Un suburbano de Lima, o quizá de México, tuvo por aquellos años una turbulento proceso de descreimiento. Aun así, fue a la capilla y al ensayo de la monofonía (se trataba de un cantante barítono) en honor de Juan Pablo II. Luego, los meandros latinoamericanos del Papa, recorridos con tesón y destreza política, desmerecieron en el descreído, y provino el rompimiento. Menor, pero no menos angustioso. Nuestro anónimo héroe, ya en el torbellino del escepticismo, archivó aquella figura entre los viejos retratos.
Caducaron muchas fotos en el tiempo, que ha sido breve e intenso. Algunas resuenan más que otras, y algunas yacen más derrotadas que las demás. En su viaje de 1979 a la conferencia de obispos en Puebla, Juan Pablo II ya iba decidido a doblegar a la izquierda eclesiástica y teológica que propagandizaba la liberación. Wojtyla logró esa apuesta política de manera incuestionable. Pero en ese mismo viaje, el Papa dijo a los indígenas que él quería ser “la voz de los que no pueden hablar y de los que han sido silenciados”. Fue una propuesta sincera, a no dudar, pero insostenible. Su lógica intelectual no era menos rutinaria que la del antiguo revolucionarismo, y con una evidente ausencia de plataforma política, pues la del Papa era otra muy diferente.
Lo obsesionaba la unidad de la iglesia y el fantasma del comunismo, que había padecido en carne propia. Descreía de la idea conciliar de la iglesia como pueblo en la historia. Su disciplinada constitución contemplativa y espiritualista, lo empujaba a propagandizar a la iglesia como cuerpo místico. En esa retórica, el Papa era cabeza, comando y luz.
La intromisión de una retórica y un ejercicio democráticos, gracias a la renovación conciliar, fue escándalo y objetivo de ataque para Wojtyla. Dispersar a los teólogos, dejando la verdad de dios en manos de la Curia, intervenir de manera decidida en contra del comunismo (para lo cual no dudó en aliarse con Reagan), desarticular a la llamada iglesia popular, todo formaba parte del plan divino y la autorización mesiánica del Papa.
Lo logró con mucha habilidad política y otro tanto de manipulación mediática. No dudó en hacerse “pop” y “multicultural”, si esto servía para reforzar sus dogmas. La fe, para Wojtyla, debía expresarse en el rito, y el rito equivalía al comportamiento. Una especie de “behaviorismo” de la fe, es el que impide a la iglesia de este Papa mirar de manera más coherente los asuntos de la ética sexual, por ejemplo. Su obsesión con el aborto, la homosexualidad y la no ordenación de la mujeres, señalan por contraste el ideal paradigmático del creyente: más acá de la gracia o la fe, la superioridad moral ha sido codificada en un Catecismo (otros de los logros de su dilatada conducción).
No es extraño que un Papa con un plan universal tenga regiones de espledor más apaciguado. Latinoamérica podría ser esa región emblemática. El suburbano de Lima, o quizá de Managua no puede dejar de sentir, luego de veintitantos años de papado, que con Wojtyla la iglesia de estos lares ha vuelto, por lo general, a su antigua alianza con las oligarquías; la que, al menos desde Medellín, había quedado en entredicho. De las viejas fotos de Puebla,y la triste en la que Wojtyla habla con los indígenas, es demasiado fácil encadenar las otras, que tienen algo de recorrido melancólico.
En la Plaza 19 de julio de Managua, el Papa dictaminó el ocaso de la iglesia popular, su agenda fundamental, sin importarle que el país estuviera en guerra civil, y algunos quisieran una oración por los muertos. En Chile, el Papa salió al balcón de la La Moneda, la misma que fue escenario de la muerte de Allende, a saludar junto al entonces presidente general Pinochet. Poco después, cruzó una Argentina de desaparecidos, omitiendo referirse a las víctimas, mucho menos a los culpables.
El Papa supo salvaguardar la unidad de la iglesia. Le dio brillo nuevo, codificó de forma contundente la disciplina, contribuyó de manera fundamental en la derrota de los regímenes autoritarios del este europeo, realimentó el espiritualismo e incrementó de manera inusitada la lista de los santos de la iglesia. Hace pocas semanas regresó a Latinoamérica precisamente para heredar un legado último a los latinoamericanos. Un nuevo santo mexicano e indígena. En la visión mística y críptica de Wojtyla esta es la forma de cumplir tal vez su promesa de 1979, su forma de decir que la iglesia es “la voz de los que no pueden hablar y de los que han sido silenciados”.
Ha escogido una plataforma propicia para diseminar estas ideas. El zapatismo es el laboratorio político de una nueva izquierda, con un sujeto social bastante dislocado (Marcos no se olvida nunca de convocar a los desempleados, a las mujeres, a los homosexuales, a los colonos, etc.). Juan Diego, iluminado por el rayo de la Señora, y el icono transcultural impregnado en su manta, no es un participante menor en este debate cultural, y el Papa lo sabe muy bien. Además, en México, a la par de que un partido conservador ha logrado el gobierno, otro, de rancia herencia revolucionaria (y anticlerical) ha sido despojado del poder luego de décadas de gobierno semiautocrático.
El suburbano de Sao Paulo, de Lima o Mexico D.F., conoce perfectamente la astucia del Papa. Quizá mira con ironía ese legado multitudinario, luego de décadas de espera y escepticismo. El Papa ha dejado muchos santos en el camino, y su mensaje es que hay que advertir en los Santos la disciplina. El suburbano sabe también que este continente es mucho más heterodoxo. En cualquier recorrido del barrio brotan los iconos desautorizados y los santos instantáneos (generalmente pentescostales).
En cambio, la herencia hagiográfica de Wojtyla, de incierto futuro histórico, resulta de una pasión personal muy evidente. Sus biógrafos cuentan que cuando regresa de sus fatigados viajes, una hermana que forma parte de su equipo de servicio le advierte que está preocupada por Su Santidad. El Papa invariablemente responde, con una ironía muy suya: “Yo también estoy preocupado por mi santidad”.
Texto del verano de 2002. Wojtyla recorría otra vez Latinoamérica y yo acababa de leer la biografía escrita por Carl Bernstein, de donde saqué la mayor parte de las referencias.