domingo, octubre 08, 2017

Crónicas aprendidas

Las arrugas
Las puertas de los vagones del metro que se abren y cierran van poniéndome frente a mi propia figura estación a estación, station to station. Estoy ahí de nuevo y no me queda más alternativa que verme en la sombra que entra con la puerta derecha que se junta a la otra. Corre la puerta y aparezco. Lo que veo sobre todo son las arrugas bajo los ojos. Marcas que se confunden con ojeras largas y se yuxtaponen a las más finas o más evidentes arrugas, las del esfuerzo de leer (nunca pude), las que quisieron ver conmigo lo inefable y no pudieron, las de los soles varios y hoy olvidados.
Sobre todo las marcas de las ojeras se están comiendo mi cara lentamente (pero no tan lento como yo quisiera). Y la puerta se cierra de nuevo y voy apareciendo entre esa gente desconocida que ahora no pueden menos que advertir mis arrugas.
Las atribuiría a la sabiduría si tan solo fuera sabio. “Estas arrugas mías, honor del trabajo y el esfuerzo”. Pero no siento ese entusiasmo. Pasa por mi mente menos que el supuesto honor reconciliatorio de la edad, el terror discreto de la decadencia. Comprendo a los hombres que van al matadero de la cirugía estética y se recomponen los pómulos y se dan a estirar las bolsas de los ojos. O se inyectan venenos reconstitutivos.
Comprendo, en fin, la urgencia de la máscara.

Los hijos contenidos
Tengo nostalgia de mis dos hijos en edades entre los 9 meses y los 4 años más o menos. Cuando podía sin mucho esfuerzo controlarlos físicamente, detenerlos, cargarlos, llevarlos o traerlos; mentirles con total impunidad. Ángel era más rebelde y tenso, un desafío, casi un acertijo. Samuel, dócil y confiado: yo podía leer, casi un virtuoso, la expresión mínima de sus manos.
Por eso no puedo dejar de ver con ternura a cualquier niño en esas edades. Un automatismo me hace comprenderlos, y entender la posible relación con el padre.
La temporalidad del sentimiento es complicada: ellos, mis hijos, están aquí cerca, más o menos crecidos. El truco es que  el aura de aquellas edades fabulosas los persigue, o yo soy el secuaz que me ocupo de reinstalarlas una y otra vez.
Único juego favorito.

La biblioteca
Si cuando me casé me hubiera llevado todos los libros. Había ahí libros de adolescencia, marcados por la revolución, mascados por la historia, entre ellos los libros que traje de Cuba.
Si cuando volví de Estados Unidos hubiera instalado todos los libros en una habitación solitaria y la hubiese llamado biblioteca. Si hubiera imaginado el Paraíso bajo la forma de una sola biblioteca.
(Cuando me fui a Pittsburgh llevaba, como siempre, algunos amuletos: los Seis ensayos de don Pedro, el libro de Lukács sobre realismo crítico, un libro de Retamar y una Mímesis edición cubana. Mi biblioteca fueron esos amuletos llevados provisionalmente a algún lugar: como testimonio o defensa.)
Si yendo a Chile hubiera cargado todos los libros. Para, también provisionalmente, defenderme de las turbulencias del vuelo. Qué bella biblioteca hubiera sido.

Libros perdidos o apolillados en habitaciones disímiles y geográficamente distantes. Esa fue mi biblioteca.

martes, septiembre 19, 2017

Un gato

El cliché del gato echado junto al calor de los libros y la computadora.

En cambio mi gato crecía en el patio, solo y por su cuenta.

De noche huían las zarigüeyas (la zarigüeya acomodada, casi archivada como un libro entre las hojas del plátano).

Cruzaba eléctrica la garra que iba a atravesar el corazón tierno del murciélago: corazón prodigioso en sangre y aerodinámicas perdidas.

En el borde de los charcos de aguas negras, frente a sapos emperadores, en altas incursiones de aguacates y palmeras infinitas.

Debajo de la pitahaya pedregosa, cerca del hicaco ya adornado de un rosa oscuro, por debajo de la tierra profunda donde estaba el Perro enterrado. Pasaba por ahí el gato, adueñado.

Ah tanto gato urbano e inútil, gato de cuna y de pulga fácil, nunca frente al garabato extraordinario de una araña venenosa.


Ese era el gato ausente que yo prefería, siempre abriéndole la puerta al gato boquiabierto frente a la realidad.

sábado, agosto 26, 2017

Frente a la tumba de Stravinsky

Ambulante la hoja que ingresa al escenario, y el moho de la hoja y la hormiga.

La danza de la mano, el subterráneo como el Hades y el infierno.

Estamos frente a la tumba de Stravinsky.

Cosa de los 17 años, tal vez, vi que los viejos músicos--Handel, Vivaldi, Scarlatti--miraban y cuchicheaban frente a esta tumba.

Era la novela de Carpentier y era la otra era. Novela que comprabas en carreras azuladas, en el pueblito y leías con velas ajenas.

Lo que decían imantaba; quijoteaba el niño desde el pesebre; albúmina perdida de un Nonato José Cemí.


"San Ramón Nonato" decía mi madre. En ese día.