Las hemorroides internas. Esa molestia en la boca
del ano. Sequedad de la hora y de la vida (lo que era
la vida).
Seguí escribiendo todo diciembre sobre Coronel
están ahí los libros ya raídos de cuando tenía veinte
años
y marcaba con lápiz las entonaciones (esto por
influencia de
Pedro Henríquez Ureña en su Gramática—la gramática a
la
que me enviaba siempre mi padre).
Leía Los Parques y las focas, menos los parques más
las focas
Los sexos de las focas más que los declives de
superficie de
los parques. La androginia de la mujer que tenía un
vocerrón
y entraba a la tienda, y fascinaba a través de los
años.
Como a Eliot, nos ahogaban las sirenas.
Entre por el lado del sexo, llevaba mi costal de
citas.
Acabé conversando de nuevo a la medianoche—en ese tipo
de insomnio
que consiste en despertar en un lugar indeterminado de
la madrugada, y teniendo como
regla de oro nunca consultar la hora ni prender el
celular—sobre
la edad. La edad de oro, la diadema, el goce, y el
tiempo, esa
edad de horo, en donde se superponen la hora y
el oro, acercándose al horror.
Adán y Eva llegaban al parquecito, el edén. En una de
las bancas
del parque disponían su instrumental de cartulina: la
copa roja de
las papitas o french fries, el género de papel
que envolvía la hamburguesa
marcado con el signo de McDonalds. El calor derretía
el amarillo
del queso que se combinaba con el húmedo casi maternal y cálido de la grasa.
Y, me olvidaba, de la bebida negra con popote, pajilla o carrillo.
Estarás conmigo ahí en el Paraíso, dijo el hombre a la mujer distraída.
Luego en el insomnio, otra vez—ese tipo de insomnio
que consiste en
despertar en cualquier edad perdida, se me hacía maquinal
el resabido
No me tienes que dar por que te quiera.
Espaciaba dos o tres no, antes
de continuar con el escandido verso. Y Borges: reconozco
en mí la voz
de mi padre cuando escandía un verso. Un falso Borges.
Adán y Eva y los planetas hoy duermen lejos de la
basura que los perros
vagabundos van sacando lentamente del depósito frágil
verde y redondeado en los bordes.