viernes, diciembre 08, 2006
De vueltas y cadáveres
Si el “espíritu de la venganza” fuese más bien un fantasma que se corporiza por épocas y contextos, contagiando, como una peste discreta a clanes enteros, tendríamos uno de esos ciclos visibles en los grupos intelectuales conservadores latinoamericanos. Hablo concretamente de aquella mítica Vuelta, que no es sino hablar de su caudillo, Octavio Paz, y de su más reciente encarnación, la revista Letras Libres, sin duda una de las mejores revistas de literatura y pensamiento accesibles en la red.
Ese conservador fantasma de la venganza se manifiesta quizá por una certeza: la de que la identidad nacional o regional (lo “latinoamericano”), a veces la identidad a secas, la letra y el arte, se han escapado de las manos de la elite de guardadores. No es una simple “pérdida del poder”, debida al auge de los medios de comunicación y la política democrática, sino un asunto mucho más profundo. La figuración de la identidad, las creencias que movilizan, la ideología y la convocatoria del pueblo (los fundamentos, en fin) son obra y fe de los liberales, a veces de los marxistas. Los conservadores saben del engaño que hay tras de tales figuraciones, su pesimismo histórico les dicta aquello de que todo se repite infinitamente, especialmente la opresión. “Si no, vean a Cuba….”, sería un ideologema favorito.
En los años 1980s se hizo visible cómo, en Nicaragua, los medios de comunicación cultural (hay que llamarlos de alguna manera) quedaron atrapados en esa polaridad que repetía otras que venían de más lejos: del “modélico” caso Padilla, por ejemplo. Pablo Antonio Cuadra y La prensa literaria encarnaron en aquellos años una versión (menor) de Vuelta y Octavio Paz. Ventana, el suplemento cultural de Barricada, diario del FSLN, era el utopismo sesentero, con mucho de pop y populismo. El Nuevo Amanecer Cultural, la versión culturalista de la teología de la liberación. Hasta hubo un penoso altercado entre Tomás Borge, Enrique Krautze (miembro del equipo de Vuelta), y otros intelectuales, a favor y en contra de Carlos Fuentes.
Hago memoria de ese altercado porque con el auge contemporáneo del populismo y la izquierda en Latinoamérica, cuya onda expansiva abarca a México, y de manera bastante peligrosa, nada más lógico que la reincidencia de los principios. Así Letras Libres difunde el escepticismo, y se aferra, como antes, a la fe individual y el pesimismo histórico, así como a la propaganda a veces muy abstracta de la libertad, mantenidos todos por una disciplina intelectual casi siempre admirable. No en vano fue Paz su caudillo. No defiendo, como se notará, simplemente la índole codificada del conservadurismo cultural, declaro que tiene facetas admirables, aún si no se comparten sus principios.
Pero, como podría esperarse, los escenarios no se limitan ahora al problema de lo latinoamericano. (Por cierto, son los de Vuelta quienes podrían con mucho más acierto que otros afirmar la inexistencia de Latinoamérica: sólo existe, hallarían ellos, una delimitación geográfica que aprisiona el vuelo libre de la individualidad; Latinoamérica no sería sino una mala broma del regionalismo contra el universalismo.) Los escenarios son hoy más abiertos, y, en especial, la academia norteamericana tiene vela en este entierro.
En efecto, la academia gringa dominada, según creen algunos, por la izquierda culturalista es como una señora enloquecida que ha despreciado por décadas lo universal, fijándose en los balbuceos que le imponen las diferencias de raza, género y demás. Pero hace apenas unos 24 meses una muerte señaló su vuelta a la cordura: Jaques Derrida expiró en París, y con él, al parecer, la teoría cultural (la “teoría” sin más, en el vocabulario universitario). Tal sugerencia proviene del agudo ensayo del profesor Wilfrido H. Corral en el número de noviembre de Letras Libres.
De manera significativa el ensayo se titula “Derrida y otros cadáveres”, y descubre, entre otras cosas, que muchos de los que balbucean la teoría no han leído (al menos no muy bien) a su mentor francés. Que en los Estados Unidos basta con acatar la ideología cultural y política de los profesores de la izquierda para hacer carrera. Que Terry Eagleton, quien intentó juntar la “teoría” y el marxismo, ha estado muy equivocado. Que, por fin, la “teoría” ha sido una inútil grandilocuencia hoy opacada junto al cadáver de Jaques.
Lo que hace Corral, en realidad, es resumir de manera estratégica los debates que ha provocado la muerte del caudillo de la deconstrucción en el área quizá más neurálgica dentro de la academia del norte: la de los estudios culturales y la literatura. Es curioso que la muerte de un caudillo—Derrida, Paz; la mera enfermad: Fidel—permita avizorar siempre la destrucción del mundo, vaticinar las restauraciones, esperar la estampida de los conversos, estampar el deseo de rearticular el lugar de los centros y las periferias. En esto, como en todo, es quizá más sabio el apotegma propuesto, según creo, por Pasolini: el futuro es previsible, la historia no.
Corral, habitado como está por el espíritu de la venganza, muestra básicas enseñanzas. Una fundamental, por entero acatable y fundamental, la extrae de René Welleck: “el desarrollo de la literatura no es un espejo de la historia de la filosofía”. Se puede, quizá se debe, sustituir aquí el término literatura por el de cultura. Derrida nos habría hecho caer en el dislate contrario: leer la cultura como un epifenómeno de la historia de la filosofía. Paradójicamente, Corral tiene que recurrir, sin embargo, al expediente de la identidad. En “nuestra lengua” la crítica del modelo vacuo instaurado por Derrida y secuaces es de más vieja data. Corral menciona a Grabiel Zaid, también del equipo de Vuelta y Letras Libres.
Por supuesto, es fácil proponer que tal genealogía de una crítica en “nuestra lengua” con fundamentos autóctonos es mucho más prolongada, y pasa por el prestigio de críticos como Henríquez Ureña, Rama, Fernández Retamar, Cornejo Polar… De hecho el que este último llamaba “debate decisivo” dentro de la crítica cultural ocurre en torno a la posibilidad de una “teoría literaria” propia (y aquí la revolución cubana, junto al “boom”, son los contextos decisivos).
Volviendo al cadáver de Derrida: una primera paradoja visible en este debate es que el espíritu de la venganza tan universal e individualizado, tenga que regresar a pernoctar, aunque sea tácticamente, en la identidad. Esto equivale casi a demarcar una ruta en donde hay huellas de antropofagia: asimilar a Derrida sin descuidar una matriz regional. La otra paradoja es que el modelo “global” ofrecido por la deconstrucción (la historia de la filosofía como modelo de la historia de la cultura) puede ser leído también a contracorriente.
La escritura y la diferencia (1967) con su cita de Borges en el corazón de su aguda crítica de Levinas, es algo más que una invitación al Pentecostés de la teoría: es una muestra admirable y modélica de lectura de textos. En ese sentido el cadáver de Derrida no hace sino que retoñar, siempre y cuando sea leído y no simplemente creído.
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