"among the garbage and the flowers"
canción de Leonard Cohen
Henry me presentó a la jueza. Vamos a la terracita, dijo la jueza. Henry asintió, y la seguimos.
En la terracita se estaba mejor. Cadáveres de rosas sobre capullos recién nacidos que asomaban sus blancos y prístinos labios prestos a morir. Filas de hormigas en preparación de batalla y zumbidos de insectos confundidos con la presencia lejana del tráfico. Todo era ocre amarillo en aquel atardecer.
Pero uno miraba de manera inevitable el paisaje del rostro de la jueza mientras ella se refería a las interminables luchas que la Corte y la Asamblea y el Ejecutivo habían tenido que librar recientemente. Los pómulos quirúrgicos, la frente libre y tensa a fuerza de inyecciones, los labios enfáticamente rojos, las aureolas Revlon de las mejillas.
En la conversación se entrelazaban las aventuras del poder y los corrillos de poetas y pintores, la memoria y el deseo. Derivas que la jueza barría en el aire cuando estiraba la mano para tomar su trago de ron extraseco en las rocas, y uno miraba sus uñas afiladas y rosa.
No era un enamoramiento instantáneo el que uno sentía ante la jueza. ¿Era el amor al poder que en este momento Henry mencionaba con cierta cadencia de verso? ¿Cuántos enamorados del poder habría en 20 ó 30 kilómetros a la redonda? ¿No era Managua una cloaca de adoradores del poder? Así iba yo encadenando preguntas retóricas. Por ese tiempo yo pensaba que iba a ser novelista.
Pero no he dicho, que recuerde, nada de Henry. Henry Ibsen Cantarero. Sí, su segundo nombre es Ibsen. Hibisco le decía su tío homosexual en una ya lejanísima infancia. Padecía de la ansiedad de reconocimiento que se padece en aquel país. Algo que se le transfiguraba en una leve palidez sobre el labio.
En Nicaragua los poetas mueren de bilis, y ser una "torre de dios" y padecer del hígado es casi una tautología. Poetas jóvenes había que se atragantan prontamente con la Higadosanil (Laboratorios Rarpe), píldora dorada que curaba los males líricos. ("Al fin y al cabo", me dijo una vez una muchacha que había decidido hacerle rulos a las musas, "Roberto Bolaño murió del hígado". Me pareció un argumento autodestructivo. ¿Iban a acabar suicidándose todos los y las poetas jóvenes del país? Mi preocupación le arrancó una sonrisa.)
Henry, Hibisco, por tanto, sufría discretamente del hígado. Vivía atento a quién lo mencionaba o no. En periódicos, presentaciones de libros, conferencias, rumores. La alta sensibilidad estética de que se ufanaba (por otra parte, verdadera) lo llevaba a los típicos trabajos de la maledicencia, la injuria discreta y hasta el espionaje. Todas estas artes disfrazadas discretamente de elegancia. La chaqueta pulcra en pleno y turbio calor amazónico-managüense. El paraguas atigrado. Las mancuernillas (últimas de la penúltima tienda nostálgica de la Managua preterremoto). Era la discreción amenazante. La amargura en envoltorio pastel.
En aquella terraza sepultada en olas de calor húmedo yo estaba imaginando que escribía esto lentamente en una libreta. Imaginaba también a mis lectores. El niño obsceno y aquilino que andaba rondando (rumor comprobado, había dicho Hibisco) la Academia de la Lengua para una publicación. La párvula terca y babeante ("al menos para misóginos como vos, Norberto", me había dicho Hibisco) que no se despegaba de la cabeza la "boina azul" y no mantenía, sin embargo, el corazón en calma. Sobre todo, los lectores de mis notas de periódico que me aconsejaban de vez en cuando: baja el tono, Norberto. Diablo azul, Norberto.
En ese momento me percaté de la reflexión de la jueza. La conversación había derivado en la inmadurez de los políticos y por tanto de los poetas. En sus olvidos. De hecho subrayaban en la conversación qué olvidos eran esos y por qué. A cada olvido correspondía casi simétricamente un sorbo de ron extraseco. Ese diagrama, pensaba yo, es analógico. Miraba las flores abiertas acariciadas por el aire caliente de la terracita cómoda. Qué flores son esas que se han comenzado a cerrar discretamente ante la ida del sol, habría querido preguntar.
Yo no tengo recuerdos más que de adulta, dijo la jueza. Hizo un esfuerzo por arrugar el entrecejo en ánimo reflexivo honesto, si bien debido a la artificial tensión botulínica de su cara no pudo lograrlo. A partir de los 32 tengo propiamente recuerdos. Digamos recuerdos con cuerpo, con fecha, con exhalaciones. Vaya: respirantes. Todo lo de atrás es pura búsqueda, puro balbuceo.
La infancia cuenta? Decime vos, Henry. La infancia cuenta? Obvio que no, no cuenta. Mi madre me peinaba, mi padre me ordenaba. Yo nací con una incapacidad innata ("valga la redundancia" pensé) para ser yo misma. Luego buscarse un lugarcito en la larguísima e interminable juventud es una mierda de oficio (perdón por el vocablo). Creéme, Henry. Durísimo. Me metí a estudiar derecho en la UNAN y era como estar en guardia permanente. Los maestros, notables y todo, me miraban como cucaracha. Me exigían el doble, o, los más chanchos me perseguían para aquello que te imaginás. No. Durísimo.
A los 32, ya con un juzgado, casada y a punto de tener mi primer hijo es cuando comienzan mis recuerdos. Ya recuerdos que se mueven solos, que hacen calistenia, que duermen y despiertan. Ya son recuerdos que me visitan y que dejo ir con despreocupación. Qué paja masculina esa de comenzar narrando la infancia. Pero peor paja esa de Borges con Funes el Memorioso, que recordaba no sé que flores. Que si miraba esta terraza memorizaba cada hoja y cada flor de avispa y cada minuto. La vida es más acotada, Henry. Y eso es lo que no saben los jóvenes. Bueno, es cierto que a los jóvenes que estudiaron en el Centroamérica los padres les meten en la cabeza que van a heredar las posiciones de los notables nacionales. Esos jóvenes quizá tienen recuerdos de infancia y adolescencia, y qué sé yo una juventud briosa, constituida, clara y no oscura. Su culo, pues, si heredan pues heredan. Pero mi caso no, Henry. Yo nací ya vieja.
Y se sumió en la reflexión, ahora ya callada.
Hibisco es el autor de unas dolidas Acuarelas (Editorial Guasiruca, 1977). Los críticos (es un decir) han alabado cómo la infancia se posesiona de la palabra en ese poemario, cómo el repentino merodeo con la significación y la desnudez casi candorosa de la voz lírica se diría que danza, etc. Sin embargo no pareció darse por aludido con las palabras de la jueza. Para colmo, horresco referens, Hibisco es graduado del Colegio Centroamérica.
Yo por mi parte volví a ver de nuevo, con cierta fijeza, el rostro de aquella mujer refundida ahora en recuerdos corporales y verdaderos, todos mayores de 32 años. Se iba apagando un poco el rosicler de sus mejillas. En la frente tensa había el esfuerzo de la comprensión unido a la presión de la norma anestésica y estética. Era, digamos, un rostro superpuesto en otro rostro. Uno trascendente sobre otro vulgar. La basura junto a las rosas.
Qué flores son esas, pregunté, más por decir algo que por ansiedad de saber. Avispas, djo ella. O, como los llaman en España, hibiscos. Todas las infinitas y pendejas laderas y colinas de Montefresco están cubiertas de estos solemnes hibiscos.
Cayó la noche y murió el encanto. Lentamente volvimos a la maledicencia. Viste, me dijo Hibisco, están a punto de descubrir a Walter Benjamin en la UNAN. Dejé pasar la mala intención. Pensé como en un sueño: el abstracto, nocturno, inexistente olor de las avispas.
En aquel momento, la jueza dormía o meditaba según no sé qué declinación del yoga.