lunes, febrero 25, 2008

Compañeros de ruta

El mesero

Planifica que el viernes llevará de todas maneras ropa. “Una mudada”.

El viernes pasado estuvo fatal. A las dos de la madrugada del sábado su jefe inmediato le pidió que regresara a trabajar a las diez de la mañana. Tenía menos de ocho horas para volver a casa (en el km. 38 de la carretera sur), descansar, asearse, vestirse y volver a Managua.

“Sos un salvaje. Estoy aquí desde las ocho de la mañana. Dónde querés que duerma. Dónde voy a bañarme.”

“Yo no sé vos. Dormí sobre una piedra si querés. Pero te quiero aquí a las diez.”

Reclamó inútilmente. Suele reclamar inútilmente, y acaba metido en un entrecejo de la madrugada.

Acaba metido también en un vehículo que lo lleva por la carretera sur.

Es curioso que el mesero cuente esto en voz alta en el bus. Tiene como un deseo de que su vida sea más peligrosa de lo que en realidad es, mezclado con la evidencia dañina de que su vida es en realidad peligrosa.

Se fue con los otros empleados y meseros a la costa de la laguna. En Managua hay siempre una laguna nocturna esperando. Cubierta de mosquitos, lunas olvidadas rielando en el agua, lucecitas escasas de carros que corren.

Se tomaron dos litros de cerveza. Rumiaba su resentimiento contra el jefe.

Hasta las tres, la cerveza cada vez más tibia. A esa hora el más compasivo de sus compañeros le propone que vaya a su casa, descanse unas horas y luego se bañe y se vista.

El mesero se escandaliza. “Bañarme. Vestirme. Yo no voy a ponerme la misma mudada. Ando sudado de todo el día.”

Es un caso de aseo personal. Pero de todas maneras va a la otra casa, donde siguen tomando cerveza. El mesero está cada vez más retraído en la reunión (me pregunto cómo será esa casa del otro mesero, quién lo esperaba y abría la puerta, habrá mosquiteros, colillas en el cenicero, niños que cuentan la madrugada despiertos), hasta que cerca de las cinco sale, detiene un taxi y desaparece.

A las ocho de la mañana, aseado y vestido espera en el km. 38 un intermortal que lo lleve de vuelta a Managua. Va siempre acompañado de una mujer, tal vez su mujer, que es su interlocutora principal. Alcanzan en recodos incómodos del bus. El tiene acento de hondureño, o quizá sólo usa unas eses más remarcadas a causa de su trabajo en público. Al montarse al bus algunos cobradores le preguntan por la abuelita. “A estas horas ya está pensando qué va al almorzar”. Se ríe. “Si está levantada desde las cinco de la mañana”.

La abuelita y el páramo del Crucero, que comienza, entran sigilosamente en el bus.






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