El amor en los tiempos del cólera es una novela que critica la alianza entre el positivismo de la oligarquía, llegado de París encarnado en el higienista Dr. Urbino y el modernismo cultural que vive del ensueño decadentista, en la persona de Florentino Ariza. Ambos representan, con tensión moderna, eso que Rama llamó la ciudad batiscafo: incapaz de representar a las culturas otras dentro del mismo territorio, pero, sobre todo, responsables de la destrucción ecológica del río Magdalena.
La lógica capitalista de reproducción aparece crepuscular en la novela, reducida a un "ir y venir del carajo" del barco con los ancianos que hacen el amor en el río ecologícamente destruído. Carajo, es literalmente, el pene. Irse al carajo, es una expresión de despectivo rechazo. Ir y venir del carajo, aúna los dos significados.
La superficial película reciente del mismo título, aunque aparentemente basada en la novela, no sostiene ninguna de sus críticas esenciales. Su momento peor es quizá cuando , con unos paisajes macondizados, se oye bramar a Shakira: comprame el soundtrack, comprame el soundtrack. La ventaja es que el soundtrack no aparece Juanes, y que la película se va al carajo de verdad.
P.S. ¿Pero quién podría haber dirigido bien una versión de la novela? Para la versión elegante y oscarizable, James Ivory. Para la versión heroica y neurótica (que la novela merecía) David O. Russell quizá.
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jueves, enero 17, 2008
miércoles, julio 11, 2007
Viejos trapos I
¿Y los Buendía?
Hace 30 años ya que la familia Buendía llegó al estrellato, sin esperarlo siquiera y sin percatarse mucho. Cien años de soledad los puso en todos los marketin. El de la identidad latinoamericana, el de los best sellers, el del Premio Nóbel y el de la amenazante eternidad.
Más dúctiles que Los hijos de Sánchez, menos esquemáticos que La familia Adams, los Buendía han rehuído admirablemente el celuloide.
Gabo, su compañero de aposentos, ha declarado que mantiene la esperanza, tal vez absurda, que el lector identifique en los Buendía a su propia familia (es decir, la del lector). Los Buendía diseminan así el terror infantil de las persistencias familiares (la tía soltera con un trapo en la mano, la abuelita envejecida como una muñeca para que jueguen los nietos).
La ausencia de la película sobre Cien años de soledad se está volviendo otro mito garciamarquiano más. Un hueco que los críticos de cine (sobre todo los más serios y perversos) se afanan en saborear en los insomnios. Porque ¿qué terror se puede igualar a la búsqueda del rostro de Amaranta a las dos de la madrugada?
Los antiguos epicúreos, entre ellos Rubén Darío, temían en los insomnios descubrirse convertidos en Hamlet. Su enfermedad, sin embargo, tenía cura. Era cosa de no acostarse tan temprano e ir a un cine.
Pero para el caso de los nuevos epicúreos que no pueden saborear la visión del rostro de, por ejemplo, Amaranta o Remedios la Bella, no hay peor amanecer que aquel en el que, camino del trabajo, marchan balbuceando las probabilidades, deshojando las margaritas: Uma Thurman, Barbara Hershey, Ofelia Medina.
Hace poco un cable informó que sería Marlon Brando el que interpretaría al Patriarca de El Otoño del Patriarca. ¿Un Corleone rodeado de mariposas y desiertos?
Inmediatamente el crítico ha supuesto secuencias enteras al estilo Mizoguchi en el que el Patriarca Brando, orinando las sábanas, asaltando rijoso a las cocineras y vendiéndole el mar a los norteamericanos, resultara, para el espectador, probo, envejecido, sentimental y conmovedor con su panza culinaria, sus patas de gallo, sus dientes menudos y ennegrecidos, y su llantito de perro.
Lo que está en juego para el insomne, como se ve, es el poderío de la imaginación en sus vertientes vivificantes. El viejo pleito, casi siempre bizantino, del poder del cine y/o de la literatura.
No interesa tanto el resultado de esta pelea, sino los escenarios en que se desenvuelve. Por un lado la almohada del insomne (que no tiene tiempo para imaginar a otra hora que no sea la madrugada). Por otro lado la cultura cotidiana.
Con respecto a la almohada no hay solución. En vez de contar cabritas es mucho más cómodo y práctico contar estrellas de cine. Buscar el rostro de Amaranta hasta las dos convencido de improbables analogías.
Con respecto a la cultura cotidiana, la fórmula no es literaria. Nada de esos homenajes bobos en que se parafrasea el estilo de García Márquez y se pretende dar continuidad a algo que no tiene por qué tener continuidad. Eso es mero folklore. Y folklore horrible.
Un profesor universitario de cuyo nombre sí puedo acordarme mas no revelar, decía con asombrosa labia que él había visto hacía poco a los Buendía. Treinta años después, frente a la ola de neoliberalismo, los Buendía vivían en suburbio, miraban telenovelas y oían hablar de Internet, pero seguían de sonámbulos en sus manías solitarias y sin percatarse realmente del mundo.
La simulación del profesor no está mal como sociología. Quizá se le olvidó añadir que los Buendía leyeron apasionadamente Cien años de soledad y lueguito empezaron a hacer maravillas a diestra y siniestra. Y que las maravillas se les volvieron un vicio y casi un rencor.
Tampoco es remoto imaginarse que después de leer a García Márquez, los Buendía hayan leído al teórico García Canclini. Entonces, después de abarrotarse de maravillas, se abarrotaron de hibrideces.
Pero esto es territorio diurno. En el nocturno, presintiendo un gesto, yendo tras unos pasos, el insomne persigue aquella misma libelula vaga y pregunta a eso de las tres: «Amaranta, ¿a qué horas comienza la película?».
Publicado en La Tribuna, en 1997.
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viernes, marzo 30, 2007
Macondismos o ¿Colón camarada de García Márquez?
Según el reporte de Gioconda Belli publicado en El Nuevo Diario, durante las celebraciones de los cuarenta años de Cien años de soledad, Belisario Betancur, expresidente colombiano, comparó a García Márquez con Cristóbal Colón. ("Don Belisario--testimonia Belli--comparó a Gabo con Cristóbal Colón, por haber descubierto dentro del español una nueva manera de nombrar las cosas y explorar el territorio de la imaginación como quien se adentra a un nuevo continente".)
Quizá el exceso de entusiasmo por una celebración que mucho compartimos, oscurezca la índole escandalosa de tal comparación. De hecho, se suscitaría, por lógica común, la sospecha de que lo que Betancur dice es que hay un carácter colonial agazapado en la novela de Macondo. Por cierto, el homenaje no dejó de tener cierto sabor costumbrista, folklórico, e, incluso, cursi, con las consabidas mariposas amarillas que fueron soltadas por miles provocando ciertas reminiscencias que no hay por qué dejar de considerar literarias.
A Belli le parece que este tipo de homenaje es uno de esos momentos escasos en que el poder político le rinde culto al poder letrado. Pero hay que fijarse bien. ¿Algún letrado latinoamericano saldría bien parado al ser comparado con Colón? ¿Una celebración costumbrista—más exactamente macondista—de Cien años de soledad, le rinde homenaje de verdad a la novela? ¿No puede ser leída este tipo de maniobra justamente como lo contrario, es decir, una consagración política de las partes más discutibles de la novela?
En la televisión, el mismo día en que Belli publica su reportaje, un comentarista letrado dice en la TV que Cien años de soledad demostró que “al fin (los latinoamericanos) teníamos novela”. ¿Y por dónde andaba Asturias (para poner un solo ejemplo cercano) durante los años 30s cuando escribía esa tremenda novela latinoamericana que es El señor presidente? ¿No está el superestrellato del Gabo oprimiendo las soledades repetitivas de nuestros bienpensantes, llevándoles al desván de las ideas abusadas?
Críticos como Erna von der Walde han ayudado a definir el macondismo. Consiste éste en la adopción por parte de la elite y los medios colombianos (y podría añadirse: de los disímiles contextos de Latinoamérica) de las partes de Cien años de soledad que con más evidencia marcan el exotismo y la “otrificación” latinoamericana. Las mariposas amarillas han derrotado a la matanza de las bananeras. Colón como camarada de García Márquez podría ser el despliegue subconscientemente razonado de esta transformación.
Quizá el exceso de entusiasmo por una celebración que mucho compartimos, oscurezca la índole escandalosa de tal comparación. De hecho, se suscitaría, por lógica común, la sospecha de que lo que Betancur dice es que hay un carácter colonial agazapado en la novela de Macondo. Por cierto, el homenaje no dejó de tener cierto sabor costumbrista, folklórico, e, incluso, cursi, con las consabidas mariposas amarillas que fueron soltadas por miles provocando ciertas reminiscencias que no hay por qué dejar de considerar literarias.
A Belli le parece que este tipo de homenaje es uno de esos momentos escasos en que el poder político le rinde culto al poder letrado. Pero hay que fijarse bien. ¿Algún letrado latinoamericano saldría bien parado al ser comparado con Colón? ¿Una celebración costumbrista—más exactamente macondista—de Cien años de soledad, le rinde homenaje de verdad a la novela? ¿No puede ser leída este tipo de maniobra justamente como lo contrario, es decir, una consagración política de las partes más discutibles de la novela?
En la televisión, el mismo día en que Belli publica su reportaje, un comentarista letrado dice en la TV que Cien años de soledad demostró que “al fin (los latinoamericanos) teníamos novela”. ¿Y por dónde andaba Asturias (para poner un solo ejemplo cercano) durante los años 30s cuando escribía esa tremenda novela latinoamericana que es El señor presidente? ¿No está el superestrellato del Gabo oprimiendo las soledades repetitivas de nuestros bienpensantes, llevándoles al desván de las ideas abusadas?
Críticos como Erna von der Walde han ayudado a definir el macondismo. Consiste éste en la adopción por parte de la elite y los medios colombianos (y podría añadirse: de los disímiles contextos de Latinoamérica) de las partes de Cien años de soledad que con más evidencia marcan el exotismo y la “otrificación” latinoamericana. Las mariposas amarillas han derrotado a la matanza de las bananeras. Colón como camarada de García Márquez podría ser el despliegue subconscientemente razonado de esta transformación.
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