Leo Ilusiones
perdidas. (La edición Porrúa esquiva el artículo en el título. En un tiempo lejano, Porrúa fue parte de la
invasión editorial que provocó la revolución, y alcancé a coleccionar un Papá Goriot, una Cartuja de Parma, unas obras de Shakespeare, una Poesía de Góngora. Tiempos de lectura que ahora están
quietos.)
Es obvio que el libro se lee como texto marxista. El acento sobre el ser/tener y
no sobre la conciencia. Uno de los asuntos que encuentro más intrigantes hasta
ahora es la calidad de la crítica a la nobleza.
Una nobleza de primera clase que vive en París (y no
figura en una novela que pertenece más bien a las Escenas de la Vida de
Provincia), otra nobleza provinciana que es vapuleada en el texto, y otra
nobleza natural que es la del poeta.
Podría decirse, incluso, que en la novela el poeta (figura de la incierta
modernidad) es puesto entre paréntesis en su causa noble.
Me intriga, pues, la calidad de esa crítica visto
que la burguesía como tal no parece ofrecer modelos ideales. Si uno lo mide por
Sechard, el obrero devenido burgués (un pretérito padre Karamazov) es evidente
que es un mero padecimiento moral antes que la posibilidad de una construcción
creativa y efectiva. Para comenzar no advierte la importancia de los cambios en
la técnica y los medios de producción. No se le ocurre que hay que pasar de las
planchas de madera a las de metal. Y no es casual que la novela comience
discutiendo precisamente el negocio de la impresión, ese conglomerado de la
letra, la técnica y la industria.
La ilusión
opera en el vínculo del hijo de Sechard con Lucien, y la justificación política-estética sobre
éste está basada en el argumento de la nobleza de sangre. El proyecto político
del poeta es el de la aristocracia. Al llegar a la página 45 uno se entera:
“Luisa hizo abjurar a Luciano sus ideas populares acerca de la quimérica
igualdad de 1793, despertó en él la sed de distinciones (…) y le mostró la alta
sociedad como el único teatro que debía frecuentar.”