decir esas tesis que los “ilustrados” han creado lo que se llama América Latina, con todo y su pobreza, por lo que se presenta un objeto que ni se puede conocer ni se puede salvar, aunque sí se puede estetizar (o convertir en objeto placer).

Estas tesis no son muy novedosas, y pueden ser rastreadas en el tramo que va de Octavio Paz a Macondo, o de El reino de este mundo a Amores perros. Una de sus más recientes encarnaciones fue el conocido Manual del perfecto idiota latinoamericano. Las tesis de Quezada son, en efecto, una especie de manual para desconstruir al perfecto ilustrado latinoamericano. Esta desconstrucción tiene su Index: autores marxistas convencionales horrorizan a Quezada mucho más que los tecnócratas o los New Age. La “realidad”—llámese pobreza o América Latina—lo espanta porque es maquinación y negocio de intelectuales. Estamos, al parecer, ante una nueva versión de aquel horror rubendarista por el tiempo en que le tocó nacer, pero aplicado menos a los neoliberales que a los “ilustrados”, esos pervertidos seres que han inventado las identidades (y ni siquiera han recibido la revelación de Krishnamurti). Con esto podría sugerirse que el modernismo decimonónico ha comenzado apenas ayer.

2006 

jueves, agosto 14, 2025

Embarcadero 3

 Tarde o temprano serás abandonado a los demonios, única sabiduría

Mira bien la ciudad que no quisiste, el crepúsculo, las nubes

Cuida como a un brote la ciudad del sueño, la laguna incandescente

El radio insectívoro del taxi con Leo Dan y el boulevard en un día de 1969

De formas quedará la matemática, el trazo, la espalda

Sólo fuiste alguien que subió por el esbozo del río y creyó encontrar el agua

Nocturna y subterránea

sábado, mayo 17, 2025

Epigrama para un perro

 El perro Whitman pretendía olerlo todo, orinarlo todo

 Darío el perro de la rosa sexual al entreabrirse

 Y un perro andaluz dibujado en el pecho

viernes, noviembre 29, 2024

Anora

 Quizá el eje primordial de Anora (Sean Baker, 2024) no sea la prostitución sino la geopolítica. Ya hace mucho tiempo que los rusos sirven de contraimagen del mal en el así llamado Occidente. Por supuesto, está el enjambre interminable de cine sobre prostitución. Recordar Mona Lisa (Neil Jordan 1986), si es que se trata de prostitución de alta clase. Pero en un curso de cine latinoamericano que impartí recién, casi que de manera abrupta surgieron: Santa, El lugar sin límites, Eréndira. El Cine Alameda de hecho preparó, con motivo de Anora, una muestra de cine sobre prostitución (se citaron Fellini, Buñuel y Mizoguchi entre otros). El tema no ha hecho más que universalizarse periódica e insistentemente.

En The Florida Project (2017) Baker había ya mostrado la prostitución poniendo acentos sociológicos: Halley, la chica rubia (Bria Vinaite), se prostituye para alimentar a su hija. En Anora el envoltorio de alta clase (discotecas y centros nocturnos), casas de la mafia rusa, chicos hedonistas hijos de la mafia rusa, prostitutas para la alta clase, departamentos disipados y lujosos, montaje y música frenéticos, parecieran ocultar la razón sociológica. Está ahí de todas maneras, en casas atormentadas por los metros que les pasan a pocos metros (un típico locus cinematográfico de la pobreza).

El envoltorio suntuoso es un mero sueño americano o, más bien, ruso. Anora la prostituta entra en amores con un blandengue heredero ruso en trance de vivir su experiencia estadounidense (“americana” le llaman en el filme). Su experiencia extrema acudida de drogas y sexo. Creo que este gancho narrativo hace de la película algo atractivo, se requiere del espectador cierto ánimo de embarcarse en el sueño de lujo de la prostituta, en el culmen hedonista del muchacho. Y ahí es que hay que recordar que se trata de rusos. El exotismo narrativo incide en que se nos muestre a unos rusos (con sus guardias armenios) ricos, torpes, violentos, cómicos, apasionados, fríos, crueles, patriarcales enemigos: los otros del Occidente democrático. Trafican con drogas o armas, da igual, el muchacho no lo sabe, no lo quiere saber. Viajan en aviones privados. Se deshacen de abrigos de visón como quien se deshace de un papel.

 Al final hay un incipiente amor entre el torturador bueno y la prostituta; el que se descompone en una especie de pago sexual de la muchacha (interpretada hábilmente por Mikey Madison), en auto y bajo una nevazón amenazante. Tal vez apunta aquí una alianza de las clases de abajo (prostituta, verdugo) o el sometimiento a un destino abyecto. Quizá el cuerpo de la prostituta entregado a los rusos nos hable menos de prostitución que de geopolítica, si bien lo dicho y presentado no deja de ser enigmático.

miércoles, noviembre 06, 2024

Taller vivo

 El 16 de octubre recién pasado murió mi amigo Cristóbal

Me ha dado por imaginar que me acompaña por algún trayecto del día y que conversamos

Siempre en esas cortas imaginaciones—como en una película de super 8 en blanco y negro

Encontramos de qué conversar: antes sin querer conversábamos mucho de economía

Y del futuro: éramos adolescentes presionados por salir al mundo del trabajo

Me contaba de su hermana que trabajaba en Managua

Y de la necesidad del trabajo, más allá de la revolución sandinista (otro de nuestros temas)

Que había reinscrito la ley del valor en los cuerpos

Y en esa entrada al mundo del trabajo—luego de que cumplimos el Servicio Militar—

(me acuerdo cuando llegó a visitarme en Matagalpa en algún momento de 1985 y fuimos a

visitar a una señora de Guanuca que lo había hospedado en un Festival de Teatro: él quería

endosarme el cariño de la señora colaboradora en actividades culturales de la revolución, un

gesto sin duda de su gran corazón)

Siempre estaba ayudándome a encontrar empleo—en empresas de la fenecida AgroInra,

como Tecnoplan. Incluso un tiempo hice una prueba de trabajo por un mes en una empresa

que se llamaba H&M (por Héroes y Mártires, un supermercado para la nomenklatura

sandinista)

Cuando me iba para Cuba llegué a buscarlo a Inpesca (la siglas eran interminables) donde

trabajaba por entonces y fuimos a su casa y estuvimos un rato con la Ena, su esposa que

estaba embarazada, y me despedí de ellos (en mi película super 8 todavía los veo decir

adiós mientras me monto en el bus, allá en el barrio San Judas, 1990)

La entrada al mercado del trabajo tuvo al inicio un tropezón: el Servicio Militar

A Cristóbal lo reclutaron en noviembre de 1983, pocas semanas antes de nuestra

graduación al final de la secundaria. Recuerdo también que le escribí una o varias cartas

Que querían ser literarias, una especie de taller vivo

Me pregunto dónde quedaron esas cartas—las que después le envié a mi madre, del

Servicio o de Cuba, la lee todavía (no tengo, no tendré mejor lectora)

Solo recuerdo el Saludo que ponía en las cartas: Compañero, Soldado

Cristóbal también aparece, niño aún, en una de las fotos famosas de Susan Meiselas sobre

la insurrección sandinista. Pero esas fotos suelen tener dueños y derechos, se las pelean los

FSLN o los MRS o los dueños de la memoria. Mejor que se queden ahí en su historia.

La foto vale por otras razones, por otros sentidos.

(La historia no había tocado el fervor por su madre que había muerto en 1978, y que

homenajeaba siempre en mayo, y estaba (estuvo) siempre como una constante de su ser y

personalidad—estaba ahí ya desde la primera vez que le hablé en algún momento de 1979:

todavía veo su talante adversario y dulce en un salón de clase del Alejandro García Vado)

Yo, querido Cristóbal, sigo por el momento escribiendo la carta, aguardando que llegue a

destino. De hecho había deslizado ya algo previsible en un poema en que dije: “Ya la mitad

de mí se perdió en tu memoria. Es buena edad.”

Y es así, compañero.

jueves, agosto 22, 2024

Embarcadero 2

Andaban por ahí los Mallarmés, en el parque, los jardines

Los poetas provincianos de mi pueblo, que escribían de embarques con fuertes

Apóstrofos. Lengua de dioses, estatuillas escatimadas, islas del Mediterráneo.

Y yo los divisaba de largo. No podía en ningún momento empezar a usar la dicción

de Kavafis. Clandestino que entraba a los libros forrados con prepucios de esclavos.

Después murieron uno a uno los poetas de mi pueblo. Ahora, entonces

Es cuando les hablo.