Confianza desmesurada en los correos electrónicos. Pavor de los teléfonos.
Para Proust era la caída de Lucien de Rubempré, para mí esos dos artefactos y sus funciones.
Creo en el efecto del mensaje por email. Veo cómo punza en dos líneas contundentes. Cómo abre una grieta en el papel. Siento el silencio de mi oponente (en comunicación le llaman más eufemísticamente "el receptor"), la ruptura, la amenaza de respuesta.
Veo ese entrelazamiento de mi viejo mensaje que cicatriza junto a la novedad de la respuesta, y amenazo con otros jabs. Es la boxística de la escritura.
(Aunque he sufrido a la gente, con frecuencia nicaragüense, que nunca bajo ninguna circunstancia responde un correo electrónico. ¿Qué hace con sus bandejas de entrada? ¿Las atesoran? ¿Qué diría Bajtín de tal deterioro acumulativo?)
La amenaza de disciplina filológica no me asusta tanto como el timbre del teléfono que aunque sea en plena recolección a mediodía suena siempre a medianoche, mordiendo frío al perro del sueño.
Pero vivo rodeado de gente que cree en los teléfonos. Gente que se despide con esta amenaza mortal: dame una llamadita, o mejor yo te llamo.
Puro George Romero.
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