Ideología literaria hispanoamericana: las postvanguardias. Orígenes.
Leo el ensayo de Fina García Marruz sobre
La familia de Orígenes (Habana: Ediciones Unión, 1997). (Si mal no recuerdo, compré este libro en agosto de 2014, una tarde cálida, en la salida de la Universidad de Heredia, y ha esperado desde entonces la lectura.)
García Marruz quiere mostrar una continuidad entre el modernismo hispanoamericano y el grupo literario que encabeza Lezama y se estructura en torno a la revista
Orígenes. En vez de lo disruptivo de las vanguardias, lo integrativo del modernismo; en vez de crítica, reforma. Así como Octavio Paz en
Los hijos del limo hablaba de una nueva vanguardia surgida en los 1940s, sin estridencia, sin manifiestos, secreta y silenciosa, así también García Marruz va a enfatizar un carácter conciliador en ese movimiento (el de
Orígenes) que sin duda puede caracterizarse como una postvanguardia. (Es claro que la idea de modernismo que maneja Marruz es particular, y, como se verá, proyectada en un americanismo.)
Lo que más me asombra del ensayo de García Marruz es que ejemplifica de manera notable un entretejido ideológico: de una ideología literaria caracterizada por cierta presunción de continuidad. Sus nombres: Darío, Vallejo, Lorca, Lezama, Martí, en donde la intensidad total pertenece, por supuesto, al autor del
Ismaelillo. Así
Orígenes acomete una labor utópica. (No lo dice ella así; habla, más bien, de nacimiento, pero nacimiento aquí quiere decir promesa de resurrección en el modo cristiano, mesianismo del héroe histórico y literario: Martí; inscripción histórica de esa resurrección en la historia nacional cubana, y, en fin, utopía).
Estas ideas ya las había visto expuestas de manera también notable en la edición crítica de
Paradiso (dirigida por Cintio Vitier, otro gran origenista, también excelente ensayista, y, se sabe, esposo de García Marruz). No se debe despreciar, por otra parte, el componente contextual de la intervención de la poeta cubana: se trata de su participación en la celebración del cincuentenario de
Orígenes; se trata también de una hora histórica para Cuba: hora del llamado “período especial”, de muerte del comunismo a nivel global, y de imposición neoliberal en América Latina. Época asimismo del predominio de la ideología postmoderna, la que García Marruz justamente ataca.
La ideología literaria “origenista” toma como epicentro al dúo teleológico Martí-Lezama. A partir de ellos puede reescribirse lo que fue en realidad el modernismo; su humanismo martiano, su deriva comprometida en Vallejo (que no en la vanguardia como tal, la que Marruz considera con cierta aprensión), su confluencia en
Orígenes (y en la revolución cubana).
Al vuelo hago notar algunos subrayados, preguntas y, quizá, ironías:
Para Marruz el modernismo confluye con un “pensamiento americano”. Más que modernismo como estilo literario, se trataría de un discurso moderno y americano, al que
Orígenes daría continuidad.
Hay, como en todo discurso lezamiano que se precie de tal, un énfasis en el léxico y conceptualización del autor de
Oppiano Licario. Esta maniobra merecería un estudio aparte. La adquisición de tal vocabulario es parte fundamental de la estrategia autorial, de la marca de grupo, de la distinción identitaria a través del secreto. (Además incurre en el tuteo secretísimo. Lezama es Lezama durante todo el libro pero los demás son nombres que el lector despistado tiene que asociar con un apellido: Eliseo, Octavio, Gastón, Cintio).
La supuesta “coralidad” del modernismo (porque para Marruz parece que el modernismo no fue de grandes personalidades separadas) es retomada por
Orígenes, luego del episodio secularizador de las vanguardias. (La morfología del grupo o red interpretada subjetivamente desde el presente, es otra maniobra significativa.) La coralidad tiene su constitución política-alegórica en el discurso de Martí (9-10). Con todo lo sugerente de la idea, dos acotaciones: se puede (se debe) relativizar la coralidad del modernismo (ver todo lo que separa, por ejemplo, a Darío de Asunción Silva; a Martí de Chocano; a Barba-Jacob de todos los demás: sobre todo, no son un grupo imantado por lo nacional y reivindican la personalidad, “mi poesía es mía en mí”). También se puede relativizar la falta de “coralidad” en las vanguardias: hay grupos como los
Contemporáneos en México que parecen muy integrados como grupo y, además, más continuistas que disruptores. (La cronología vanguardia-postvanguardia no es tersa ni sucesiva).
A pesar de invocar la coralidad, el discurso de Marruz tiende a optar por las dicotomías, al enfatizar, por ejemplo, “la esencial catolicidad de Orígenes”. De la catolicidad parte, además, la estética. Línea que pasa por el orfismo, el verbo hecho carne del Evangelio y lo que ella (o Lezama) llama “naciente” en el modernismo-americanismo. Uno pensaría en Darío oponiendo al “numen bárbaro el resplandor latino”. Es una modernidad que no va hacia el nihilismo identificado por Nietzsche sino una que tiene por guía a Dante “poeta de la catolicidad” (14). (Es claro que Nietzsche se sabe síntoma del nihilismo pero no se considera a sí mismo nihilista como tal, o, al menos, no completamente. Por qué no se encontrarán en algún tramo ulterior la modernidad hispanoamericana y la nietzscheana?)
Pero en el caso de
Orígenes (en el de Lezama) la insistencia en lo unitivo implica tener como horizonte último la vida. De ahí la politización que Marruz opera tanto en la forma en que se reescribe
Orígenes como en la forma en que se concibe lo hispanoamericano. La narrativa de esta ideología es heroica: las muertes de letrados que optan por la espada en momentos críticos: Garcilaso, Martí. Conjuntamente, los ensayos de Lezama dedicados a estos héroes estructuran parte fundamental de la exposición de Marruz.
“Secreto de Garcilaso”, ensayo de Lezama, indica, entre otras cosas, la fusión de poesía popular y culta, el mantenimiento de equilibrio entre contrarios (como ya dije, consigna de esta postvanguardia), y, sobre todo, el secreto de la muerte. La muerte del cortesano (Garcilaso lo era) implica un desapego del servilismo con la corte y la actuación por el favor, para avanzar hacia una “cortesanía” heroica, o, más bien, ética. La muerte de Garcilaso repercute, en esta interpretación, en la de Martí. (Y, se sobreentiende, es el modelo de intelectual que junta un elevado ideal estético y un compromiso político.)
Marruz aprovecha para dejar claras las distancias entre el barroco de Lezama y el neobarroco de Sarduy. (No dejar de mencionar que Sarduy se ha declarado “Un heredero” de Lezama, por lo que acá emerge un conflicto por el legado.) Sin embargo, ve en el planteamiento de Sarduy una cercanía con el postmodernismo, la amalgama desjerarquizada, el aplanamiento y el arte gay. De ahí, la procura ideológica: la historia latinoamericana es de emancipación, opina Marruz, hay que optar por “un nuevo nacimiento” (22).
Más aún, la “expresión americana”, cree Marruz, antes que de proliferación es de sobriedad, de un raro equilibrio entre desmesura y medida, entre lo dionisíaco y lo apolíneo. De hecho no parecen necesarios, en una interpretación o apropiación del legado de Lezama, los arrestos incendiarios (y dionisíacos) de la vanguardia o del neobarroco:
“Lo que siempre impedirá a Lezama ser un neobarroco es justamente ese “aplanamiento” o desjerarquización inadmisible, es su fidelidad a estas raíces, es el gran retrato militar del padre presidiendo la salita de Trocadero, es el “Yo no puedo olvidar nunca/ la mañanita de otoño”, son los espejuelos sabios y sobrios de Varela, la sentencia de Martí.” (25)
Lezama, pues, adherido a una genealogía nacional (en donde los procesos de emancipación, esencia postvanguardista, decantan el desorden de la proliferación dionisíaca-barroca). Sarduy, según Marruz, en redes de desapego. (Otra sensación se percibe en el texto del Sarduy de
El Cristo de la rue Jacob: el apego sobrevive en esta Juana de Arco electrónica que sigue escuchando las voces.) Esa genealogía, cree Marruz, impone una “nueva sobriedad”, “la alianza de un esplendor y una carencia” (28). “Lo realmente nuevo--confirma--no es nunca ni una continuación sin nacimiento ni una brusca ruptura, sino un encuentro, algo que se realiza las potencialidades de lo anterior” (28).
Lo americano moderno estaría signado, pues, por la palabra-acto (31); por, se podría decir, la fuerza de los actos de habla que Martí impone a la cultura. “Poética del Verbo” lo llama Marruz y lo encuentra presente en la genealogía ya apuntada (Martí, Darìo, Vallejo).
Esta ética identificatoria y responsable (toda ideologìa literaria es corrección política), llevó a
Orígenes (y lleva a Marruz) a rechazar los aspectos más radicales (o comodificados) del surrealismo. Algunos desdenes: “Cuando Orígenes, ya todos estábamos cansados de los bigotes puestos a la Gioconda y otras fáciles transgresiones. La vanguardia se identificó demasiado con lo “joven”.” (35). “Tenìamos padres, teníamos el Seminario de San Carlos, y nos aburría Freud” (39).
Reivindica, sin embargo, a Lorca, “muy querido por los origenistas” (36). (Pero es “Juan Ramón”--dios tuteado y tuteable--el español tutelar de este libro.) El descrédito del surrealismo corre por las vías del americanismo (y recuerda en parte la postura famosa de Carpentier: somos en verdad nosotros los naturalmente surrealistas.) (Dos estudios apartes implicarìan: rearmar las redes del surrealismo latinoamericano, en las que, por ejemplo, el caso mexicano, y Cardoza y Aragón, serían fundamentales; advertir cómo se desacredita la vanguardia en el escenario postvanguardista latinoamericano: de Paz a Carlos Martínez Rivas, de
Orígenes a Parra).
La misma actitud reticente y separadora (un lado incorrecto y otro correcto del surrealismo y de toda tradición) opera en la lectura de Rimbaud, otra notable apropiación de Orígenes. “Nosotros siempre preferimos a lo de “poeta maldito” lo de “místico en estado salvaje”” (43). Es el Rimbaud que confronta el silencio, lo común y la muerte: el más asimilado a un ejemplo ético, crístico y “martiano”. Así Rimbaud parece abrir otra de las innumerables puertas al ejemplo de Martí (particularmente Martí dentro del sistema poético de Lezama).
El “desciframiento” de Martí es una operación (de) política identificatoria: Lezama lo descrifa “a la luz de nuestro destino”. La escritura de Lezama, por ejemplo su anticipación de Oppiano Licario, se confunde con esa tarea. Martí y el destino nacional ordenan la escritura del sistema poético de Lezama. Un sistema teleológico en torno a figuras de tradición que recomponen filiaciones y herencias (inspirado en una larga tradición de escrituras teológicas y seculares).
Enarbola Marruz el término reformador para identificar a Lezama, oponiéndose a una denigrada función crítica que no hace sino legitimar el poder. La politicidad de Orígenes sería de principios (en este caso de soberanía nacional), y, por eso, la identificación con la revolución cubana. Aparte de situaciones coyunturales y burocráticas producidas dentro de la misma revolución, la adhesión a principios daría continuidad en el presente a la herencia de Orígenes (y de Lezama). Su política es la de “los reformadores internos, que tratan de abrir espacios mayores de libertad dentro del cuerpo de que forman parte” (59).
Marruz aborda brevemente la cuestión del final de
Orígenes, debida a una secesión provocada por lo que parece un capricho de “Juan Ramón” en contra de los poetas de la vanguardia española. De nuevo reitera la escisión entre modernistas (“Juan Ramón” amigo de Darío) y vanguardistas (Aleixandre, Guillén). Y reafirma las características conciliadoras de
Orígenes en las que predomina la comunión y demás figuras integrales del catolicismo que se colocan por encima de las guerrillas literarias típicas de la modernidad.
Un gesto clásico pareciera signar a
Orígenes, sin dejar de notar que en el fondo la defensa de esta especie de clasisismo implica en realidad una postura de combate de los otros (los críticos y dionisíacos), llámense Sarduy, García Vega, Virgilio Piñera, etcétera. No digo que Marruz tengo menos o más razón en sus posturas, sino que su aparente catolicidad (en el sentido más abarcador del término) se basa también en la partición polémica de los grupos literarios modernos, y que en el caso particular de Cuba esa partición es también política.
Marruz reitera la necesidad de reescritura del legado modernista, llevándolo, incluso, a confluir con la teología de la liberación. Su idea de modernismo es pues, menos la que podría ofrecer la historia de la cultura (y menos una particularizada en identidades modernas menores, como los géneros y la sexualidad), que la que articularía una tradición americanista y emancipatoria de la modernidad: un modernismo calibánico y tribunal.