Luego de una noche incómoda,
N. despierta. Uno de sus testículos se ha abierto como una granada. No sangra
pero algo de lo que debería estar adentro está ahora en sus manos: una mezcla
de grasa un poco sanguinolenta con algo que tiene la consistencia de hilos
gruesos agrupados. Intenta cerrar la abertura poniendo una capa sobre la otra,
pero no sabe si ese tipo de hendidura se cerrará sola.
N. sube las escaleras
del dormitorio de oficiales (la época de la novela: los años ochenta, hay
guerra civil; hay culto a la guerra) intenta llegar a la computadora para buscar
en Google casos parecidos. Pero en ese entonces no existe la internet.
Al finalizar el
Servicio Militar, N. regresa al barrio de calles polvorientas, a su casa de
piso de tierra, y sin agua corriente. En las calles se ve a los vecinos
acarreando (en diversos recipientes, y algunos en carretones) el agua que van a
sacar de un pozo.
La simultaneidad
aparente de los hechos (el caso de su cuerpo, el servicio militar, el fin del
servicio militar, quizá el fin de la guerra: incluso el salto deseable a un era
cibernética) gira en torno a los testículos "rajados", ahí donde,
como quería el clásico, rajarse significa feminizarse, quizá volver al monstruo
primordial: animalizarse.
El testículo como eje
significante de la guerra. Aquí el novelista introduce una larga reflexión
sobre la interrelación entre discurso y guerra, partiendo de unos versos conocidos
de Gioconda Belli (y musicalizados por Carlos Mejía Godoy). Vendrá la guerra,
pero estos poetas prometen seguir cantando:
"y en el combate no habrá tregua
ni freno para el canto
sino poesía naciendo del hueco oscuro
del cañón de los fusiles."
Pero N. sabe que la
poesía como discurso determinante de lo nacional, ha terminado. Quedan
casquillos desperdigados de lo que fueran versos.
N. visita a un gurú new age (mucho budismo zen, mucho
Jodoroswky, mucha secta de troskos arrepentidos) quien le recomienda envolver
sus testículos en paños azul y blanco (colores de la bandera nacional).
N. se cura lentamente.