“como
mi padre ya he muerto, y como mi madre vivo todavía y voy haciéndome viejo” (Ecce
Homo 29)
En 1969 mi padre tenía
treinta años. Era maestro de primaria en la escuela rural de Güisquiliapa y
estudiante de periodismo en la Universidad Nacional (la UNAN). Un hombre, en
este caso mi padre, modela el alma del hijo, con gracia, con humor, y quizá de
eso trata este escrito. Pero el hijo es quien observa. No se observa si no
desde la simbiosis con los otros. Por entonces yo soy uno solo con mi madre,
con mis hermanos, mis tías y tíos (podría extender ese Universo a la casa, la
familia, el barrio).
Vivíamos en una casa
grande, alquilada, con corredor, con jardín. Creo que el efecto del boom
económico del somocismo de los años cincuenta había modelado el destino de mis
padres. Habían estudiado en la Escuela Normal y se habían hecho maestros. Podían
pagar con sus salarios el alquiler de aquella casa (mucho más grande en mis
recuerdos, seguramente, de lo que fue en la realidad).
Mi padre fue el primero
de sus hermanos y hermanas que fue a la Universidad. Años atrás, caminando
junto a su madre por veredas entre los pueblos de Masatepe y Nandasmo, le
prometió que iba a ser bachiller (es decir, terminar la secundaria). No sé si
mi abuela Ana tomó en serio aquella promesa pedagógica. En el tiempo que
recuerdo mi abuela había muerto hacía ya diez años.
Ahora lo estoy viendo
acomodar los libros, o quizá es que ha descubierto que los ratones anidaron
entre sus libros, y está sacando la suciedad y reacomodando su biblioteca
construida con cuatro ladrillos y dos tablas. Él no lo sabe, pero al ordenar
esos libros también está acomodando mi destino: libros universitarios,
Universidad Nacional. (No sabe que es un joven de treinta años visto desde los
ojos de un hijo suyo mucho más viejo.)
Aparte de una Biblia
Reina Valera, y de un Quijote ilustrado, los libros que colecciona responden a
cursos que seguramente fue tomando en la Universidad y que están marcados a
veces con el sello de la Librería Universitaria (un buhito sabio). Sobresalen los
libros de periodismo, pero tiempo después voy comprendiendo que recibió cursos
de psicología (hay libros de psicoanálisis, Adler o cosas así), de preceptiva
literaria (el Breviario La poesía de Johannes Pfeiffer y la primera
edición de Historia de un deicidio) y de marxismo (La Sociología del
materialismo de Leoncio Basbaum). La primera novela de García Márquez que
leí (leímos, con mis hermanos): La mala hora.
Pero en ese tiempo no me
fascinan estos libros ni sé sus títulos ni entiendo sus órdenes secretos. Me
impresionan más los aparatos que él lleva a la casa. Por sus prácticas de
fotografía o de periodismo radial, carga con cámaras (una cámara antigua,
cuadrada, con el visor en la parte superior que usó en una visita a las ruinas
de León) y grabadoras. Pero lo más trascendental es una pequeña máquina de
escribir de la que alcanzo a ver claramente los tipos Courier, la cinta
bicolor, la mancha ocasional sobre la hoja. Esa ya era suya, y la compró quizá
ese mismo año. Cuando por fin afiance un poco mi valentía—luego de un paseo
escolar al Gran Lago, al que él me acompañó—voy a intentar una primera línea
literaria en aquella máquina de escribir (esto ya debe ser 1972). Por supuesto,
es algo sobre el Lago. Todavía veo el gozo y la ternura en los ojos de aquel
joven por aquella decisión del hijo. Por eso decía que un padre modela el alma
del hijo con gracia y con humor.