A Rosario y mis hermanos
Viene ese aire con que agita sus alas el viejo ángel. Lo miro, lo ausculto. He pasado en esa pregunta una temporada. Hace nueve meses dejé de ir al cine. Ante el ángel aparece mi padre. Todas las noches me lleva al cine. Una y otra vez, desde 1971 que vimos Pinocho juntos. Lo llamo por teléfono los miércoles por la tarde, desde Matagalpa o desde San Tranquilino (una vieja finca cubana convertida en escuela de cine). Habla desde la redacción y me cuenta que se encontró con una vieja cantante, casi demolida por el olvido, pero que él le hizo tres cuartillas para una página lateral.
Su película favorita es Marathon Man, donde un universitario débil enfrenta al Ángel de la Muerte (esa vez un nazi interpretado por Laurence Olivier). Mi padre quiere con fervor protagonizar esa película. Mis hermanos y yo, gozosos, nos reímos de él y su anhelo tan noble. Su pelea favorita es la de Oscar Ringo Bonavena frente a Alí. Bonavena, en laderas que no eran suyas, pierde de pie, y llora. La vida tiene ese aire instantáneo y heroico del boxeo.
Así veo ahora a mi padre, en una instantánea. 1939-2001 son las fechas de las bombas de las viejas y renovadas guerras imperiales. Y en el entreacto, abrir el periódico, sabiendo que la vida caducaba en la noche del cierre y recomenzaba en algún momento de la madrugada. Hasta el fin. Ahora están ahí los huesos del que amo, del muchacho que enamoraba a la muchacha de la esquina. Un reportero en el peligro, armado con libreta y grabadora. Sin carro, en el sol y la podredumbre de la ciudad. Un hombre así puede enseñar anarquismos, peleas, y estar en la soledad del solo como en su casa.
Esta ciudad ha demolido edificios. Ahora sopla un viento con polvo que llamamos ciudad. Ahí es donde mi padre almorzaba, no como un Vallejo rendido, sino como un héroe cinematográfico: metido en sí mismo, peleado con el mundo, pero circunspecto. Con su sentido de justicia que lindaba lo autodestructivo, yo no podía menos que crecer en contra suya. Nos mirábamos mutuamente con amor y escepticismo. El sabía que yo estaba equivocado. Yo sabía que él estaba equivocado. Él porque creía que yo despreciaba la fugacidad, que para él era vida y necesidad. Yo porque creía que él exageraba en esa fe y que las podridas grandes cosas estaban detrás de otras letras. Era nuestra mejor forma de amor.
Ahora, para no variar ese amor, estoy prendido de la guitarra buscando para él una canción de rock: es el no, es el lodo. Sé como amaba los tangos y por eso le compongo ese secreto de canción, para el tuétano que no se pudre, contra el olvido. Me deja usar su máquina de escribir (también 1971) y yo redacto para él una escueta y romántica descripción del lago, que luego él guarda con recelo junto a mi viejo Silabario Catón. Esa escritura y ese recelo son un pacto de sangre y de caballeros. Cada uno por nuestro lado buscamos la gema de la página lateral, la no blanqueada por el sometimiento.
Noviembre de 1999: corrí por la calle para alcanzarlo. Acababa de recibir un diagnóstico, y yo le dije que a fin de cuentas él era mi único maestro. No se trataba solamente de decir un consuelo en un momento dramático. Era una verdad dolida y gozosa. Yo había escrito en 400 elefantes, un artículo recomendando quemar a todos los maestros literarios por inútiles. Sin embargo, sabía que ese hombre, que por ventura era también mi padre, y que recitaba de vez en cuando un poema postrado que decía Yo soy triste como un policía, era mi único maestro, por el que yo sentía –siento-- fervor y amor. Sabía que cualquier página lateral que yo pudiera elaborar, se la debía a él únicamente.
Él había cursado en el aula de maestro de primaria, y en el camino polvoriento. En la calle de los muertos que asomaban de las ruinas, y en el encañonamiento de la GN. En la injusticia de los dueños y en el sindicato. En la borrachera del olvidado, en el tango, el vals peruano y el bolero. Sobre todo en la página lateral del reportero. Esa página que puede ser hueso, huella y símbolo de la fugacidad. Él me había contado todas las historias, en diferentes días y grados, con diversos tonos y sombras, con más o menos lágrimas. Todas eran una: un niño semicampesino e “hijo natural” que luego es hombre coherente el resto de su vida. Como tantos otros de su generación, era un hombre que golpeaba una ciudadanía del futuro que nunca vino.
En junio de 2001 estoy junto a su cama de hospital. Hablamos de las cosas que se puede hablar en esas penumbras dolorosas. El presupuesto de salud, la falta de humanismo de los médicos, y la lucha de clases. Le doy un beso en la barba crecida y me despido. Recuerdo otros besos. Especialmente aquel de cuando regresé de alfabetizar: ese beso de la dulzura era más importante que las hipótesis de los bien portados hijos de Sandino.
Hace nueve meses dejé de ir al cine. Desde antes que él se fuera, porque era mi duelo y mi homenaje. Veo únicamente una película de la memoria y otra del sueño. Memorizo su gallardía, la última vez que lo abracé, y susurraba algo de unas letras que navegarían el aire. El sueño que se corporiza es el de la madre que surge de la nada para transmitir en un abrazo el secreto, el código y el amor. Ya soy ahora, junto a él, esa memoria y ese sueño.
Todo esto es como quedar sin piernas mientras sopla el viento que trae polvo, y viejas memorias del Salmo 23 se susurran. Este arpegio de hojas besadas por el aire. El final de un filme en el que el héroe nos ha dejado desde antes y nosotros, los sobrevivientes secundarios, usamos el último rollo para sentir ceniza en la garganta.
A la memoria de LDL, publicado en El Nuevo Diario, en enero de 2002.
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